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sábado, 28 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (quinta y última parte)

Dejando de lado estos valores relacionados con la vida humana y la salud (y sus disvalores correspondientes, la muerte y la enfermedad), no existen, según Alfred Stern, otros valores absolutos que sirvan de parámetros para establecer cuándo una conducta puede catalogarse como ética o como inética. La humanidad, o los hombres en particular, no "descubren" al resto de los valores, sino que los inventan:

Según mi tesis, los diferentes proyectos colectivos que aparecen en el curso de la historia y, en especial, los proyectos colectivos de los grupos llamados naciones, dan origen a los diversos códigos de valores (La filosofía de la historia y el problema de los valores, p. 256).

Habla este pensador de un "hecho axiológico primario" para referirse a estos proyectos colectivos, con lo cual viene a significar que no hay nada más importante, en sentido axiológico, que la invención de este bloque de valores por parte de una determinada sociedad, valores que son adoptados luego, casi por instinto y sin discernimiento, por la población que cae bajo su influjo.

Podemos hablar de un campo de valor creado por el proyecto colectivo, ya que [...] su acción es comparable a la de un campo magnético. El campo de valor creado por el proyecto colectivo es el responsable del modo típico de valorar que caracteriza a los miembros de un pueblo dado y determina lo que denominamos el "estilo" de sus valoraciones (ibíd., pp. 258-9).

Y a continuación grafica su exposición con varios ejemplos, comenzando por los campos de valores inventados o pregonados por la sociedad alemana, que fueron variando según la época:

Durante la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX, la Alemania del clasicismo, del romanticismo y de la filosofía idealista parecía no tener otro proyecto nacional que el que le asignó Goethe en su poema dramático Pandora: el proyecto de dominar el mundo ideal, el mundo del pensamiento y la imaginación poética. Era Francia, simbolizada por Prometeo, la que, según Goethe, gobernaría el mundo de las realidades políticas y militares. Pero en el curso del siglo XIX el proyecto nacional de Alemania cambió radicalmente y el proverbial "país de los poetas y pensadores" [...] se transformó en la nación de "sangre y hierro" [...] de Bismarck, cuyo proyecto colectivo era la conquista militar y el dominio por la fuerza.
Después de la unificación de Alemania en 1871, su proyecto político y militar se fusionó con otro: el de superar todas las otras naciones europeas en la producción material, la industria y el comercio. [...] El culto de las ideas fue remplazado por el culto de la riqueza material y la fuerza militar. Este cambio radical del código de valores de la nación no hubiera podido ocurrir si la gran mayoría del pueblo alemán no hubiera aceptado los nuevos proyectos colectivos. [...]
Fue aún mayor este entusiasmo cuando, después de la primera guerra mundial, surgió en Alemania un nuevo proyecto colectivo: el de abandonar la civilización occidental y poner el poderío bélico al servicio de la conquista del mundo, a fin de "rejuvenecer" a la humanidad mediante la idea de la pureza racial, mediante el destronamiento del intelecto y mediante la implantación de una jerarquía constituida por razas "de señores" y razas "de esclavos". Este nuevo proyecto colectivo dio origen a un nuevo código de valores que la aplastante mayoría de los alemanes aceptó con apresuramiento aterrador y angustioso, sobre todo a partir de 1933. Este nuevo código [...] proclamó el valor positivo de la violencia y el valor negativo del derecho, el valor positivo de los impulsos instintivos y el valor negativo de la inteligencia [...].
Cuando, en 1945, el proyecto colectivo del nacional-socialismo fue ahogado en un océano de sangre y fuego, el código de valores que había creado desapareció. Es aún demasiado pronto para vaticinar cuál será el nuevo proyecto colectivo al que el pueblo alemán dedicará sus energías y a qué código de valores dará lugar. En la actualidad, el proyecto colectivo de Alemania Occidental parece limitarse a la realización del llamado "milagro económico" [...], cuyo imperativo categórico es: ¡enriqueceos! (Ibíd., pp. 259-60).

Sugestivo análisis de las etapas por las que ha transitado la sociedad alemana moderna, pero más sugestivo desde el punto de vista sociológico que desde el punto de vista ético. Y lo mismo puede decirse del resto de los ejemplos de proyectos colectivos nacionales, que en la mayoría de los casos no han sido tan cambiantes como en Alemania. En el caso de España, el honor, la fidelidad a la fe y el orgullo siguen ocupando actualmente una posición preponderante, y así viene sucediendo desde hace largos siglos (p. 261). En la Unión Soviética, por el contrario, se ha establecido, desde 1917, un nuevo proyecto colectivo que ha generado una nueva comunidad de valores: el de propugnar y consolidar una economía y una sociedad comunistas. Según Stern, este ideal del comunismo "es la norma mediante la cual se juzgan todos los demás valores realizados por el pueblo soviético" (p. 265). Esta norma evidentemente caducó, pero el ensayo de Stern data de 1960. Y de nuevo me pregunto: ¿qué le interesa a la ética: el hecho de que los rusos sean comunistas o capitalistas o el hecho de que sean buenas o malas personas? Según Alfredo lo primero, puesto que la bondad y la maldad no son conceptos absolutos. Yo digo que esto del comunismo y del capitalismo interesa mucho a otras ciencias que no son la ética, y a la ética solo tangencial e indirectamente.
Pasemos ahora al código de valores que ha imperado e impera en Inglaterra:

El proyecto colectivo que sustentó durante siglos la unidad de la nación inglesa ha sido el de enseñorearse de los océanos y colonizar remotos países de ultramar a fin de explotarlos en beneficio de la economía nacional. Este proyecto siempre estuvo penetrado por la idea griega [...] de la competición, de una lucha con otros contendientes, que no está orientada exclusivamente por un fin utilitario. [...] Todo el código de valores británico es expresión de esta suerte de normas deportivas (pp. 266-7).

Y así como el británico sustenta su código de valores en la idea de la competición, los estadounidenses mantienen en lo más alto del podio a un único valor supremo: la prosperidad económica. Y es más que interesante --interesante, aquí también, más para la sociología que para la ética-- el análisis que realiza Stern respecto del camino que ha llevado a esta nación a ese amor por el lujo material y a ese desprecio por las cosas del espíritu:

Es sabido que los peregrinos que arribaron a América [...] en 1620 tenían principalmente preocupaciones religiosas. [...] Su proyecto colectivo era educar a sus hijos en su propia lengua y practicar su religión de acuerdo con sus propias conciencias, sin tener que soportar las imposiciones del gobierno inglés. [...]
Los puritanos, que arribaron pocos años después que los peregrinos, también obraron movidos por consideraciones religiosas. Pero a diferencia de los separatistas, habían decidido permanecer dentro de la Iglesia de Inglaterra y "purificarla" de sus resabios católicos romanos en una nueva comunidad que representara una "aristocracia de la virtud".
Sin embargo, bien pronto esos proyectos teológicos y morales se vieron eclipsados por las ilimitadas posibilidades económicas que ofrecía la incomparable riqueza de ese continente inmenso y casi intacto que era la América del Norte a comienzos del siglo XVII. De más en más, el proyecto de los colonos norteamericanos, y de las multitudes de inmigrantes que se les unían, pasaba a ser el de prosperidad en libertad mediante la explotación de los recursos naturales del continente americano. Para poder llevar acabo este proyecto, los colonos necesitaban un máximo de libertad de acción. En tanto que su proyecto original había requerido la no intervención del gobierno en cuestiones religiosas, su nuevo proyecto hacía hincapié en la no intervención del gobierno en las cuestiones económicas. Solo esta no intervención podía garantizar al norteamericano el goce del fruto de su trabajo. De modo que para los norteamericanos "libertad" pasó a ser sinónimo de "libre empresa". [...] Todo lo que podía promover y facilitar la ejecución de ese proyecto pasó a ser necesariamente un valor positivo y todo lo que podía demorar u obstaculizar esa ejecución se convirtió en un valor negativo. Solo este origen explica el código de valores norteamericano [...].
Cuando se pregunta al norteamericano medio de nuestros días por la valía de una persona, todavía responde señalando una suma de dólares [...]. Este fenómeno social puede atribuirse, en mi opinión, al hecho de que el proyecto colectivo de la nación norteamericana no ha cambiado en lo fundamental. Solo los medios de llevarlo a cabo se han vuelto más complejos.
[...]
El norteamericano medio, mientras se jacta de las realizaciones materiales, cuantitativas, de su nación, no se muestra orgulloso de sus escritores y, al menos en los tiempos anteriores al Sputnik, nunca demostró estima por sus científicos (pp. 267 a 271).

Todas estas circunstancias ponen en evidencia "la posición inferior que ocupa el intelectual en la escala de valores norteamericana". Para este país, el ejemplo a imitar es "el hombre de negocios y, en especial, el que tiene funciones ejecutivas en las grandes empresas". Por estas razones, la civilización norteamericana ha sido calificada con acierto de "civilización comercial” (pp. 272-3).
De los grandes proyectos nacionales directrices dentro de la moderna civilización occidental, solo nos resta mencionar el que ha encarnado en Francia, pero es mucho más difícil "establecer las relaciones entre el código francés de valores y el proyecto colectivo del que surge". "Creo --dice Stern-- que el principal proyecto colectivo con el que se identificó la nación francesa durante más de un siglo y medio ha sido el de la difusión mundial de las ideas revolucionarias de 1789" (p. 274). Y entre la libertad, la igualdad y la fraternidad, los franceses han optado casi siempre por la defensa acérrima de la segunda opción, seguramente por ser ésta su creación más original dentro de un cuerpo nacional de valores. Los ingleses, por ejemplo, nunca se han cuidado demasiado de esta idea de la igualdad, y algunos pensadores afirman incluso que en Inglaterra la desigualdad no solo es tolerada mejor que en Francia, sino también querida (p. 275). Medra en Francia un "optimismo de la igualdad", en Inglaterra un optimismo de la competencia y en los Estados Unidos un "optimismo de la prosperidad". Comparando a la nación francesa con la norteamericana, transcribe una humorada que pinta con gran acierto las tendencias axiológicas prevalentes en cada una de ellas:

El peatón americano que ve pasar un millonario dentro de un Cadillac, sueña secretamente con el día en que podrá tener el suyo. El peatón francés que ve pasar a un millonario dentro de un Cadillac, sueña secretamente con el día en que podrá hacerle descender del automóvil para que vaya a pie como los demás (p. 267).

Por eso, concluye Stern, no tienen peso en los Estados Unidos los partidos de izquierda como sí lo tienen en Francia. Y es que "en la jerarquía del código francés de valores la igualdad ocupa un lugar fuera de toda comparación". Tiene Francia, además del de la igualdad, otros proyectos colectivos, como el del "buen gusto" o el del "refinamiento", tanto en el orden social como en el arte (p. 276), pero son proyectos menores en comparación con la poderosa idea de la igualdad que respiran en el alma de la mayoría de los franceses.
A veces, continúa Stern, los proyectos colectivos nacionales se fusionan en un proyecto colectivo supranacional. En la Edad Media, un gran proyecto colectivo supranacional fue el de las cruzadas, que convirtió a las naciones cristianas de Occidente en una comunidad de valores e ideales (p. 278). Y para dar un ejemplo actual, refiere un proyecto colectivo supranacional que, a diferencia del anterior, no implica una teleología ultraterrena sino terrenal: "La implantación en todo el mundo de la civilización científica y tecnológica" (p. 280). Este proyecto colectivo supranacional es tan amplio que incluye por igual a los dos grandes proyectos colectivos afianzados en el siglo XX: el capitalismo y el comunismo, pues tanto los capitalistas como los (ex) comunistas se valen de la ciencia y la tecnología como medios instrumentales para afianzar sus ideas políticas.
Todos estos análisis, lo repito, son harto interesantes y describen con certera elocuencia el estado espiritual general de un buen porcentaje de los habitantes de estas naciones o comunidades, pero poco afirman respecto de la verdadera eticidad de cada uno de estos pueblos. Se centra Stern para sus descripciones en lo que yo denominé "valores éticos relativos o temperamentales" (ver entrada del 16/8/7), pero no menciona ningún valor ético absoluto, ninguna virtud cardinal, más allá de esa difusa priorización de la vida y la salud generales. No dice, por ejemplo, que los franceses sean más o menos veraces que los ingleses, o que los alemanes sean más o menos humildes que los estadounidenses, datos que ciertamente nos harían vislumbrar una diferencia ética importante a favor o en contra de algunas de estas naciones en relación con las otras. Y así todo, y aunque no descarto la idea de analizar a una nación en su conjunto para determinar, en un sentido estadístico, su nivel de eticidad, no es en este terreno general en donde la ética mejor se aplica, sino en la individualidad. No que los norteamericanos sean malas personas, sino que tal o cual norteamericano, o que tal o cual francés, lo es, a diferencia de este otro norteamericano y de este francés que son buena gente. La ética, al menos como yo la entiendo, se propone, ciertamente, convertir naciones, civilizar naciones, pero no existe otra manera de civilizar a una nación en su conjunto que civilizar a cada uno de sus individuos por separado --en especial a sus individuos más influyentes, ya que éstos, al ramificar la cadena, aceleran el proceso. De aquí se deduce, me parece, que los auténticos problemas éticos, los que realmente trascienden al hombre, son problemas individuales y no sociales, son decisiones individuales y no grupales. ¿Que un Estado decide abrazar el comunismo político? ¡Que lo abrace! A mí, en tanto individuo perteneciente a ese Estado, no se me modifica en nada, con esta decisión conjunta, mi panorama ético, que reposa en otros valores mucho más profundos que tal o cual tipo de organización política. ¿Que un Estado, o conjunto de Estados, decide hacerle la guerra a otras naciones, o declararse oficialmente ateo, o entronar a su ciencia y a su técnica como las diosas más reverenciables? Enhorabuena si mi Estado anhela embarcarse en estas aventuras; mi ética intrínseca no se inmutará por ello, son vaivenes exteriores al individuo sano. No niego que la ética pueda acusar el zangoloteo, pero ¿depender de él? ¡Jamás! Aquel individuo que modifica sus valores éticos a seguir en dirección a los patrones que su Estado le sugiere, es un individuo que carecía ya de antemano de valores éticos profundos. A menos, claro está, que su Estado se embarque en una campaña de bondad a todo trance, pero esto no se ha visto jamás ni se verá en los próximos siglos. No niego que cada nación en particular o que determinados conglomerados de naciones posean sus propios códigos colectivos de valores, pero estos códigos colectivos, por el hecho mismo de ser colectivos, son superficiales. Todo lo profundo es individual (o a lo sumo binario). Un pueblo, en su conjunto, no ama; aman solamente algunos de sus individuos. Tampoco un pueblo es veraz en su conjunto, ni en su conjunto es humilde, ni posee una inteligencia trascendente conjunta, ni crea conjuntamente grandes obras de arte. Son todas éstas virtudes individuales, que a los historicistas raramente atañen, porque no se dan en bloque. De ahí que los pensadores historicistas, o los que son afines a esta tendencia, no se interesen por el estudio de la ética, o se interesen de un modo poco criterioso. Entre estas dos opciones, yo prefiero la última, así me dan ocasión de criticarlos y reafirmar mis propias convicciones.

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viernes, 27 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (cuarta parte)

Habla Stern de "nuestros valores" para referirse, indistintamente, al conglomerado de valores que una determinada sociedad esgrime en su conjunto y a los valores esgrimidos por cada uno de sus integrantes en su propia individualidad. No parece tomar en cuenta el caso de que haya personas que no compartan los patrones axiológicos que su propia sociedad considera más elevados: "Puesto que nuestros valores son los únicos que podemos sentir y nuestras verdades las únicas que pueden resultarnos convincentes, nuestro prejuicio en su favor es casi inevitable" (ibíd., p. 221). La conciencia social manda y los carneros obedecen. Pero sería necio suponer que los valores imperantes en una determinada época y lugar sean afirmados por todas y cada una de las personas que viven bajo su yugo; por eso Stern, unas páginas adelante, borra aquello del "casi inevitable" y se aferra a las matemáticas: "No todos los miembros de una nación valoran del mismo modo, pero el promedio se caracteriza por cierto estilo de valoración" (ibíd., p. 265). Esto es evidente, siempre hay un mínimo de inconformistas. Lo interesante sería saber si existe un criterio epistemológico válido como para considerar a estos inconformistas mejor o peor parados, en sentido ético, que a los conformistas, considerando por supuesto los porqué de las discrepancias y la discrepancia misma. Esta cuestión, según el criterio de Stern, no parece representar un problema: conviene, si lo que buscamos es el progreso nacional, estar siempre del lado de la borreguil mayoría:

¡Desdichada la nación que no cree en sus verdades y valores! Nunca creará nada y caerá en un escepticismo paralizante. ¡Pero no hay necesidad alguna de que vivamos sin creer en nuestras verdades y valores! Aun comprendiendo que son relativos a nuestra época histórica y a nuestra civilización creemos en nuestros valores y verdades por la sencilla razón de que son hijos de nuestro tiempo y de que representan, por lo tanto, la conciencia axiológica y epistemológica de nuestra época. Es en nombre mismo del historicismo, que podemos insistir en la validez de nuestros patrones para nuestra época y para nuestra civilización (ibíd., p. 221).

El imperativo categórico que propugna Stern sería el del tradicionalismo, el del no innovar, so pena de paralizar el progreso de la patria. Así, si yo deseo incentivar el vegetarianismo dentro de la nación Argentina, tradicionalmente carnicera, estaría obstaculizando el progreso de la misma. No interesa evaluar si el vegetarianismo es mejor o peor, ética, higiénica, económica o ecológicamente que el carnivorismo; lo único que parece interesarle a Stern es la creencia en las verdades y los valores del pasado y en su mejor conservación. Extraña creencia en el progreso tenía Stern: se progresa más cuanto más se aferra la sociedad a sus propios valores tradicionales y desdeña los valores de las minorías inconformistas. El progreso social implica para él un simple perfeccionamiento de los valores ya implícitos en cada sociedad, sin interferencias foráneas ni comparaciones de ningún tipo:

Sería un gran error creer que el progreso es una ley inherente a la evolución de la humanidad, pues esta creencia presupondría una metafísica teleológica cuya validez no podría demostrarse. Vemos, por el contrario, que algunas sociedades no han experimentado ningún progreso en el curso de la historia y que aún permanecen estáticas. Pero nuestra sociedad progresa y esto lo podemos establecer cuando juzgamos sus realizaciones mediante las normas que nos hemos dado y que nos sirven de pautas (ibíd., pp. 226-7).

Como Stern no creía en la existencia de valores intrínsicamente más deseables que otros, no aceptaba que el progreso social consistiese en eso, en pasar de un conglomerado de valores menos deseables a otros más deseables; tenía que conformarse con progresar profundizando los valores que previamente se habían elegido, sin interesarse siquiera en el análisis de esos valores y en si podrían conducirnos a buen puerto o todo lo contrario. Puesto que no son buenos ni malos en sí mismos, lo mejor es seguirlos ciegamente y evitar las discrepancias, suponía.
A decir verdad, Alfred Stern sí creía en determinados valores objetivos, que llamaba "transhistóricos" para diferenciarlos de los valores históricos, relativos a cada civilización y dependientes de ellas:

El hecho de que los hombres acepten y hayan aceptado siempre su condición humana revela, en mi opinión, la existencia de ciertas valoraciones fundamentales comunes a todos los hombres, a todas las civilizaciones, a todas las épocas históricas y a todos los medios sociales. Consisten estas valoraciones en atribuir a la vida y a la salud un valor positivo y al sufrimiento y a la muerte un valor negativo. Estos valores, que denomino existenciales, son intrínsecos, pues son afirmados por sí mismos. [...] Todo lo que preserva la vida y alivia el sufrimiento humano se vuelve un valor positivo, mientras que todo lo que amenaza la vida y aumenta el sufrimiento se convierte en un valor negativo. Así ha ocurrido en todas las épocas y así ocurre en todas partes (ibíd., p. 233).

Comparando esta hipótesis con mis propios postulados axiológicos, digo que Stern considera que existen, de manera objetiva, los valores que yo denomino vitales y también el valor ontológico de cada persona en tanto que persona, mientras que les niega valor objetivo al resto de los grupos (valor ontológico supremo, valores éticos, estéticos, intelectuales y culturales). De este modo, queda Stern a medio camino entre el esencialismo scheleriano y el relativismo extremo de los historicistas:

El historicismo ya no puede afirmar [...] que todos los valores son hijos de sus respectivos tiempos y que no es posible probar su validez transhistórica. Hemos hallado [...] algunos valores existenciales intrínsecos cuya validez transhistórica no puede negarse, puesto que se pone de manifiesto en la aceptación de la condición humana por todos los hombres de todas las épocas a través de su común proyecto de vivir (ibíd., p. 237).

En resumen,

el código de valores derivados del proyecto humano transhistórico de vivir postula el valor positivo del hombre y de su vida. A mi entender, el mejor compendio de esta ética humana básica se encuentra en la sentencia de Séneca [...], el hombre es sagrado para el hombre (ibíd., p. 249).

Esto del valor intrínseco innegable de la vida y la salud para "todos los hombres de todas las épocas a través de su común proyecto de vivir" es, por lo pronto, problemático, teniendo en cuenta a los suicidas, a los guerreros y a los millones de seres humanos que han despreciado palmariamente su propia vida, subordinándola a otros intereses que consideraban más elevados. Pero supongamos que en general, la afirmación de la vida y la salud se verifica doquiera existan o hayan existido seres humanos. Sentado este aserto, hemos encontrado, a criterio de Stern, un método válido y objetivo para juzgar determinadas conductas sociales establecidas a través de la historia, algo que un relativista duro difícilmente ambicionaría. Armado de esta nueva objetividad, pretende Stern quedar a salvo de las críticas vertidas en mi anterior entrada, las que hablan de las quemas de brujas o de la indeseabilidad ética del nazismo:

La inalterable condición humana, el proyecto transhistórico de hacerle frente, o sea de vivir, y el código de valores que emerge de este proyecto con el nombre de ética humana básica, nos suministran por fin una pauta suprahistórica para juzgar los valores de todos los proyectos históricos. Esta pauta suprahistórica nos permite condenar [...] todos los ataques a los únicos valores suprahistóricos: la vida y la salud del hombre y las condiciones objetivas necesarias para su preservación en la tierra. Esto significa que estamos autorizados, en nombre de nuestra ética humana básica [...] a castigar todas las violaciones del carácter sagrado de la vida humana, todas las matanzas, las crueldades, los sufrimientos impuestos deliberadamente a los hombres en cualquier período de la historia humana. Estamos autorizados así a condenar los combates con animales feroces impuestos a los gladiadores romanos, las hogueras de la Inquisición, las cámaras de gas de Hitler y las ejecuciones secretas ordenadas por Stalin, pues cualesquiera que hayan sido las "concepciones" de determinado período o civilización histórica, la vida y la salud siempre fueron juzgados valores positivos, ya que los hombres siempre aspiraron a vivir libres de padecimientos. De manera que ninguna costumbre, dogma o tradición históricamente condicionados tienen derecho frente a los valores suprahistóricos de la vida y la salud (ibíd., p. 249).


Estas palabras, lo concedo, atenúan mis críticas respecto de la moral borreguil propugnada por Stern: el respeto por la vida y por la salud de los habitantes de una sociedad pueden más que los valores tradicionales que dicha sociedad desea preservar. Mas no creo que con tan pequeño suelo de objetividad podamos salir airosos en la complicada empresa que representa el juicio ético inter-social. En efecto, en lo que respecta a la caza de brujas, Stern diría: es objetivamente inmoral o inética, porque conspira contra la salud y la vida de determinados habitantes de la sociedad, a saber, las mujeres sospechosas de brujería. Pero entonces yo contestaría: ¿Y la actual pena de muerte? ¿No conspira contra la vida de los criminales, que también habitan la sociedad que los condena? “Lo concedo, dirá Alfredo: la pena de muerte también es objetivamente inética”. ¿Y las prisiones, estimado oponente? ¿No conspiran las prisiones, al menos en su estado actual, y dejando de lado las honrosas nórdicas excepciones, no conspiran contra la salud de los presidiarios? Como no imagino que Alfredo me dé la razón y pretenda considerar inético al sistema penitenciario, imagino que me contestaría de la siguiente manera: "Las prisiones conspiran contra la salud de los presidiarios, pero también coadyuvan a mantener sanos a los no presidiarios, por no exponerlos al crimen cotidiano; y como los no presidiarios son mayoría, en un sentido estadístico las prisiones actúan a favor de la salud y la vida y no en contra". Pero entonces --replicaría yo--, ¿no estamos en el mismo caso que en el de la quema de brujas? ¿No conviene quemar 200 o 300 brujas con el objetivo de salvar de las brujerías al resto del tejido social? 300 brujas menos es mejor que tres millones de embrujados. "Lo sería --repondría Alfredo-- si estas señoras o señoritas hubieran tenido la capacidad de embrujar gente, pero no la tenían". ¿Y quién dice que los presidiarios tendrían, si egresasen de la prisión, la capacidad de perjudicar la salud de los no presidiarios? "Los sociólogos que investigan el tema". Pues los que investigaban el tema de las brujas, en la época de la Inquisición, opinaban que las brujas existían y que embrujaban, y entonces tenían todo el derecho, guiándose por la ética de la preservación de la salud y de la vida, a separar de la sociedad a esas personas que consideraban nocivas para ella. Ahora sabemos, o creemos saber, que las brujas no existen, y por eso ahora, bajo nuestro punto de vista, nos parece inético quemarlas; pero la sociedad de aquella época creía que existían, y si la única pauta ética de la que podían echar mano era la de la preservación de la vida y la salud de la mayor parte de los habitantes de la sociedad, lo lógico era que las quemaran prolijamente, y eso hacían. La cuestión es la siguiente: esta ética de la conservación de la vida y la salud existió siempre, todas las sociedades se guiaron por ella, incluidas las más sanguinarias. Hitler mató a seis millones de judíos, pero con esta matanza no violó la ley ética "objetiva" que Alfredo creyó descubrir, sino que la utilizó a su favor: mató a los judíos porque creía que eran nocivos para los alemanes no judíos, que perjudicaban su vida y su salud, y los alemanes no judíos eran muchos más que los judíos. Hitler, en fin, actuó, a juzgar por la sociedad alemana de su época, a favor de la vida y la salud en un sentido estadístico. Hoy sabemos, o creemos saber, que los judíos no son tan deletéreos como Hitler lo creía, y entonces juzgamos el Holocausto como un acontecimiento nefasto. Pero lo interesante no es lo que juzgamos nosotros, espectadores lejanos, sino lo que puede juzgar el individuo que experimenta esas atrocidades dentro del seno mismo de su propia sociedad espaciotemporal. Si un alemán, en pleno nazismo, hubiera intentado ir en contra de las matanzas levantando este único postulado ético objetivo de la preservación de la vida y la salud, habría sido fácilmente refutado con los argumentos antedichos. Se necesita una carga gruesa de valores objetivos para derribar una empresa tan intrínsecamente maligna, no podríamos hacerlo con una simple y tímida idea indefinida de "conservación de la vida y la salud". ¿Acaso no estaba Stern a favor de que los rusos y los norteamericanos matasen a los nazis, siendo que estas matanzas iban en contra de su exclusivo, áureo, inmarcesible y transhistórico postulado ético? La ética es demasiado compleja como para limitarla a una simple normativa de valor universal. La norma ética de Stern, que fue también la norma ética preferida del gran Albert Schweitzer, la del respeto por la vida, tiene una profunda significación y un gran alcance, pero en ella no se agota la objetividad de las valoraciones. Tal vez pueda decirse que con ella comienza a levantarse el edificio de la axiología, que constituye una especie de cimiento de tal edificio, pero que no es el edificio mismo. Hace falta más hormigón y más cemento, más valores intrínsecos, absolutos. Si no, olvidémonos del edificio y sigamos la tendencia historicista pura: no hay nada que juzgar, nada es bueno, nada es malo, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal social con que se mira.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (tercera parte)

Si Dios no existe, todo está permitido.
Fedor Dostoievski, Los hermanos Karamazov

Volvamos al libro de Alfred Stern.
He hablado de la supuesta relatividad de los valores estéticos y de los valores culturales, pero lo más interesante de esta hipótesis --de la hipótesis de la relatividad de los valores, la hipótesis posmoderna por excelencia-- radica en las consecuencias que de ella se desprenden respecto de los valores éticos. Muchos pensadores han expresado su opinión sobre este asunto, afirmando que si no existen los valores éticos absolutos, se cae inexorablemente en el nihilismo; o por mejor decirlo: la consecuencia necesaria de la no creencia en valores éticos absolutos es el nihilismo. Es decir, podría ser que existiesen en verdad los valores éticos absolutos, pero si la mayoría de la gente creyese que no existen, necesariamente imperaría el nihilismo en el mundo. Yo suscribo este punto de vista, que por fortuna no se dio nunca en la práctica ni se da en este momento, por la sencilla razón de que la mayoría de la gente, admítalo discursivamente o no lo admita, cree en la existencia de valores éticos absolutos. El posmodernismo intenta socavar esta creencia, aunque no supone que muerta la creencia en la objetividad de la ética, la consecuencia necesaria sea el nihilismo. Pero ¿cómo valorar determinados hechos históricos, cómo aplaudirlos o abominarlos, si no existen parámetros objetivos para considerarlos buenos o malos en sentido ético? ¿Cómo aborrecer, parados dentro del relativismo ético, a un proceso, por ejemplo, como el de la caza de brujas de la Edad Media? Alfred Stern ofrece una posible solución a este dilema:

En mi opinión podemos afirmar hoy que la hoguera era una institución bárbara, aunque respondiera a las valoraciones religiosas y morales de la Edad Media, sin proclamar implícitamente la validez absoluta, transhistórica, de nuestras valoraciones presentes. Podemos juzgar otras épocas y otras civilizaciones mediante nuestros propios patrones de valores, a condición de que reconozcamos la relatividad de los patrones de nuestra época y de nuestra civilización, y el derecho de las civilizaciones futuras y extranjeras a juzgar nuestros patrones con los suyos propios (La filosofía de la historia y el problema de los valores, p. 216).

Según Stern, quemar supuestas brujas es un hecho aborrecible si y solo si la mayoría de la gente piensa que así es, como efectivamente lo piensa en tiempos presentes. Por el contrario, en la Edad Media, como la mayoría de la gente aprobaba estos espectáculos, eran estas inmolaciones deseables y bienvenidas; y quien dijera, en aquellos tiempos, que tal procedimiento era contrario a la ética, era para Stern una persona de cortos entendimientos y un desacatado social. De acuerdo a este razonamiento, si por algún motivo las gentes de hoy comenzasen a simpatizar nuevamente con estas cacerías, solicitando la quema en masa de miles y miles de mujeres sospechadas, automáticamente la quema de brujas dejaría de ser un hecho aborrecible y tendríamos forzosamente que aplaudirlo. Y así la ética, según los cultores de este tipo de posmodernismo, se convierte en un asunto de estadísticas. Como la democracia, solo que los riesgos de seguir a la manada aquí son mayores, infinitamente mayores, que los que se corren al votar a un candidato a presidente.
Otro ejemplo: Hitler, para los alemanes de su época, no era aborrecible, puesto que lo seguían en masa y lo votaban. Para nosotros sí lo era; ¿quien está en lo cierto? Según Stern,

podemos condenar la barbarie de Hitler sin recurrir a un derecho natural eterno, sencillamente en virtud del hecho de que esta barbarie está en flagrante contradicción con la conciencia moral de nuestra época y de cualquier otra época que comparta nuestros ideales humanitarios (ibíd., p. 217).

Y estamos en lo mismo que con la quema de brujas: si los grupos neonazis que en algunos países proliferan actualmente llegasen a masificarse lo suficiente, instantáneamente la barbarie de Hitler dejaría de ser barbarie. Si la mayoría de la gente creyese que Hitler fue un santo, entonces para nosotros, inexorables prisioneros de la conciencia moral de nuestra época, sería un santo. Stern condena a Hitler solo porque sus contemporáneos, al unísono, también lo condenan. Si sus contemporáneos dejasen de condenarlo, el también tendría que hacerlo. ¡Ética de borrego! Prefiero, en todo caso, el nihilismo.
Pero no quiero quedarme con la última palabra; se la cedo al profesor Alfred Stern y a su alegato en favor de la relatividad de los valores éticos:


Yo no creo [...] que para escapar al nihilismo necesitemos valores absolutos. Somos ciudadanos de nuestra civilización moderna, una civilización con ideales humanitarios. Los ideales son valores directivos. Creemos en estos valores y en estos ideales de nuestra época y de nuestra civilización, los sentimos vibrar en nuestros corazones, afirmamos su validez en nuestros juicios. ¡Esto no es nihilismo! Nihilismo es la falta de creencia en valores. Puesto que vivimos en la época presente y no en la eternidad, podemos sentirnos satisfechos con los valores válidos para nuestra época. Una validez transhistórica, eterna, no contribuiría nada a nuestra creencia en los valores que se desarrollaron con nosotros y a los que consideramos, por consiguiente, nuestros (ibíd., p. 217).

domingo, 15 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (segunda parte)

Puestos a decidir acerca de la trascendente cuestión de si los valores son absolutos o relativos, hemos optado (me refiero a mí y a mis neuronas) por la primera opción. Esto incluye, desde luego, a los valores culturales. El pensador alemán Heinrich Rickert fue el primero que postuló esta universalidad; sobre ella descansa, dice, la "objetividad" de los conceptos históricos. "Lo históricamente esencial no ha de ser importante solo para este o aquel individuo aislado: debe serlo para todos" (Ciencia cultural y ciencia natural, p. 107). Alfred Stern cita este pasaje, pero lo cita para criticarlo:

No creo que esta concepción nos proteja, como piensa Rickert, del relativismo histórico. Pues ¿quiénes son aquellos a los que se llama "todos"? Son los miembros de una comunidad cultural, encerrados en determinado espacio y en determinado tiempo. Quizá sea la comunidad cultural alemana de su época, quizá la comunidad cultural europea u occidental del siglo XX; pero no abarca, ciertamente, la del Renacimiento, ni las de la Edad Media o la Antigüedad, pues esas comunidades tenían valores culturales completamente diferentes. Tampoco incluye las comunidades culturales de los chinos, los hindúes o los árabes. [...] desde el momento en que ellos mismos son productos de la historia, los valores culturales no pueden escapar a la relatividad histórica (La filosofía de la historia y el problema de los valores, pp. 141-2).

Yo creo que Stern propone un concepto demasiado amplio de lo que significa "lo históricamente esencial". Para él, por ejemplo, la Revolución francesa es algo históricamente esencial; y como a los chinos, a los hindúes y a los árabes no les interesó en su momento, ni les interesa ahora en lo más mínimo esta revolución (lo que no quita que hayan sido influidos necesariamente por ella), entiende que este suceso histórico es relativo y está circunscrito a un pequeño sector espaciotemporal de nuestro universo. Esto es algo parecido a lo que planteaba en relación con las obras de arte, a saber, que son valiosas en determinado tiempo y lugar y que luego perecen inexorablemente. Los chinos, los hindúes y los árabes, por ejemplo, raramente leerán el Quijote, y de aquí deduce Stern que el valor estético del Quijote es relativo, lo mismo que el de cualquier otro objeto artístico. No se trata, estimado Alfredo, de que una obra de arte llegue y conmueva a la totalidad de los habitantes que vivan en este universo, y también a los que vendrán con el transcurso de los siglos, porque tal empresa es imposible. Es imposible, porque es ideal. A lo que aspira el arte, el arte auténtico, es a conmover a la mayor parte del universo espaciotemporal, no al universo completo. Así, una obra de arte es tanto más una obra de arte según cuánto más se haya expandido por el espaciotiempo en relación con sus competidoras. Y un razonamiento análogo debería emplearse para detectar el auténtico valor cultural de un determinado hecho histórico. La Revolución francesa, por ejemplo, posee valor cultural, y es un valor cultural objetivo el que posee, por más que muchas civilizaciones no lo perciban o no se interesen por él[1]. Pero es un valor cultural netamente inferior al que posee, por ejemplo, la invención del tenedor. Millones de personas viven tranquilamente en Occidente desconociendo cualesquiera de los detalles relevantes de aquella revolución, pero no pueden vivir sin utilizar un tenedor cuando almuerzan o cenan. La invención del tenedor, pues, es un hecho histórico mucho más relevante que la Revolución francesa, pese a que los dos constituyen valores culturales objetivos. Los chinos no utilizan tenedores sino dos palitos cuando comen, y es por eso que, para ellos, el valor cultural del tenedor es inferior al valor de estos palitos. La invención de los palitos chinos tiene, lo mismo que la invención del tenedor, un valor cultural objetivo; la cuestión estriba en determinar qué producto tiene mayor valor cultural, si los palitos chinos o el tenedor. Para ello, deberíamos determinar qué porcentaje de la totalidad de la población mundial utiliza cada uno de estos implementos, y una proyección estadísticamente significativa de quiénes los utilizarán en el futuro. Esto nos daría una pauta aproximada respecto del valor cultural de estos inventos, pero no impugnaría su condición de valores culturales objetivos. De este modo podremos decir, sin temor a equivocarnos, que la invención del sombrero tiene mayor valor cultural que la invención del tenedor, o la de los palitos chinos, o que el suceso "Revolución francesa", sin negar por ello el valor cultural de estos otros objetos o sucesos. Y la invención del calzado, siguiendo esta espiral ascendente, posee mayor valor cultural de la invención del sombrero. ¿Por qué? Porque casi todos los hombres que habitan la tierra lo utilizan o al menos lo conocen, cosa que no sucede tanto con el sombrero, o con los tenedores, o con los palitos chinos, o con la Revolución francesa.
¡Gradaciones, Alfredo! Lo objetivo y lo universal no es incompatible con las gradaciones.



[1] (Nota añadida el 17/9/13.) Digamos, para no enojar a los rigoristas lógicos, que no posee valor objetivo sino tendiente a la objetividad.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (primera parte)

Ya es tiempo de entrar en campaña [...] contra las orgías del sentido histórico, contra el gusto excesivo por el proceso, en detrimento del ser.
Friedrich Nietzsche, "De la utilidad de los estudios históricos"

Según nos dice Albert Camus, "el arte nos lleva [...] a los orígenes de la rebelión, en la medida en que trata de dar forma a un valor que huye en el devenir perpetuo, pero que el artista presiente y quiere arrebatar a la historia" (El hombre rebelde, p. 250). Para Camus, el valor de la obra artística es inmarcesible, no depende de los vaivenes de la historia, está fuera del tiempo, pertenece a un "presente intemporal". Alfred Stern, criticando esta postura, se pregunta:

¿Pero no es todo esto más bien un hermoso sueño que una realidad, una ilusión acariciada por muchos artistas, que considerándose a sí mismos como creadores a imagen de Dios, se niegan a admitir la naturaleza perecedera de su obra? En lo que a mí respecta, dudo que dentro de dos mil años el mundo pueda apreciar todavía la belleza de la obra de Proust [...]. Al leer hoy el Werther de Goethe ya no se comprende cómo, ciento ochenta años atrás, pudo sacudir al mundo entero tan profundamente (Alfred Stern, La filosofía de la historia y el problema de los valores, p. 37).

Si la lectura de la obra de Proust --respondo-- no despierta ya los sentimientos que otrora despertaba, y si el Werther de Goethe no es ya leído con el entusiasmo con que lo leían los jóvenes alemanes del siglo XIX, será que la gente de hoy no es tan sensible a las obras de arte... o será que esos dos libros no son en realidad grandes obras de arte. O hay ceguera axiológica, o nos vendieron gato por liebre. Continúa Stern con su alegato:

Concedo que el artista quiera rescatar de la historia un valor que huye en perpetuo devenir, pero no estoy seguro de que lo consiga. Por el contrario, la historia de las artes y de las literaturas muestra que las concepciones estéticas cambian junto con los periodos históricos, que ellas también son [...] hijas de los tiempos. Solo unas pocas de las más grandes obras de arte han podido hasta hoy eludir la acción del tiempo histórico que, lenta pero seguramente, desintegra los viejos valores para abrir paso a los nuevos. ¿Cuánto tiempo resistirán aún esas grandes obras a las fuerzas disolventes de la historia?


Resistirán hasta el fin de los tiempos (si es que el fin de los tiempos llegase), porque como diría el primer Nietzsche, el arte, junto con la religión, permanecerán siempre a resguardo de aquellas fuerzas históricas que socavan la superficie pero jamás la esencia de las cosas.

domingo, 15 de julio de 2012

Ética de los valores versus ética de los principios

Según cuenta Hannah Arendt, Adolf Eichmann se jactaba de haber actuado "por principios", siguiendo el imperativo moral kantiano, al ordenar el exterminio a través del cual pasó a la historia. Dice que tuvo que reprimir los sentimientos de compasión que sentía por las víctimas para poder cumplimentar su tarea[1]. Sus sentimientos, su percepción sentimental del valor ontológico de las personas que mataba, le aconsejaban desistir, pero sus discernimientos racionales lo incitaban a cumplir con su "deber". Un claro ejemplo --y no menor-- de los desastres que podrían cernerse sobre la tierra si todos guiásemos nuestra conducta por principios y normas y no por sentimientos[2].


[1] Cf. Arendt, H.: Eichmann en Jerusalén, p. 206-209.
[2] Por supuesto que el sentimiento, "ceguera axiológica" mediante, también puede equivocarse y aconsejarnos la crueldad, pero nunca a una escala similar a la equivocación nazi, que necesita de una logística planificada fríamente para plasmarse.




martes, 31 de agosto de 2010

Epílogo de La ética y la moral

…Puede caer en la promiscuidad y en la melancolía, como suele suceder con los románticos fallidos.
Billy el fotógrafo
, El año que vivimos en peligro



Decíamos, apoyados en Hildebrand, que el ser humano puede adoptar, en toda etapa de su vida, alguna de estas tres posiciones o actitudes fundamentales: la búsqueda de lo subjetivamente satisfactorio, el bien objetivo para la persona o el mundo de los valores. Los que buscan la satisfacción subjetiva están ciegos ante todo este universo que acabamos de describir. Después están los que buscan el bien objetivo para sí mismos. Esta gente puede percibir valores, y puede utilizar sus propios valores éticos en la tarea de responder a los valores extramorales percibidos. El problema es que son excesivamente racionales (en el sentido práctico del término), y así no es fácil penetrar en los valores más encumbrados y responder a ellos, porque para percibir los mayores valores extramorales hay que poseer las mayores virtudes, y éstas no les nacen, ni mucho menos se les pegan, a las personas egoístas.
Llegamos finalmente a quienes actúan, no digamos en todo momento, pero sí con cierta frecuencia, con la mirada espiritual clavada en el mundo de los valores. Para llegar a este milagro que muchos, comenzando por el gran Epicuro, consideraban imposible de materializar, a saber, las acciones altruistas, realizan estas privilegiadas personas una curiosa prestidigitación racional. Utilizan al máximo su razón pura, la razón que nos permite conocer el mundo y sus valores, y, a la hora de responder a esos valores conocidos, hacen caso omiso de los consejos de su razón práctica, que cuando apunta a los valores --y no siempre lo hace-- sólo es para utilizarlos como medios. Para que un valor extramoral pueda ser aprehendido en sí mismo (aunque siempre conformando un bien) y no como medio, es menester que la razón práctica se subordine a los instintos o a las intuiciones. No que desaparezca, pues eso sería deletéreo para las aspiraciones éticas de la especie, sino que se limite a la fundamental tarea del soslayamiento, del acomodamiento de las circunstancias a los efectos de posibilitar y optimizar una respuesta al valor adecuada. Quienes adoptan una posición fundamental centrada en los valores han podido librarse del fantasma del interés personal y, cuando actúan, su teleología busca el bienestar de la humanidad toda (virtudes vía instinto) o el bien de la biomasa espaciotemporal (virtudes vía intuición o memes). Son ellos los verdaderos responsables de que la bondad, la verdad, la belleza, la cultura y la vitalidad del mundo no queden sepultadas bajo el rancio egoísmo generalizado que se dirige al placer y sólo al placer y no siempre de forma inteligente.
Cuando por algún cambio de circunstancias, o por un golpe del destino, quien solía percibir esos valores por sí mismos deja de hacerlo, su posición fundamental tiende a caer en picada y sin escalas de ningún tipo aterriza en el ámbito de los placeres subjetivos, con los placeres carnales, con los placeres concupiscibles a la cabeza. Y es que aquí los placeres --como Scheler ya lo hizo notar-- se dejan modelar fácilmente por la voluntad, por el propio deseo. Son placeres fáciles de alcanzar por cualquiera que se lo proponga.
Casi todos hemos pasado por esta etapa. Yo hace cinco años que la vivo, y lucho (con fláccido encarnizamiento) contra todos mis estúpidos vicios para que abandonen el sitio de una vez, para que dejen de hostigarme. Pero aún sigo sitiado. Esa es la mala noticia. La buena es que pese al tiempo transcurrido, aún no han podido traspasar mis murallas. No arde Troya todavía.
Pero esta es otra historia, que tal vez a los lectores que valoran o se divierten con mis especulaciones filosóficas no les interese.
Sin embargo la contaré. Pero a partir de mañana.

FIN DEL EXTRACTO


Textos citados en los diferentes capítulos:

Epígrafes introductorios
MONTAIGNE, Michel de: Ensayos (1580 a 1588); Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.
NORDAU, Anna y Maxa: Max Nordau; Bs. As., Israel, 1943.
NOVALIS: Estudios sobre Fichte y otros escritos (1797); Madrid, Akal, 2007.



Capítulo 1
AGUSTÍN, San: El sermón de la montaña; Bs. As., Emecé, 1945.
AMIEL, Henri: Diario íntimo (1848 a 1881); Bs. As., Ediciones Modernas Luz, 1933.
AYARRAGARAY, Carlos.: La justicia en la Biblia y en el Talmud; Bs. As., Valerio Abeledo, 1948.
BLACKMORE, Susan: La máquina de los memes (1999); Barcelona, Paidós, 2000.
BORGES, Jorge Luis: Discusión (1932); Madrid, Alianza, 1997.
CAMBA, julio: La casa de Lúculo o el arte de comer (1929); Bs. As., Espasa-Calpe, 1949.
DAWKINS, Richard: El gen egoísta (1976); Barcelona, Salvat, 1985.
DIDEROT, Denis.: Ensayo sobre la vida de Séneca (1779); Bs. As., Losada, 2004.
GARCÍA BLANCO, Manuel: En torno a Unamuno; Madrid, Taurus, 1965.
HOBBES, Thomas: Leviatán (1651); México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1940.
LAFARGUE, Paul: El derecho a la pereza (1883); Bs. As., Longseller, 2003.
LAPLACE, Pierre: Ensayo filosófico sobre las probabilidades (1812); Bs. As., Espasa-Calpe, 1947.
MARÍN, Juan: Lao-Tszé; Bs. As., Espasa-Calpe, 1952.
PAPINI, Giovanni: Gog (1931); Barcelona, Plaza & Janés, 1962.
PLATÓN: Critón; Bs. As., Aguilar, 1982 (6ª edición).
POPPER, Karl: Conocimiento objetivo (1972); Madrid, Tecnos, 1982.
PORCHÈ, François: Tolstoi (1935); Bs. As., Losada, 1958.
PROSE, Francine: Gula (2003); Barcelona, Paidós, 2005.
SÁNCHEZ DE BUSTAMANTE, Teodoro: El infinito; Bs. As., Imprenta de la Universidad de Buenos Aires, 1941.
SÁNCHEZ DRAGÓ, Fernando: Carta de Jesús al Papa; Bs. As., Planeta, 2001.
SCHELER, Max: Muerte y supervivencia (1916); Bs. As., Goncourt, 1979.
SCHOPENHAUER, Arthur: Metafísica del amor sexual (1844); Bs. As., Goncourt, 1975.
--El mundo como voluntad y representación (2 tomos, 1859); Bs. As., El Ateneo, 1950.
SCHWEITZER, Albert: El camino hacia ti mismo (selección de Max Tau y Lotte Herold); Bs. As., Sur, 1958.
SÉNECA: Tratado morales (tomo 2); México D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1944-46.
SKUTCH, Alexander: Fundamentos morales (1993); San José de Costa Rica, Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2000.
TOLSTOI, León: Placeres crueles; Barcelona, Maucci, s/f.
UNAMUNO, Miguel de: Del sentimiento trágico de la vida (1912); Bs. As., Losada, 1964.
WADDINGTON, Conrad: El animal ético (1960); Bs. As., Eudeba, 1963.



Capitulo 2
ARISTÓTELES: La política; Barcelona, Iberia, 1986 (6ª).
AYARRAGARAY, Carlos.: La justicia en la Biblia y en el Talmud; Bs. As., Valerio Abeledo, 1948.
BIOY CASARES, Adolfo: Borges (1931 a 1989); Barcelona, Destino, 2006.
CICERÓN: Disputas tusculanas (2 tomos); México D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1979.
GARCÍA BLANCO, Manuel: En torno a Unamuno; Madrid, Taurus, 1965.
KANT, Immanuel: Sobre la paz perpetua (1795); Madrid, Tecnos, 1998 (6ª).
MCDOWELL, Josh: Más que un carpintero; Miami, Unilit, 1997.
NOVALIS: Estudios sobre Fichte y otros escritos (1797); Madrid, Akal, 2007.
PAPP, Desiderio: Filosofía de las leyes naturales; Bs. As., Espasa-Calpe, 1945.
PLATÓN: La República; Barcelona, Edicomunicación, 1994.
STRAUSS, David Friedrich: Nueva vida de Jesús (1835); Bs. As., Biblioteca Nueva, 1943.
UREÑA, Enrique.: Krause, educador de la humanidad; Madrid, Unión Editorial, 1991.
ORTEGA Y GASSET, José: La rebelión de las masas (1930); Madrid, Espasa-Calpe, 1986 (25ª).
POPPER, Karl: La sociedad abierta y sus enemigos (1943); Barcelona, Paidós, 1992.
LUC, Jean-Noel: Diderot; México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1940.



Capitulo 3
BORGES, Jorge Luis: Discusión (1932); Madrid, Alianza, 1997.
CAMPOAMOR, Ramón de: Obras completas; Madrid, San Rafael, 1901 (tomo I).
POPPER, Karl: La sociedad abierta y sus enemigos (1943); Barcelona, Paidós, 1992.
SCHOPENHAUER, Arthur: El arte de insultar (edición de Javier Fernández y José Mardomingo); Madrid, Edaf, 2000.
UNAMUNO, Miguel de: Soledad (1905 a 1906); Bs. As., Espasa-Calpe, 1946.



Capítulo 4
DOSTOIEVSKI, Fedor: Crimen y castigo (1866); Bs. As., Gradifco, 2005.
POPPER, Karl: La sociedad abierta y sus enemigos (1943); Barcelona, Paidós, 1992.
SINGER, Peter.: Ética práctica (1993); Cambridge, Cambridge University Press, 1995.



Capítulo 5
BALLESTEROS Y BERETTA, Antonio: Cristóbal Colón y el descubrimiento de América, (tomo 2); Barcelona, Salvat, 1945.
COLÓN, Cristóbal: Diario de Colón (edición a cargo de Carlos Sanz); Madrid, Biblioteca Americana Vetustissima, 1962.
COLÓN, Hernando: Historia del almirante don Cristóbal Colón (dos tomos, aprox. 1535); Madrid, Victoriano Suárez, 1932.
GUILLÉN TATO, Julio: La parla marinera en el Diario del primer viaje de Cristóbal Colón; Madrid, Instituto Histórico de Marina, 1951.
FUNES, Jorge: En días del año 1492; (1990); Bs. As., Saturnino Funes, 1991.
MARTÍNEZ-HIDALGO, José María: Las naves del descubrimiento y sus hombres; Madrid, Mapfre, 1992.
MENÉNDEZ PIDAL, Ramón: La lengua de Cristóbal Colón, el espíritu de Santa Teresa y otros estudios sobre el siglo XVI; Bs. As., Espasa-Calpe, 1944 (2ª).
MURO OREJÓN, Antonio: Pleitos colombinos (tomo VIII); Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1964.
RUMEU DE ARMAS, Antonio: Hernando Colón, historiador del descubrimiento de América; Madrid, Instituto de Cultura Hispánica, 1973.
SALES FERRÉ, Manuel: El descubrimiento de América según las últimas investigaciones; Sevilla, Tipografía de Díaz y Carballo, 1893.



Capitulo 6
BARRETT, Rafael: Obras completas (1900 a 1910); Bs. As., Americalee, 1943.
DIDEROT, Denis.: Ensayo sobre la vida de Séneca (1779); Bs. As., Losada, 2004.
LA METTRIE, Julien Offroy de: Anti-Séneca (1748); Bs. As., El cuenco de plata, 2005.
PLATÓN: La República; Barcelona, Edicomunicación, 1994.
SÉNECA: Sobre la felicidad; Madrid, Alianza, 1980.


Capítulo 7
BARRETT, Rafael: Obras completas (1900 a 1910); Bs. As., Americalee, 1943.
DESCARTES, René: Principios de filosofía (1647); Bs. As., Losada, 1951.
HÖFFDING, Harald: Historia de la filosofía moderna (tomo I, 1905); Madrid, Daniel Jorro, 1907.
--La moral (tomo I, 1900); Barcelona, Imprenta de Henrich, 1907.
LEIBNIZ, Gottfried: Teodicea (1710); Bs. As., Claridad, 1946.
--Correspondencia con Arnauld (1686); Bs. As., Losada, 2004.
ROUSSEAU, Jean-Jacques: Escritos polémicos ; Madrid, Tecnos, 1994.
RUSSELL, Bertrand: Historia de la filosofía occidental (tomo II, 1945); Bs. As., Espasa-Calpe, 1947.
SEIFERT, Josef: Superación del escándalo de la razón pura (2001); Madrid, Cristiandad, 2007.
SÉNECA: Epístolas morales a Lucilio (tomo II); Madrid, Gredos, 1989.



Capítulo 8
CHESTERTON, Gilbert: El mundo al revés (1910); Bs. As., La Espiga de Oro, 1945.
FERRARA, Alessandro: La fuerza del ejemplo (2008); Barcelona, Gedisa, 2008.
HOBBES, Thomas: El ciudadano (1642); Madrid, Debate, 1993.
HÖFFDING, Harald: La moral (tomo I, 1900); Barcelona, Imprenta de Henrich, 1907.
--: Historia de la filosofía moderna (tomo II, 1905); Madrid, Daniel Jorro, 1907.
KLINEBERG, Otto: Psicología social (1954); México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1963.
LINTON, Ralp: Estudios sobre el hombre (1936); México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1956 (3ª).
LOCKE, John: Ensayo sobre el entendimiento humano (1690); México, Fondo de Cultura Económica, 1956.
ROUSSEAU, Jean-Jacques: Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1753); Bs. As., Aguilar, 1956.
--Julia o la nueva Eloísa (1760); París, Garnier, s/f.
-- Escritos polémicos; Madrid, Tecnos, 1994.
UNAMUNO, Miguel de: Soledad (1905 a 1906); Bs. As., Espasa-Calpe, 1946.



Capítulo 9
AGUSTÍN, San: Confesiones (¿400?); Bs. As., Longseller, 2000.
AYARRAGARAY, Carlos.: La justicia en la Biblia y en el Talmud; Bs. As., Valerio Abeledo, 1948.
BLAKE, William: El demonio es parco (aforismos seleccionados por Heriberto Yepes); México D. F., Verdehalago, 2006.
BIOY CASARES, Adolfo: Borges (1931 a 1989); Barcelona, Destino, 2006.
HARTMANN, Nicolai: Introducción a la filosofía (1949); México, Universidad de México, 1961.
HILDEBRAND, Dietrich von: Ética (1953); Madrid, Encuentro, 1983.
SINGER, Peter: Ética práctica (1993); Cambridge, Cambridge University Press, 1995.
UNAMUNO, Miguel de: Soledad (1905 a 1906); Bs. As., Espasa-Calpe, 1946.



Capítulo 10
ARISTÓTELES: La política; Barcelona, Iberia, 1986 (6ª).
MONTAIGNE, Michel de: Ensayos (1580 a 1588); Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.
ORTEGA Y GASSET, José: La rebelión de las masas (1930); Madrid, Espasa-Calpe, 1986 (25ª).
REYES, Alfonso: Cuestiones gongorinas; Madrid, Espasa-Calpe, 1927.
SPINOZA, Baruch: La reforma del entendimiento (1661); Bs. As., Aguilar, 1971 (5ª).
STEWART, Mattheu: El hereje y el cortesano (2006); s/l, Biblioteca Buridán, 2007.
THOREAU, Henry David: Walden, o la vida en los bosques (1852); México D. F., UNAM., 1996.

Capítulo 11
DESCARTES, René: Principios de filosofía (1647); Bs. As., Losada, 1951.
GÓMEZ, José: El teísmo moral en Kant; Madrid, Cristiandad, 1983.
KANT, Immanuel: Metafísica de las costumbres (1797); Bs. As., CSIC, 1993.
--Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785); Madrid, Espasa-Calpe, 1981 (7ª).
--Crítica de la razón pura (1781); Bs. As., Alfaguara, 1998.
--Crítica de la razón práctica (1788); Madrid, Espasa-Calpe, 1984 (3ª).
--Lecciones de ética (1775 a 1785); Barcelona, Crítica, 2002.
--La religión dentro de los límites de la mera razón (1793); Madrid, Alianza, 1969.
LAQUEUR, Thomas: Sexo solitario (2003); Bs. As., Fondo de Cultura Económica, 2007.
LORENZ, Konrad: Consideraciones sobre las conductas animal y humana (1941 a 1963); Barcelona, Planeta, 1985.
MERTON, Thomas: Nuevas semillas de contemplación; Santander, Sal Terrae, 1993.
ORTEGA Y GASSET, José: El espectador (1916); Madrid, Espasa-Calpe, 1928 (3ª) (tomo I).
RUSSELL, Bertrand: El conocimiento humano (1948); Madrid, Revista de Occidente, 1950.
THOREAU, Henry David: Walden, o la vida en los bosques (1852); México D. F., UNAM., 1996.



Capítulo 12
ARISTÓTELES: Ética nicomaquea; México D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1954.
HILDEBRAND, Dietrich von: Moralidad y conocimiento ético de los valores (1919); Madrid, Cristiandad, 2006.
REINACH, Adolf: Anotaciones sobre filosofía de la religión (1916/7); Madrid, Encuentro, 2007.



Capitulo 13
AGUSTÍN, San: La ciudad de Dios (dos tomos); Bs. As., Club de Lectores, 1989.
ALBERINI, Coriolano: Escritos de ética (1908 a 1925); Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1973.
ARISTÓTELES: Ética nicomaquea; México D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1954.
ASTRADA, Carlos: La ética formal y los valores; La Plata, Universidad de la Plata, 1938.
BARRETT, Cyril: Ética y creencia religiosa en Wittgenstein (1991); Madrid, alianza, 1994.
BESTEIRO, Julián: Los juicios sintéticos «a priori» desde el punto de vista lógico; Madrid, La Lectura, 1927.
BIOY CASARES, Adolfo: Borges (1931 a 1989); Barcelona, Destino, 2006.
BLAKE, William: Poemas y profecías; Córdoba, Assandri, 1957.
BRENTANO, Franz: Psicología (1874); Madrid, Revista de Occidente, 1926.
--El origen del conocimiento moral (1889); Madrid, Revista de Occidente, 1927.
BUNGE, Mario: Ética y ciencia (1962); Bs. As., Siglo Veinte, 1985 (3ª).
--Intuición y razón (1962); Bs. As., Sudamericana, 1996.
DUJOVNE, León: Teoría de los valores y filosofía de la historia; Bs. As., Paidós, 1959.
FERRATER MORA, José: Diccionario de filosofía (dos tomos); Madrid, Alianza, 1983.
GOLDAR, Juan Carlos: Anatomía de la mente; Bs. As., Salerno, 1993.
GUERRERO, Luis: Determinación de los valores morales (1928); Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1983.
HARTMAN, Robert: La estructura del valor (1958); México, Fondo de Cultura Económica, 1959.
HARTMANN, Nicolai: Ethics (1926); Londres, George Allen, 1950.
HEMPEL, C: Confirmación, inducción y creencia racional (1960); Bs. As., Paidós, 1975.
HILDEBRAND, Dietrich von: Ética (1953); Madrid, Encuentro, 1983.
--Moralidad y conocimiento ético de los valores (1919); Madrid, Cristiandad, 2006.
--¿Qué es filosofía? (1960); Madrid, Encuentro, 2000.
HUME, David: Investigaciones sobre los principios de la moral (1751); Bs. As., Losada, 1945.
KANT, Immanuel: Crítica del juicio (1790); Madrid, Espasa-Calpe, 1999 (8ª).
--Crítica de la razón pura (1781); Bs. As., Alfaguara, 1998.
LOCKE, John: Ensayo sobre el entendimiento humano (1690); México, Fondo de Cultura Económica, 1956.
LORENZ, Konrad: Consideraciones sobre las conductas animal y humana (1941 a 1963); Barcelona, Planeta, 1985.
LLAMBÍAS DE AZEVEDO, Juan: Max Scheler (1965); Bs. As., Nova, 1966.
MOORE, George: Defensa del sentido común y otros ensayos (1958); Madrid, Orbis, 1983.
NIETZSCHE, Friedrich: El anticristo (1888); Bs. As., Marymar, 1976.
--Consideraciones intempestivas (1874); Madrid, Aguilar, 1949 (2ª) (tomo II de sus Obras completas).
ORESTANO, Francesco: Los valores humanos (1907); Bs. As., Argos, 1947.
ORTEGA Y GASSET, José: "¿Qué son los valores?" (1923); Madrid, Revista de Occidente, 1983 (tomo VI de sus Obras completas).
--"Amor en Stendhal" (1926); Madrid, Revista de Occidente, 1983 (tomo V de sus Obras completas).
PINTOR RAMOS, Antonio: El humanismo de Max Scheler; Madrid, Editorial Católica, 1978.
QUINE, Willard van Ormand: Desde un punto de vista lógico (1953); Barcelona, Paidós, 2002.
RACHELS, James: Introducción a la filosofía moral (2003); México, Fondo de Cultura Económica, 2007.
RAMÓN Y CAJAL, Santiago: Charlas de café (1932); Madrid, Espasa-Calpe, 1966 (9ª).
REINER, Hans: Vieja y nueva ética (1960); Madrid, Revista de Occidente, 1964.
RIBOT, Théodule: Ensayo sobre las pasiones (1907); Madrid, Daniel Jorro, s/f.
--La psicología de los sentimientos (1896); Madrid, Librería de Fernando Fe, 1900.
--La lógica de los sentimientos (1905); Madrid, Daniel Jorro, 1905.
RUSSELL, Bertrand: Religión y ciencia (1935); México, Fondo de Cultura Económica, 1951.
SCHELER, Max: Ética (1913); Bs. As., Revista de Occidente, 1948 (2ª) (dos tomos).
--El santo, el genio, el héroe (1921); Bs. As., Nova, 1961.
SCHOPENHAUER, Arthur: El mundo como voluntad y representación (2 tomos, 1859); Bs. As., El Ateneo, 1950.
UNAMUNO, Miguel de: Inquietudes y meditaciones (1898 a 1936); Madrid, Afrodisio Aguado, 1957.
--Viejos y jóvenes (1902 a 1904); Madrid, Espasa-Calpe, 1968 (5ª).
--Del sentimiento trágico de la vida (1912); Bs. As., Losada, 1964.
VOLTAIRE: Diccionario filosófico (seis tomos, 1764); Valencia, F. Sempere, s/f.



Capítulo 14
DESCARTES, René: Discurso del método (1637); Bs. As., Aguilar, 1980 (11ª).
EDMONDS, David y EIDINOW, John: El perro de Rousseau (2006); Barcelona, Península, 2007.
HUME, David: Investigación sobre los principios de la moral (1751); Bs. As., Losada, 1945.
MONTAIGNE, Michel de: Ensayos (1580 a 1588); Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.




lunes, 30 de agosto de 2010

Hume

Ensayos correspondientes al capítulo 14 (y último) de La ética y la moral:


Capítulo 14
Hume

Tenía Hume una cara ancha y gorda y una boca grande y carente de cualquier expresión que no fuese la de la imbecilidad. Sus ojos eran apagados y mortecinos, y la corpulencia de toda su persona se ajustaba mucho más a la idea de un concejal comedor de pichones que a la de un filósofo refinado.
James Caulfeild (el futuro lord Charlemont), citado por David Edmonds en El perro de Rousseau


Martes 23 de septiembre del 2008/11,22 a.m.
Sería conveniente que definiese algunas de las virtudes y algunos de los vicios que figuran en mis listas y que difieren en ciertos aspectos de la opinión generalizada que despierta cada una de esas palabras.
La virtud de la austeridad esta tomada en un sentido puramente materialístico. Sería entonces la severidad y rigidez en el manejo del dinero, la morigeración extrema de los gastos. De ahí que su antítesis recaiga en el consumismo, que viene a ser el despilfarro del propio dinero en la compra de productos y servicios prescindibles e incluso dañinos. No debe nunca emparentarse este tipo de austeridad con la avaricia. El avaro no gasta porque siente una enfermiza pasión por su dinero, mientras que el austero no gasta porque no necesita gastar, porque disfruta no-gastando (en contraposición del avaro, que disfruta acumulando) y porque su economía se resentiría si gastase más de lo mínimamente indispensable. Tampoco debe relacionarse lo contrario de la austeridad, el consumismo, con la liberalidad, puesto que lo propio de la gente consumista es derrochar, es decir, malgastar su dinero en la compra de todo tipo de bienes y servicios irrelevantes dirigidos hacia sí mismo, mientras que los liberales obsequian sus dineros o sus bienes a otras personas. Desde el momento en que un consumista adquiere un objeto no para su propio deleite sino para regalárselo otro, deja de ser, en ese momento, un consumista para entrar en la categoría de liberal. Es muy común que un consumista practique cada tanto la liberalidad, pero es raro que un liberal sistemático se vuelque al consumismo, el mayor de los vicios menores (junto con la cobardía) y que por ello debe repugnar indefectiblemente a todo espíritu decididamente virtuoso.
Entiendo por comunicabilidad la facilidad en la expresión de las ideas y los sentimientos, tanto sea de palabra, por escrito, mediante gestos, ademanes o lo que fuere. La incomunicabilidad es la dificultad para esta tarea, y no debe confundirse con la cualidad de la impenetrabilidad, que no figura en mis listas pero que defino como la capacidad de ocultar las propias emociones. Es posible que el individuo sea muy comunicativo al emplear un determinado medio y muy poco comunicativo al modificarse la pauta expresiva. Tolstoi decía que los buenos escritores no saben hablar, que no manejan muy bien el lenguaje por vía oral, y Montaigne, cuya comunicabilidad fue magistral con la pluma, se consideraba "mal orador para el común, porque en todo acostumbro a decir lo más extremo y final que sé" (Ensayos, ll, 17).
El término dócil está empleado aquí, exclusivamente, para designar a las personas o animales que reciben fácilmente las enseñanzas impartidas, y el terco viene a ser el individuo completamente refractario a ellas. La virtud de la docilidad no es incompatible con la virtud de la firmeza: se puede ser permeable a la opinión ajena y a la vez mantener la propia con ímpetu y con una cuota imprescindible de dogmatismo. El propio Descartes, el creador de la duda metódica, aconseja no dudar una vez que nos hemos encaminado en una dirección por más que no sepamos a ciencia cierta hacia dónde vamos. Perdidos por perdidos en medio de un bosque, es conveniente tomar cualquier camino y seguirlo derechamente que no deambular sin plan o permanecer parado. Probablemente no llegaremos adonde queríamos llegar, pero al menos llegaremos a algún lado (Discurso del método, parte lll). Eso es firmeza.
Cuando yo hablo de misericordia pienso exclusivamente en la capacidad que presentan ciertos individuos de refrenar una determinación volitiva previa que les ordenaba producir un daño equis a otro individuo ya sometido y como en espera del castigo. La misericordia puede confundirse con la compasión, pero ésta no es una virtud sino una emoción, y ya hemos dicho que las emociones no puede ser virtudes; sólo pueden aspirar, como mucho, a la categoría de respuestas afectivas al valor. La compasión es una respuesta afectiva adecuada --puesto que pertenece al grupo de las emociones amorosas--, mientras que la misericordia es una facultad intelectual que suele venir acompañada del sentimiento compasivo. Su antítesis es la insensibilidad, llamada así en honor a la brevedad pero que puede mejor responder a la frase "dureza de corazón". Así, la insensibilidad es para mí la cualidad que nos impide condolernos del mal ajeno que estamos a punto de causar. Esta especificación es importante para no extender el concepto y hacerlo superponer con otros vicios, con el sadismo sobre todo, y lo mismo le cabe a la misericordia, que si se interpreta de un modo más general ya deja de ser misericordia para entrar derechamente al ámbito de la bondad inteligentemente activa.
El sentido del humor tiene dos facetas. Indica, por un lado, la capacidad de apreciar el costado cómico de casi todo suceso, y por otro se refiere a la comicidad, a la capacidad de hacer reír a los demás. Estas dos facetas aparecen por lo general en forma simultánea, pero puede darse el caso de un gran cómico que viva presa de la melancolía --lo que les sucede, según la creencia popular, a muchos payasos-- o de un gran reidor que sea incapaz de hacer reír a nadie. Su antítesis, el amargor, les cabe a los individuos que presentan una notable ceguera para el hecho cómico (o lo perciben con levedad, sin la fuerza necesaria como para disparar la risa) y a la vez están impedidos de provocarlo. Es el vicio intelectual por excelencia.
La belicosidad es el impulso a la lucha y agresión física y al conflicto, y la mansedumbre nos mantiene siempre al margen de tales contiendas. Pero no es cobardía, porque el cobarde huye del combate dominado por el pánico, mientras que los mansos huyen por principios y sin temor alguno. Si el manso evita una pelea no por principios, sino para no salir dañado, ya sale de la categoría de manso y entra en la de cobarde. El cristiano ideal, según Jesús, es una persona mansa; según Nietzsche, es un cobarde. Y es que el temperamento del manso suele ser tan parecido al del cobarde que no es raro ver pasar a un hombre de la mansedumbre a la cobardía en un abrir y cerrar de ojos y a cada rato. Sólo un santo, un héroe o un sabio puede llegar a ser manso y valiente a la vez. Contentémonos nosotros con ser mansos y no-cobardes, o bien con ser valientes y no-belicosos.
El belicoso, en tanto que tal, no es irascible[1]. La irascibilidad puede llevar a la belicosidad, pero también al medroso resentimiento. No hace falta que defina la irascibilidad pero sí a su antítesis. El contentamiento es una facultad mental muy parecida al sentido del humor. Éste nos hace ver el costado cómico de las cosas; el contentamiento nos muestra su lado alegre, jovial, festivo. El irascible tiende a enojarse por naderías; el contento, por esas mismas naderías, se alegra. Las empresas que uno acomete cuando está enojado surten efectos por lo general nocivos para el prójimo, y lo mismo pero a la inversa cuando se actúa con alegría. Es por eso (y sólo por eso) que la irascibilidad es un vicio y el contentamiento una virtud.
Lo propio cabe decir en relación a la autoestima y el autodesprecio: poseídos de aquélla laboramos mejor para el mundo que sumidos en este. La autoestima difiere de la soberbia en que aquí los valores supuestos como propios no existen objetivamente y allí sí, y el soberbio vive comparándose con los demás, cosa de la que no se cuida el autoestimador, que no es un fariseo (ver la nota al pie de las anotaciones del 14/9/8)[2].
Los demás vocablos de mi lista no difieren, o difieren poco, de la idea general que representan; me ahorraré, por ahora, el trabajo de definirlos.

Algún católico me reprochará el no incluir en mi listado a las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. A esto respondo con lo siguiente. La fe forma parte --la parte más importante-- de la virtud que di en llamar religiosidad. Decir "hombre de poca fe" es para mí casi lo mismo que decir "hombre irreligioso". Sin embargo, todos hemos visto los desastres y terrores que la fe puede causar, de modo que la religiosidad se me presenta como una virtud bien relativa. Pero es una virtud; no caigamos en el error de suponer que sin religiosidad el mundo sería más pacífico y llevadero. Los Bin Laden siempre serán los Bin Laden, y si no matan por Alá matarán por el aumento en el precio del zapallo, por la escasez de mujeres delgadas o por la demostración del teorema de Fermat.
Respecto de la esperanza, su carácter sentimental me impide considerarla una virtud. Y así como la compasión es un sentimiento que tiende a ligarse con las virtudes de la misericordia y la bondad inteligente, la esperanza es el sentimiento propio del individuo paciente y optimista. Y la caridad, desde luego, es el sentimiento propio del individuo bondadoso.

A los pecados capitales los tengo casi cubiertos. La soberbia, como vicio rey, está en la cima de cualquier ranking. La pereza, la lujuria, la codicia (como avaricia) y la ira (como irascibilidad), figuran todas en mi listado de vicios menores. También la gula, sólo que incluida en un término más abarcativo: la incontinencia. Queda solamente la envidia. Pero ésta es un sentimiento: no puede ser un vicio, es uno de los tantos sentimientos enfermizos característicos de ciertos vicios, recalando especialmente sobre los individuos irascibles y sobre los sádicos.

Quedan por considerar las virtudes cardinales en sentido teológico: prudencia, templanza, fortaleza y justicia.
La prudencia es la virtud que posibilita el recto juicio. Puede asimilarse a lo que yo entiendo por ecuanimidad.
La templanza es la virtud que armoniza y refrena nuestros deseos, en especial los concupiscibles. Puede asociarse a lo que yo entiendo por continencia.
La fortaleza consistiría en adherirse firmemente a lo recto, y en el poder resistir el mal y también atacarlo cuando nos arrincona. Es una valentía depurada, en aleación con una dosis de bondad y otro tanto de inteligencia trascendente.
Este recuento termina con la justicia. Y con un breve relato imaginado por David Hume:

Supongamos que, por destino, un hombre virtuoso cayese en una sociedad de forajidos, alejado de la protección de las leyes y del gobierno. ¿Qué conducta debería seguir en esta triste situación? El virtuoso ve que prevalece una rapacidad desesperada, que se desatiende la equidad, que se desprecia el orden y que hay una ceguera tan estúpida en lo que se refiere a las futuras consecuencias, que inmediatamente debe tomar la resolución más trágica y concluir destruyendo el mayor número y disolviendo toda la sociedad restante. Mientras tanto, él no tiene otro recurso que armarse y [...] consultar a los dictados de su autoconservación, sin atender a aquellos que ya no merecen su cuidado y atención (Investigación sobre los principios de la moral, sección tercera).

El relato describe a la perfección lo que haría en ese caso un individuo justiciero. Ajusticiaría. Por ir a favor de su impulso de justicia se pondría en contra de la bondad, de la humildad, de la mansedumbre, de la paciencia, de la serenidad, del optimismo, de la misericordia, de la religiosidad, de la cortesía, de la tolerancia, de la ternura y del contentamiento. Pero una virtud que contradice a otras doce bien reconocidas, ¿es una virtud? Pareciera que no. Pareciera que una virtud que choca frontalmente con otra virtud esconde algo podrido, no digamos ya si choca contra un ejército de virtudes. Entonces, una de dos: o la justicia es una caricatura grotesca de la virtud, o las otras doce cualidades han sido mal escogidas.
Regresemos a la escena que nos propone Hume, pero troquemos a su hombre "virtuoso" por un cristiano primitivo, o por el mismísimo Jesús. Inmediatamente, el relato cobra un final feliz. ¿Que cuál es ese final? No lo sé. Sólo sé que es un final feliz.
o o o


Miércoles 24 de septiembre del 2008/ 9,07 a.m.

Podemos observar justamente [...] que después de haber sido establecidas las leyes de justicia debido a consideraciones de utilidad general, el daño, la opresión y el mal que recibe cualquier individuo, debido a una violación de ellas, son tenidos en cuenta y constituyen una gran fuente de la censura universal que acompaña a todo mal o injusticia. Debido a las leyes de la sociedad, este traje y este caballo son míos y deben continuar perpetuamente en mi posesión: cuento con el goce seguro de ello; si se me priva de ellos, mis esperanzas son defraudadas, me desagrada doblemente y se ofende a todos los espectadores del hecho. Se trata de un mal público, en tanto que son violadas las reglas de la equidad; es un mal privado, en tanto se daña a un individuo. [...] El respeto por el bien general está muy apoyado por el respeto que se guarda al bien particular.
David Hume, op. cit., tercer apéndice

Vamos a dejar algo en claro. Yo no estoy a favor del robo. El ladrón es un ser belicoso, avariento (o consumista), deshonesto, pérfido, irreligioso, descortés, intolerante y desobediente. El ladrón es un hombre vicioso como pocos; y si no puedo afirmar que robar es malo porque ya he dicho que los juicios de valor que incluyen resortes motores (es decir, que implican acciones), si se jactan de ser universales, son siempre falsos, puedo sí expresar la idea de que robar es generalmente malo. Es probable que haya sido un error el no incluir la rapiña dentro de la lista de los 40 principales vicios menores y el respeto por la propiedad ajena dentro de las virtudes. Sí, señor Hume, no se extrañe usted: yo creo en la existencia de la propiedad y creo que es un deber respetarla. Su caballo es su caballo, y yo no se lo voy a quitar por más que usted lo haya robado a otro, o adquirido viciosamente. Lo que aquí hay que diferenciar es el derecho de propiedad y la posesión. La posesión existe (de hecho) y el hombre virtuoso la respeta, pero la respeta no porque venga respaldada por un supuesto derecho de propiedad, sino porque al violarla incurriría en algunos de esos vicios que ya he nombrado o en todos ellos. Que una persona tenga derecho a poseer 200 millones de dólares, 15 mansiones y una flota de automóviles al tiempo que los niños africanos mueren como moscas por carecer de comida, es algo contrario a toda ética civilizada, no entra en una sana cabeza. Dirá Hume que toda ley y todo derecho puede sobrepasar ciertos límites y tornarse perjudicial en ciertos casos, y que hasta las leyes divinas, por las cuales Dios gobierna el mundo, siendo las mejores leyes posibles, prescriben el dolor y la tragedia en no pocas ocasiones (cf. ídem, tercer apéndice), o sea que justifica estos desbandes propietarios como excepciones al bien general que acarrea este derecho en sentido estadístico. Pero estos desbandes, ¿son excepcionales? El 70% de la riqueza material susceptible de ser apropiada legalmente (dinero, muebles e inmuebles, tierras) está en manos del 5% de la población total del globo. El abuso al supuesto derecho de propiedad, lejos de ser una excepción, es la regla. Acierta Hume al afirmar que la manera más indicada para evaluar la moralidad o inmoralidad de un suceso es analizar las consecuencias útiles o agradables, o inútiles o desagradables, que dicho suceso tiende a producir, estadísticamente hablando, en el tejido social que lo enmarca. Pues bien: si ese 70% de la riqueza acumulada gracias al amparo del derecho de propiedad se dispersase por la tierra y recayese, como divino maná, sobre las cabezas de aquellos niños hambrientos y sobre toda cabeza plagada de necesidades extremas, ¿no se produciría un superávit escandaloso de consecuencias útiles o agradables para el grueso de la gente?[3]
Yo creo en la posesión, porque de hecho poseo cosas y las considero mías. Sin embargo, no me considero con derecho a poseerlas. Este derecho es un artificio, lo cual no sería de temer, pues la vida humana se ha ennoblecido desde que los artificios existen; el problema es que dicho artificio es contraproducente y hasta letal para el desarrollo de una civilización avanzada --no así para el desarrollo de una civilización como la nuestra.
¿Se ve claro el punto adonde quiero llegar? No me interesa si el derecho de propiedad ha resultado perjudicial o beneficioso a las anteriores civilizaciones, pero la tendencia señala que cuanto mayor es el cúmulo de riquezas materiales, mayor es el perjuicio (¡la injusticia!) comunal, de modo que la civilización futura, si ha de ser próspera en producción y en alegrías, tendrá que abandonar este derecho, o si quiere conservarlo y conservar también las ganas de vivir, tendrá entonces que abandonar la producción enfermizamente sistemática y retrotraerse a la época de las artesanías.
Desdeñar el derecho de propiedad no implica negar la posesión, sólo implica negar el concepto de injusticia que suele venir anexado a la usurpación. Lo mío seguirá siendo mío, pero no será injusto que me lo usurpen. No tendré derecho a protestar, ni a litigar, frente al robo. No podemos prohibirnos sentir la injusticia; los sentimientos no pueden autocoercerse como las acciones. Lo que sí podemos hacer es negarle realidad ontológica a ese término. De ese modo, seguiremos sintiendo, padeciendo la injusticia, pero ejerceremos una positiva coerción sobre las acciones que habitualmente los hombres ejecutan al considerarse tocados por ella. Si me roban, ¡que me roben! (o que maltraten a mi familia, pues mi cuerpo y mi familia son también mis posesiones). Al no reaccionar frente al sentimiento de injusticia, evito ejercitar la belicosidad, el sadismo, la intolerancia, etc., y ya vimos, con Aristóteles, que el ejercicio incrementa nuestros vicios o virtudes tal como incrementa nuestros músculos. Pero además de no ejercitar estos vicios, adoptando la no-litigación y la no-venganza ejercito la bondad, la mansedumbre, la paciencia y un sinnúmero de cualidades virtuosas que harán de mí un atleta de la ética.
Todos concordamos en que el estudio de la ética tiene por materia no lo que es, sino lo que debería ser.
Las acciones motivadas por el impulso justiciero existen, pero no deberían existir.
Los ladrones existen, pero no deberían existir.
Los justicieros existen, pero no deberían existir.
El derecho de propiedad existe, pero no debería existir.
La posesión personal existe... y debería seguir existiendo.
o o o

Jueves 25 de septiembre del 2008/11,50 y 5 a.m.
Tuvo aciertos y errores David Hume a la hora de investigar sobre la ética.
El primer acierto radica en su empirismo:

Ya es hora de intentar una reforma en todas las disquisiciones morales y rechazar todo sistema de ética, por más útil e ingenioso que sea, que no se funde en los hechos y en la observación (op. cit., sección primera).

A mí me costó aceptar este postulado debido a sus implicancias antimetafísicas. Empecé mis propias investigaciones morales, estas mismas que ya estoy culminando, entrometiendo a la intuición intelectual en este asunto, mas luego fui modificando mi punto de vista y me acerqué al gran David --sin por ello renunciar a mis creencias esotéricas, que se apertrecharon en el nivel conductual o práctico de mi axiología.
Después está su reivindicación del utilitarismo y del hedonismo:

El mérito personal consiste por completo en la posesión de cualidades mentales útiles o agradables a la persona misma o a los demás (ídem, sección novena).

Pero a cada quien lo suyo: no sucede que lo útil o lo agradable sean los parámetros a través de los cuales pueda definirse la bondad o la conducta ética, sino más bien los parámetros necesarios para su verificación. "Todo lo que de algún modo pueda ser valioso --dice Hume--, se clasifica tan naturalmente en la división de lo útil y agradable, que no es fácil imaginar por qué habríamos de indagar más allá o considerar la cuestión como asunto de sutil examen o investigación". El problema estriba en que si bien todas las virtudes tienden a producir actos o acciones útiles o agradables, no todas las acciones ni todos los actos[4] útiles o agradables tienden a ser producidos por una virtud. El cólera, por lo general, causa diarrea. Si yo estoy tratando de descubrir gente colérica en medio de una epidemia, sospecharé de aquellos que presenten ese síntoma, pero nunca se me ocurrirá decir que todos los individuos diarreicos están siendo víctimas del vibrión, pues la diarrea de algunos podría deberse a otros motivos. Remplácese cólera por virtud y diarrea por utilidad o agrado y se descubrirá la falsedad del utilitarismo y del hedonismo cuando pretenden asumir el rol principal en los estudios éticos y no se conforman con la función que les ha tocado. Beber agua cuando se tiene sed es agradable, y ¿qué virtud ha provocado la hidratación? La utilidad de la defecación es incontestable; el valor ético que la posibilita, inencontrable. Se me retrucará que la hidratación y la defecación tienen valor vital y que por eso agradan y son útiles, pero aquí estamos analizando, tanto Hume como yo, el tema de la ética. Afirmar que todo lo que tiende a ser útil o agradable posee valor vital no es lo mismo que referir estas condiciones a los valores éticos.
Pero son verdaderos el utilitarismo y el hedonismo en este sentido: si alguna cualidad mental tiende a producir, estadísticamente hablando, más desagrados que agrados en el tejido social y en el largo plazo, o si tiende a ser más inútil o perjudicial que útil y servicial para los que reciben sus efectos, dicha cualidad es enfermiza, lo que significa que puede tratarse de un vicio o bien de un defecto, pero nunca de una virtud o de un talento. El buen comportamiento, pues, se relaciona directamente con las cualidades mentales útiles o agradables a los demás y sólo a los demás, sin incluir a la persona poseedora de la cualidad, a la que Hume también tomaba en cuenta. Podría suceder que la puesta en práctica de una virtud le cause inconvenientes y desagrados de todo tipo al virtuoso; no por eso dejará de serlo y de llamarse virtud su cualidad. Pero si esa cualidad tiende a causarle inconvenientes y desagrados al prójimo (tomando este prójimo en un sentido tan abarcativo en tiempo y espacio que puede considerarse antitético respecto de la etimología de la palabra), entonces ya, por definición, dejo de considerarla una virtud o un talento y la encuadro dentro de los vicios o los defectos[5].
Lo agradable y útil sirve como verificación del empleo de una virtud, pero estoy hablando de una verificación lo más objetiva que pueda concebirse, lo cual excluye lo que pueda opinar o sentir la masa o relega este factor a un segundo plano. "La noción de la moral --dice Hume, que se presenta más democrático que yo en este aspecto-- implica algún sentimiento común a toda la humanidad, que recomienda el mismo objeto a la aprobación general y que hace que cada hombre o la mayoría de ellos estén de acuerdo en la misma opinión o decisión acerca de él" (ídem, sección novena). Pero esto sólo sirve como aproximación gruesa. Todos aprueban la buena conducta evidente y reprueban los crímenes y atrocidades; el clamor popular no nos hacía falta en estos casos para constatar el carácter virtuoso o vicioso de los hechos. Acepto, con algunas reservas, que el sentimiento popular tiende a coincidir aquí con la investigación objetiva, pero es en los casos más intrincados en donde, o no se deja oír, o equivoca el grito, y como son estos casos justamente los que, por su problematicidad, piden verificación, es de todo punto incorrecto sostener que tal verificación puede caer en manos del sentimiento general, y mucho peor es afirmar que no sólo la verificabilidad, sino la ética en su raíz "está determinada por el sentimiento", y entonces definir la virtud como "cualquier acción moral o cualidad que da al espectador el agradable sentimiento de aprobación. Y el vicio es lo contrario" (ídem, primer apéndice). ¡No, Hume, no! ¡La virtud engendra efectos benéficos, no aprobaciones o vituperios!...[6]. La virtud produce, muchas veces, efectos que navegan soterrados, que resurgen cual cristalino manantial a kilómetros y kilómetros --espaciales o temporales-- de su nacimiento, efectos que no son percibidos por la muchedumbre y que por ende no puede aclamarlos. ¿Y quién negará que los efectos que traslucen algunas virtudes en la superficie --la austeridad, por ejemplo-- puedan resultar chocantes para cierta gente? Y sin embargo ¡cuánto bien producen, por más que sólo puedan apreciarlo unos pocos elegidos!... Este principio de que "toda acción o cualidad de cada ser humano debe ser colocada en una clase o denominación que exprese la general censura o aplauso" (ídem, sección novena) incentivó a Hume a clasificar "toda la serie de virtudes monásticas [...] en la lista de los vicios", pues ¿quién aplaude lo que hacen los monjes a escondidas dentro de sus conventos? Y sin embargo esas virtudes, operando lentamente sobre el propio ejecutor, lo modifican de tal modo que terminan convirtiéndolo en un aceitado instrumento divino, listo para beneficiar al mundo ni bien decida dejar atrás el encierro. Y todo lo que haga en pro de los demás cuando esté libre será efecto de aquellas virtudes que supo aplicarse a sí mismo y que nadie aplaudía[7].
Ahora pasemos al egoísmo.

Hay un principio sobre el cual los filósofos han insistido mucho [...], y es el de que cualquier afecto que podamos sentir o imaginar que sentimos por los demás, no puede ser desinteresado, como tampoco ninguna pasión puede serlo; que la amistad más generosa, por más sincera que sea, es una modificación del amor a sí mismo y que, aun sin saberlo, sólo buscamos nuestra propia satisfacción mientras parecemos hondamente comprometidos en planes por la libertad y la felicidad de la humanidad (ídem, segundo apéndice).

Empieza Hume por negar que los que han levantado este principio hayan sido ellos mismos egoístas en el sentido clásico del término, ensalzando a todos ellos por sus rectos procederes. Sin embargo, no tarda en mostrarse opositor a esta escuela, y los argumentos que despliega en su contra son contundentes:

La hipótesis egoísta [...] es contraria al sentir común y a nuestras nociones más libres de prejuicios [...]. Al observador más descuidado le parece que existen disposiciones tales como la benevolencia y la generosidad y afectos como el amor, la amistad, la compasión y la gratitud. El lenguaje y la observación común han subrayado las causas, objetos y funcionamiento de estos sentimientos, y los han distinguido claramente de las pasiones egoístas.

Menciona como inexplicable dentro de una tal doctrina el llanto del amigo protector que ha perdido a su protegido, y luego el talón de Aquiles del egoísmo doctrinario: el comportamiento animal:

Vemos que los animales son susceptibles de amabilidad, tanto para su propia especie como para la nuestra, y en este caso no hay la menor sospecha de disfraz o de artificio. ¿Explicaremos también todos sus sentimientos a partir de sutiles deducciones de interés personal? Y si admitimos una desinteresada benevolencia en las especies inferiores, ¿mediante qué regla de analogía podemos rechazarla en las superiores?

No hace falta decir que coincido con todo esto, pero yo no sé si al plantear así las cosas comprendió Hume la diferencia de contexto que separa las acciones instintivas de las racionales. Porque podría muy bien el egoísta contestarle que los animales actúan y sienten por instinto, y que la teoría del egoísmo se circunscribe a los humanos porque son los únicos seres que se determinan principalmente por razones. No imagino la respuesta humeana, pero sí puedo dar la mía: el egoísmo es falso porque si bien la razón no puede salir de su influjo, las determinaciones humanas pueden escapar del influjo de la razón. La mayoría de las acciones cargadas de gran virtuosismo se manifiestan por vía intuitiva, memética o instintiva, quedando la razón muy rezagada en este contexto. Este decidido irracionalismo suena exagerado, pero yo no digo que el individuo humano se comporta por lo general irracionalmente, sino sólo cuando es excitado por una virtud superior. Y aun en estos casos, no entienda el lector que la razón está excluida del proceso previo y preordenador de la acción irracional; si así fuera, rara vez la virtud se plasmaría. Un pintor que valiéndose de la virtud cardinal esteticista, decidiese crear una de sus obras, estará, mientras la va creando, acicateado por una intuición o por sus memes[8], pero todos los detalles anteriores a la creación y necesarios para que se produzca (la compra de los lienzos y demás materiales, la programación del día de la ejecución, etc.), dependerán generalmente de la razón del artista, que ordenará todos estos requisitos con gran esmero en la suposición --que tal vez resulte cierta-- de que pintar le causará placer o podrá evitarle algún dolor. La razón arma, configura la logística de la virtud, y luego la virtud entra en acción por otra vía. Es como el caso del hipnotizado al que se le ha ordenado que cuando despierte del trance, abra la ventana de la pieza ni bien escuche cierta palabra. Al oírla, inventará cualquier excusa --que él mismo considerará oportuna-- para cumplir la orden, como "¡qué calor que hace!", o "me siento mareado, necesito aire", y al instante, sorteando racionalmente cualquier obstáculo que se lo impidiese, abrirá la ventana. Pero la verdadera teleología de la acción será hipnótica y no racional.
Desde ya que hay virtudes que se manifiestan racionalmente, porque no hay incompatibilidad entre ciertas acciones éticamente deseables y el egoísmo. Si a mí me incomoda llegar tarde a una cita, utilizaré, con conciencia y razón, la virtud de la puntualidad para evitar esa situación; evitaré los disgustos ajenos de quienes me aguardan pero indirectamente, porque mi plan es evitar mi propio disgusto. Es egoísmo, pero el beneficio hacia los demás no ha desaparecido y por lo tanto es una buena acción. Sin embargo, cuando se trata de virtudes más elevadas que la mera puntualidad, la vía de manifestación tiende a escapar del racionalismo. Es que como bien decía Scheler, nosotros actuamos en sentido ético cuando, presas de una virtud, damos cumplimiento a un valor que no es una virtud, a un valor extramoral. El pintor del ejemplo no pinta con atención a su virtud, sino enfocado en el valor estético –o en el valor cultural-- que desea darle al cuadro. Cumplimenta este valor estético, crea belleza, debido a su virtud esteticista, pero esta virtud no se habría "enfocado" de modo adecuado si el pintor, en vez de apuntar al valor por sí mismo, hubiese querido pintar simplemente para ganar dinero, o en función de cualquier otro motivo racional, de teleología egoísta. Se puede ser puntual para evitar los reproches de impuntualidad o se puede ser puntual por respeto a las personas que nos esperan. En el primer caso, el valor de las personas que nos esperan --valor ontológico, extramoral-- es desdeñado o a lo sumo utilizado como herramienta de supresión de dolores; en el segundo caso es ese valor por sí mismo el que motiva nuestro apuro, y entonces ya no puede decirse que la puntualidad operó aquí racionalmente. ¿Operó intuitivamente? Sería exagerado admitirlo, por lo cual tengo que suponer que las acciones éticas no egoístas que se valen de virtudes relativas tienen siempre (si es que la virtud relativa no está al servicio, como punta de lanza, de una virtud absoluta), tienen siempre una vía de operación instintiva. Cuando una virtud relativa opera directamente apuntando al valor extramoral que el individuo desea concretar, la operación es instintiva siempre, y es racional cuando la virtud se aplica sobre un deseo egoísta que se valdrá del valor extramoral para concretarse. Pero esta aplicación de una virtud sobre un deseo personal no puede darse cuando se trata de virtudes relativas de gran jerarquía. Así, por ejemplo, no se puede practicar la valentía en función de que los demás nos adulen por ello: se es valiente debido a la percepción de un valor extramoral que pide realizarse, o no se es valiente en absoluto. Y volvemos a lo mismo de antes: no es que la valentía humana, por ser instintiva, tenga que manifestarse salvajemente y sin concierto. La decisión de alistarse como soldado en una guerra será instintiva (el valor valentía enfocado en el supuesto valor extramoral denominado patria), pero los aprontes previos al alistamiento y a los combates podrán servirse sin contradicción de decisiones racionales.
La razón --la razón práctica, aclaremos-- ha salido muy maltrecha, malherida, como atropellada por este tren de la eticidad al que se quiso trepar cuando ya estaba en movimiento. Y es que los seres vienen siendo buenos y vienen siendo malos desde mucho antes de que nosotros, con nuestra razón a cuestas, existiéramos. Pero entonces ¿por qué los animales son tan moderados en sus bienandanzas y el hombre alcanzó la santidad? Porque el animal no tiene, para guiar sus virtudes instintivas, esa racionalidad que por sí misma tan poco puede hacer. ¡Razón práctica, humíllate ante los instintos que se subliman en virtudes! ¡Sírveles, con la cabeza gacha, y acepta tu destino!
o o o

Viernes 26 de septiembre del 2008/9,50 y 5 a.m.
Hace un año y pico, el 16 de agosto del 2007, enumeré por primera vez mis cuatro virtudes cardinales y las dispuse gráficamente como formando los ángulos de un rombo erguido, con la virtud suprema de la bondad inteligentemente activa a la cabeza y la humildad cubriendo la superficie toda de la figura: [por motivos técnicos no puedo copiar esta imagen]


Luego enumeré algunas de las virtudes relativas o temperamentales y adopté la convención de ubicarlas en los lados de la figura. Cuatro son estos lados y cuarenta las virtudes relativas principales, de modo que conviene ubicarlas de a diez por lado:


VERACIDAD INTELIGENCIA TRASCENDENTE
· Firmeza responsabilidad
Determinación liberalidad
Cinismo mansedumbre
Laboriosidad puntualidad
Honestidad continencia
Obediencia tolerancia
Lealtad misericordia
espíritu de sacrificio religiosidad
solidaridad paciencia
· valentía autenticidad
BONDAD BONDAD

VERACIDAD INTELIGENCIA TRASCENDENTE
autenticidad ecuanimidad
autoestima madurez
optimismo serenidad
docilidad pulcritud
servicialidad perseverancia
gratitud sigilosidad
sencillez cortesía
pureza sexual ternura
contentamiento sentido del humor
amistosidad comunicabilidad
ESTETICISMO CENTRÍFUGO ESTETICISMO CENTRÍFUGO

Las virtudes relativas que aparecen muy próximas a una virtud absoluta pueden combinarse con ésta y manifestarse por vía intuitiva o memética. Para la bondad, este polo de atracción incluye las tres virtudes más próximas de cada lado, que son las de mayor importancia después de las virtudes absolutas: valentía, austeridad, solidaridad, paciencia, espíritu de sacrificio y religiosidad. Los polos metapsicológicos de la inteligencia trascendente y la veracidad pueden a su vez "chupar" cuatro virtudes relativas cada uno: responsabilidad, ecuanimidad, liberalidad y madurez, y firmeza, autenticidad, determinación y autoestima. El polo metapsicológico del esteticismo centrífugo es el de menor intensidad: sólo pueden asimilársele las virtudes de la amistosidad y la comunicabilidad. Esto no significa que siempre que se actúa motivado por estas virtudes desplazantes tenga lugar un procedimiento intuitivo o memético; en ocasiones normales, dichas virtudes eligen la vía instintiva.
Luego de las virtudes desplazantes vienen las virtudes instintivas propiamente dichas. Éstas se manifiestan por instinto la mayoría de las veces, y en raras ocasiones por la vía racional. Las más próximas a la bondad son: misericordia, lealtad, tolerancia y obediencia. Las virtudes instintivas cercanas al esteticismo centrífugo también son cuatro: sentido del humor, contentamiento, ternura y pureza sexual. Los otros polos presentan tan sólo dos virtudes instintivas cada uno: la mansedumbre y la serenidad en el caso de la inteligencia trascendente, y el cinismo y el optimismo en el caso de la veracidad.
Por último nos quedan las virtudes racionales, que tienden a manifestarse a través de la razón, aunque no es imposible que utilicen la vía instintiva. Son éstas, además, las virtudes que más se acercan al concepto aristotélico del aprendizaje por hábito: la potencia del impulso virtuoso se va incrementando conforme lo vamos llevando a la práctica. Las virtudes racionales que se aproximan a la inteligencia trascendente son: puntualidad, pulcritud, continencia y perseverancia. Próximas a la veracidad: laboriosidad, docilidad, honestidad y servicialidad. Próximas al esteticismo centrífugo: sencillez, cortesía, gratitud y sigilosidad. No existen este tipo de virtudes en las proximidades de la bondad.
o o o

[1] Ejemplo de animal belicoso pero no iracundo es la hiena; ejemplo de animal iracundo pero no belicoso es la abeja.

[2] Contra el autodesprecio de Santa Teresa, he aquí la sensatez de Montaigne: "No se crea el hombre inferior a lo que vale. El juicio debe mantener sus derechos en todo, y es de razón que vea en eso, como en lo demás, lo que la verdad le representa. El que sea César, júzguese audazmente el mayor caudillo del mundo" (Ensayos, II, 17).
[3] Y no me vengan con eso de que "tomarían su maná, se saciarían y, cuando se acabase, volverían a su anterior indigencia". ¡Estúdiense las leyes de producción, señores! ¡Con un 10% de lo producido actualmente podría vivir bien comida y bien abrigada la totalidad de las personas!
[4] La principal diferencia entre acciones y actos radica, como ya se aclaró más arriba, en que las primeras presentan causación voluntaria y los segundos involuntaria.
[5] Los talentos éticos son virtudes pequeñas, y los defectos éticos son pequeños vicios. Son cualidades no tan virtuosas ni tan viciosas.

[6] Y si se desea conocer qué hay detrás de los vagos términos "beneficio" o "utilidad", digo que hay placer maximizado y escarchado (repartido uniformemente). Hasta aquí puedo remontarme. La definición de placer escarchado sólo es extensiva: observando (o imaginando) buena cantidad de casos, el concepto cobra significado.
[7] Nombra Hume al celibato, al ayuno, la penitencia, la mortificación, la abnegación, la humildad y el silencio como las virtudes monásticas que son en realidad viciosas. Según mi punto de vista, las únicas actitudes que implican vicio en esta lista son la penitencia y la mortificación (implican autodesprecio).
[8] ¿He dicho ya que las virtudes cardinales, además de intuitivamente, pueden operar meméticamente? Si no lo dije, lo digo ahora.