Según Ricardo Maliandi, en la medida en que damos
cumplimiento pleno a un valor o a un principio ético de gran jerarquía,
tendemos a lesionar a otro valor o a otro principio ético que se les
contrapone. Ejemplo de ello es el amor o la bondad, que si los extendemos en
forma omniabarcativa, tienden a dañar a otro principio o valor supremo: el de
la justicia. Esto es lo que dice mi amigo Maliandi; a lo que yo digo que yerra,
que no existe tal contraposición de valores, que un valor ético cardinal no
puede bajo ningún punto de vista cruzarse a campo traviesa por la senda de otro
valor cardinal y eclipsarlo. Y entonces tenemos la conclusión de que la bondad
no puede, está impedida de opacar a la justicia, a no ser que la justicia no
sea un valor, en cuyo caso puede opacarla perfectamente, y hasta podría suceder
que opacarla resultara ser su primordial objetivo, su deber. Así lo entiendo
yo, y así lo entendió Tolstoi, que comprendió cabalmente, con la cabeza y con
el corazón, que lo que los hombres llaman justicia es un amasijo de conceptos
mal acrisolados utilizado en provecho de los diferentes gobiernos y que de
ningún modo puede considerarse una virtud, justamente porque tiende a lesionar
a la bondad, que es la virtud primera. Lo comprendió durante un
viaje que realizara a París a finales de la década de 1850. Allí tuvo la
oportunidad de observar, por primera vez en su vida, una ejecución pública.
"La guillotina --comenta desde su diario-- me mantuvo largo tiempo
despierto, obligándome a reflexionar". Sí, reflexionó y reflexionó durante
toda la noche, y al cabo, como fruto maduro de tales reflexiones, emergió el
principio rector que lo caracterizaría: “Desde hoy en adelante no serviré a
ningún gobierno. Todos los gobiernos de este mundo son iguales en la medida del
mal y del bien que hacen. El único ideal es la anarquía”. La anarquía
cristiana, se entiende. Y aquí es donde aparece la reflexión axiológica --que
es reflexión y sentimiento al mismo tiempo-- que le sugiere que la llamada
"justicia" nada de justa tiene, y que el pensador interesado en la
ética debería descartarla como un trasto viejo en lugar de colmarla de laureles
y encaramarla en lo más alto del podio de las virtudes supremas. He aquí su
reflexión profunda, tal vez la más profunda y sabia de sus reflexiones morales:
Cuando vi
la cabeza separada del cuerpo y escuché el ruido que hizo al caer dentro de la
cesta, comprendí, no con mi mente, sino con todo mi ser, que ninguna teoría
razonable del progreso podría justificar esa muerte, y, no obstante que todos,
desde los principios del mundo, no sé de acuerdo con qué teoría, la consideran
necesaria y justa, sé perfectamente que es inútil y nociva (citado por Derrick
Leon en Tolstoi, p. 123).
Perfectamente, mi estimado León, inútil
y nociva. Y no estamos hablando de esa ejecución o del instrumento --la
guillotina-- que la posibilitara, sino de la justicia misma y de su injerencia
dentro del aparato teórico de la ética[1].
[1] (Nota añadida el 1/4/13.) Otro que opina
parecidamente a nosotros, respecto del puntual asunto de la pena de muerte y
respecto también del asunto general de la captación emotiva de las normas
éticas y de los valores que las sustentan, es el uruguayo Carlos Vaz Ferreira:
"Se discute sobre la pena de muerte: hay argumentos teóricos,
aparentemente buenos, en favor, y argumentos teóricos, aparentemente buenos, en
contra; y estadísticas que parecen probatorias en favor, y estadísticas que
parecen probatorias en contra. Mientras ustedes se mantengan en ese terreno
puramente lógico o escolástico, podrán no resolver. Pues en esos casos, tengan
confianza en los sentimientos de humanidad y de piedad. Hay una solución que se
impone, que se impondrá tarde o temprano: los hombres no pueden matar a otros
hombres. Cuando sientan esto, dejen de argumentar y de preocuparse demasiado de
que les argumenten: ¡no se mata!" (Moral
para intelectuales, pp. 172-3).
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