¡La previsión!... he ahí la verdadera fuente de todas nuestras miserias.
Jean-Jacques Rousseau, Emilio
Solía llevar conmigo dos lapiceras que funcionaran correctamente. La primera era para escribir diariamente; la segunda, por si fallaba la primera en algún lugar en donde los quioscos y las librerías no se conociesen. Pero hete aquí que, cada vez que adquiría una birome de repuesto, al poco tiempo se descomponía la original sin que ninguno de los consabidos trucos de recalentamiento y demás que habitualmente se utilizan para que vuelva a escupir tinta dieran resultado. Fui así acumulando lapiceras inútiles en uno de los bolsillos de mi bolso de mano. Compraba y descartaba, compraba y descartaba... hasta que por fin dije basta. Después de que a orillas del río Iguazú se secara sin motivo aparente la puntera de una nueva birome, decidí utilizar la suplente que había comprado días antes en una librería de Puerto Iguazú sin pensar en abastecerme de otra que hiciera banco por si aquélla se lesionaba. Y así es que esa birome, que esa misma y única birome con la que cuento que funciona como corresponde, es la que carga con toda la responsabilidad de transcribir estos conceptos, de hacer de nexo entre mi ser y mi cuaderno. Esa es la birome con la que esto escribo, y la única que aún no me ha fallado.
Acaso a mis anteriores lapiceras les haya sucedido lo que a los futbolistas que dudan de sí mismos y saben que mientras juegan hay otros futbolistas con similares aspiraciones que miran el partido con la esperanza de ingresar por alguno de ellos en cuanto se equivoquen. Quizá mis lapiceras titulares se sentían presionadas por las suplentes y por eso desfallecían… Pero no; no creo que una birome tenga la propiedad de dudar de sí misma...
¿Qué era lo que ocurría entonces? No lo sé, pero gracias a esto confirmé una idea que me rehusaba, por temor, a llevar a la práctica: no hay que proveerse de nada que no resulte imprescindible para un fin esencial. Una birome de repuesto es tan innecesaria como los cinco pulóveres que tenemos en nuestro placard esperando que se nos inutilice el que siempre nos ponemos; o como aquella casa de fin de semana a la que acudimos cuando nos cansamos de la rutina ciudadana; o como el seguro contra incendios de nuestro automóvil, que hace que desaparezca mes tras mes parte del fruto de nuestro trabajo debido a que se nos ha puesto en la cabeza la presunción de que un día de éstos nuestro carro estallará en mil pedazos. Todas estas previsiones costosas y estos artículos de reserva no hacen más que poner de manifiesto la escasez de fe de quien pretende servirse de ellos en el futuro. Quien admita esto como una realidad (su escasez de fe) y se sienta orgulloso de demostrar que no depende de nadie sino de sí mismo y de su dinero, acepto relativamente que así se comporte; pero quien suponga creer que hay Algo más allá que rige su destino y que Él o Eso será quien disponga en definitiva de lo que sucederá con sus biromes, sus pulóveres, sus propiedades y sus incendios, quien suponga tener fe en algo más que en sí mismo y su dinero, estará contradiciéndose, estará negando su propia fe, cada vez que se acerque al quiosco a comprar una lapicera de repuesto[1].
[1] (Nota añadida el 27/5/9.) La respuesta al misterio de las lapiceras en huelga la tiene Michel de Montaigne: "Se muestra el cielo envidioso de los derechos que atribuimos a la humana prudencia en perjuicio de los suyos, acortándolos a medida que tratamos de amplificarlos" (Ensayos, libro III, cap. 12). Si el mundo creyese, como yo creo, en la profunda veracidad de esta sentencia, las pólizas de seguro y los planes de medicina prepaga dejarían de atormentar los bolsillos de la gente.
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