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lunes, 20 de noviembre de 2017

El vino nietzscheano

Leo a Nietzsche desde mi juventud y no hay muchos autores a los que haya leído tanto, pero siempre tuve una relación ambivalente con él. Por un lado la gran fascinación que ejerce, por el otro el horror que me produce. Para mí lo fascinante de él siempre ha estado vinculado con lo horroroso que es.
Franz Hinkelammert, Solidaridad o suicidio colectivo

El pasaje citado ayer es admirable. Es admirable justamente porque va en contra de lo que suponemos era la ideología de Nietzsche: el amor a la guerra y a la belicosidad. Ya he citado en otra ocasión otro pasaje de Nietzsche (Aurora, III, 202) en el que da a entender que la compasión es un sentimiento digno del hombre de altas miras, contrariamente a lo que ha sostenido con mayor frecuencia. ¿Qué hacer entonces con Friedrich Nietzsche? Todos en algún momento nos contradecimos, pero estas contradicciones son tan palmarias que desconciertan ya demasiado, pues terminamos sin saber qué intenciones escondía al cambiar sus objetivos tan radicalmente.
Carlos Vaz Ferreira, reconociendo estas contradicciones, sugiere que tomemos como norma del pensamiento nietzscheano la excepción y no la regla. La regla ya la conocemos, el pensamiento ortodoxo y general de Nietzsche es terminante y es nefasto; pero si dejamos por un momento de lado ese pensamiento y nos centramos en estas pequeñas perlitas que aquí y allá se nos aparecen, la genialidad del alemán se nos mostrará en todo su esplendor.
Según Vaz Ferreira, existen en el pensamiento de Nietzsche, amén de las pequeñas, tres contradicciones muy ostensibles. La primera que señala es la de vilipendiar lo racional para luego valerse de la racionalidad de un modo contundente:

El socratismo, la razón y el libre pensamiento representan para él un principio limitante y negativo; entre tanto, una de sus obras más intensas, El Anticristo [...], vibra de una obsesión: la obsesión de la verdad. La verdad antes que todo y en todos los sentidos [...]. El Anticristo está todo sentido dentro del socratismo, y si el socratismo simboliza la razón y el libre pensamiento, Cristo es combatido en nombre de Sócrates (Tres filósofos de la vida, p. 28).

Después está la contradicción entre su preferencia por lo dionisíaco y su posición en favor del amo y en contra de los esclavos:

El principio dionisíaco, era, se manifestaba mucho más intenso y profundo en los pretendidos esclavos que en los dominadores sociales, y desde este punto de vista, por ejemplo, el cristianismo, sea cual sea nuestra apreciación sobre él, fue un movimiento dionisíaco (ibíd., p. 28).

Por último señala Vaz Ferreira la que a su juicio es la mayor contradicción nietzscheana:

La filosofía de Nietzsche representa por una parte el acatamiento de la fuerza y del dominio, a tal punto que el dominio, la voluntad de potencia, son para él criterio de superioridad, y por otra parte, la filosofía de la historia de Nietzsche nos representa a los pretendidos superiores dominados casi desde el principio por los pretendidos inferiores; la insurrección de esclavos, representada primero por los principios búdico y socrático y más tarde por el principio cristiano, es la que ha dominado la historia. Los pretendidos superiores han sido los esclavos de hecho; los pretendidos inferiores han sido, y son todavía, los amos; de aquí la desesperación de Nietzsche en su intento de volver a intervertir los valores, ¿pero tiene derecho dentro de su doctrina, si el criterio es precisamente la fuerza y si la fuerza ha dado el triunfo a esos pretendidos esclavos? Esta contradicción hace estallar a mi juicio la sistematización nietzscheana (p. 29).

¿La sistematización nietzscheana? A criterio de Vaz Ferreira es secundaria si lo que pretendemos es nutrir nuestros propios pensamientos a partir del pensamiento ajeno. No son estas ideas centrales de Nietzsche sus más afortunadas ideas; es en la periferia de su pensamiento en donde encontramos la más jugosa pulpa.
Pero vayamos despacio. ¿Es conveniente, para el alumno de filosofía, leer a Nietzsche? Vaz Ferreira responde que sí, siempre y cuando se lo lea con los debidos reparos que él aconseja.

Nietzsche es, tal vez, el pensador actualmente más mezclado a nuestro pensamiento. Su nombre viene automáticamente a los labios y a la pluma. Cuando se hace un libro, un discurso, cuando se discute, hay que hacer un cierto esfuerzo para no citarlo. [...] Yo incluí algunas de sus obras en una lista de lecturas que he recomendado la juventud. Se me ha manifestado extrañeza y hasta se me ha pedido cuenta por ello (p. 23).

Es claro: recomendar la lectura de Nietzsche a la juventud sería como recomendar la violencia y la sinrazón. Esto si suponemos que la juventud es tan estúpida como para creerse a pie juntillas todo lo que se le da a leer.

Considero ingenua, casi infantil, esa idea corriente de que los libros producen un efecto limitado y circunscripto en el sentido de las mismas ideas que los informan y solo en ese sentido; que leer un libro católico, hace católicos; que leer un libro liberal, hace liberales; que leer un libro utilitario, hace utilitarios, etc. [...] El efecto de las lecturas es mucho más complejo.

Es perfectamente lógico y natural que luego de leer un libro de Nietzsche nos indignemos tanto que nos tornemos antinietzscheanos. Pero aunque se suponga que esto no es posible, y que todo aquel joven que lee a Nietzsche se volverá nietzscheano, “aun desde ese punto de vista timorato, conocer a Nietzsche sin leerlo, lo que es fatal, será siempre peor que leerlo si se lo lee como se debe”. Y aquí pasa a explicar Vaz Ferreira la que es, según cree, la mejor manera de incorporárselo:

A algunos pensadores se los puede sintetizar mejor que a otros: mejor a los sistemáticos que a los no sistemáticos, [...] mejor a los fríos, razonadores, abstractos, que a los afectivos, literarios, cálidos [...]. Hay casos trágicos y el de Nietzsche lo es típicamente porque lo bueno de él no es resumible y lo malo lo es, y muy fácilmente. Y debido a la forma en que Nietzsche es resumido, los más no lo leen y los que lo leen van a buscar lo que menos vale en él.

Y lo que menos vale en el pensamiento de Nietzsche —ya lo anticipamos— es el sistema:

Podemos distinguir en Nietzsche dos partes: una sistematizada y otra no sistematizada. [...] Ahora bien, lo sistematizado, esto es, lo que se conoce generalmente como filosofía de Nietzsche, vale, en rigor, muy poco de verdad, como originalidad, como coherencia, y también en cuanto a valor moral; en cambio, la parte no sistematizada contiene riqueza y fecundidad casi incomparables. Y como lo resumible, y lo que se expone, se cita y se discute es lo sistematizado, se han seguido de aquí para el mismo pensador [...] errores y males.
Al mejor Nietzsche —repito— no se lo conoce; mientras que el peor y secundario, es el que se expone, se discute, se cita, y el que se ha popularizado y traducido en efectos prácticos, y el de usos religiosos, sociales, guerreros.
Anticipo mis conclusiones: supongamos un fabricante de levadura que hubiese sabido producirla en una calidad superior, casi única y que al mismo tiempo con esa levadura hubiera querido hacer vino y le hubiera salido malo, agrio, tóxico. De él deberíamos utilizar la levadura fecundísima para hacer cada uno vino a nuestro modo. El que él fabricó es secundario.
[...]
Lo que quiero decir [...] es que la mejor actitud hacia Nietzsche es dejar de lado en él lo sistematizado, esto es, las que corren como ideas de Nietzsche, y estudiar y aprovechar el resto: la levadura para pensar (pp. 25-6).




[1] La mayor toxicidad de la filosofía nietzscheana está en su manifiesto sadismo y en su belicismo, y estas características, según Luisa Landerreche, las toma Nietzsche, al menos en parte, de Hegel: “Para Hegel la esencia humana radica en la muerte libremente aceptada [...]. Cuando más adelante veamos en Nietzsche la apología de la violencia, de la destrucción del otro y del estado de felicidad en que se encuentran los hombres cuando se desata una guerra porque les da la oportunidad de morir, podremos observar que esas ideas no son originales de Nietzsche, sino que han calado profundamente en él esas ideas Hegelianas. Cuando las veamos puestas en práctica por el régimen nazi, veremos que el campo de difusión de las ideas nazis es mucho mayor que la superficie de la nación alemana” (La cultura prenazi, p. 49).

lunes, 22 de mayo de 2017

La irreligión de Guyau

El ídolo de Vaz Ferreira en este combate contra la religión es el francés Guyau. Sin embargo, Guyau escribe que “solo es religioso, en el sentido filosófico de la palabra, el que busca, piensa y ama la verdad” (La irreligión del porvenir, p. 15). Pero entiende que el porvenir será irreligioso; luego, de aquí se deduce que la gente del mañana no buscará ni pensará ni amará la verdad, lo cual a mí no me hace ninguna gracia, y creo que a Guyau tampoco. La confusión se da porque cuando Guyau afirma que el porvenir será irreligioso, lo dice en la esperanza de que las que desaparecerán serán las religiones establecidas a nivel corporativo y no la religiosidad como fenómeno individual:

El día en que hayan desaparecido las religiones positivas, el espíritu de autoridad cosmológica y metafísica que se había fijado y adormecido en fórmulas pretendidas inmutables, será más vivaz que nunca. Habrá menos fe, pero más especulación libre; menos contemplación, pero más razonamiento, inducciones atrevidas, vuelos activos del pensamiento: el dogma religioso se habría extinguido, pero lo mejor de la vida religiosa se habrá propagado, habrá aumentado en intensidad y en extensión (ibíd., p. 15).

Lo que anhela Guyau no es entonces el fin de la religiosidad, sino el fin de las religiones “positivas”. Pero lo mejor de la vida religiosa, que es la religiosidad interior, eso quiere propagarlo. ¿Hay tanta diferencia entonces entre Guyau y James, puesto que este último, como ya lo hicimos notar, ignora “por entero la vertiente institucional” y se limita, cuando alude a la experiencia religiosa, a la “pura y simple religión personal”? No, no la hay. Evidentemente, Jean-Marie Guyau eligió un mal título para su ensayo[1].




[1] El propio Vaz Ferreira, que recomienda vivamente la lectura de ambos libros, reconoce que "en la práctica los dos autores suelen estar mucho más cerca de lo que cree uno de ellos" (Tres filósofos de la vida, p. 143).

domingo, 21 de mayo de 2017

Las refutaciones de Vaz Ferreira a la conciencia religiosa de William James

Es imposible para el que aspire dar al pueblo una cultura más elevada, dejar de comprender que la religión le es indispensable como principal resorte educador para desarrollar en él el sentido de lo ideal, que, si el progreso pretende abandonar este factor, no hace más que favorecer tendencias hostiles a la civilización, y que, en fin, a pesar de esto, las confesiones tradicionales de la religión no pueden servir de sostén a una era de desenvolvimiento intelectual, con la cual sus principios fundamentales la colocan en abierta contradicción.
Eduard von Hartmann, La religión del porvenir

La única cosa que puede unir a la humanidad es la conciencia religiosa.
León Tolstoi, “Guerra y revolución”

En ese mismo libro que alguien tituló Tres filósofos de la vida y que recopila ensayos y artículos de Carlos Vaz Ferreira relacionados con James, Nietzsche y Unamuno, se pueden leer las anotaciones que Vaz Ferreira colocó en los márgenes de Las variedades de la experiencia religiosa mientras lo leía. Son acotaciones ácidas por lo general, propias de un hombre que considera que la religiosidad es más perjudicial que benéfica para el mundo en que vivimos. William James creía todo lo contrario (al menos ese era su espíritu en el tiempo en que dictó esas conferencias) y Vaz Ferreira, atento a esto, leyó el ensayo con la clara intención de refutarlo en sus tesis principales. Existe, por ejemplo, una acotación al margen de este significativo párrafo de James:

Las mentes de los hombres, tal como frecuentemente se ha dicho, están construidas en compartimentos herméticos. Vidas religiosas, hasta cierto punto, poseen muchas otras cosas además de su religión e inevitablemente contienen embustes y asociaciones impías. De las bajezas que comúnmente se atribuyen a la religión, casi ninguna de ellas, por lo tanto, es atribuible en absoluto a la propia religión, sino más bien al perverso compañero práctico de la religión, el espíritu de  dominio colectivo. Y los fanatismos, a su vez, pueden atribuirse en buen número al perverso compañero intelectual de la religión, el espíritu de dominio dogmático, la pasión de promulgar la ley en forma de sistema teórico absolutamente cerrado. El espíritu clerical es la suma de estos dos espíritus de dominio, y os suplico que nunca confundáis el fenómeno de simple psicología colectiva o tribal que ofrece con aquellas manifestaciones de la vida puramente interior que son el objeto exclusivo de nuestro estudio. Las persecuciones de judíos, la caza de albigenses y valdenses, el apedreamiento de cuáqueros, los chapuzones de metodistas, el asesinato de mormones y la matanza de armenios expresan mucho mejor la neofobia aborigen humana, aquella agresividad de la que todos compartimos los vestigios y aquel odio innato hacia el extraño y hacia los hombres excéntricos o no conformistas, que no la piedad positiva de los diversos responsables. La piedad es la máscara, la fuerza interior es el instinto tribal. Vosotros creéis tan poco como yo, a pesar de la unción cristiana con que el emperador alemán dirigió sus tropas hacia China, que la conducta que sugería y en la que otros ejércitos cristianos fueron más lejos que ellos, tuviera nada que ver con la vida interior religiosa de aquellos que participaban en la expedición (Las variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap XIV, pp. 376-7).

Dice al respecto Vaz Ferreira:

No habría derecho a razonar así llamándose William James. Claro que los instintos agresivos, intolerantes, son humanos; pero hay cosas que los excitan, fomentan, mantienen; la religión es medio de cultivo para ellos; medio optimum, en el sentido de la bacteriología (Tres filósofos de la vida, p. 102).

Pero entonces, si la religión excita, fomenta y mantiene los instintos agresivos del ser humano, y por eso conviene desactivarla por completo, ¿por qué no desactivar también la idea de gobernabilidad, la existencia de todo gobierno nacional, puesto que las mayores matanzas de la historia universal, como por ejemplo las perpetradas en la primera y segunda guerras mundiales, o las guerras de conquista griegas y romanas, o las invasiones napoleónicas, o la revolución rusa, tuvieron como transfondo y como excitante exclusivo la expansión o el mantenimiento de un determinado tipo de gobierno político? Vaz Ferreira no era un anarquista, de ningún modo abogaba por la eliminación de los gobiernos, pese a que los gobiernos, en diferentes épocas y lugares, han masacrado poblaciones civiles en una proporción de diez a uno comparado con las masacres perpetradas por motivos religiosos. Es como si se indignara porque un criminal asesinó a una persona e hiciera la vista gorda con otro que asesinó a una familia completa. En todo caso, dirá Vaz Ferreira, las ventajas que reporta la existencia de los gobiernos superan a los crímenes que se cometen en su nombre y por eso es deseable que los gobiernos existan. Pues lo mismo diría James, y digo yo, respecto de la existencia de las religiones y del sentimiento de religiosidad. Y con mayor coherencia, porque los religiosos no han masacrado a tanta gente como los políticos.
Explica James, en el párrafo inmediatamente anterior al anteriormente citado, cómo la religiosidad de algunos pocos iluminados que se adelantan a su época, cuando se impone y se asume como dogma dentro de una corporación eclesiástica, degenera y se vuelve tóxica:

Una genuina experiencia religiosa de primera mano [...] parece destinada a constituir una heterodoxia para sus testigos, y el profeta a aparecer como un simple y solitario loco. Si su doctrina es bastante contagiosa para difundirse a otros, se convierte en una herejía definida y clasificada. Pero si todavía entonces resulta ser bastante contagiosa para triunfar sobre la persecución, se hace ortodoxia, y cuando una religión se convierte en ortodoxia se ha terminado su espiritualidad; la fuente se seca, los fieles viven exclusivamente de segunda mano y lapidan a los profetas. La nueva Iglesia, a pesar de las bondades humanas que pueda fomentar, debe contarse, de ahora en adelante, como un aliado incondicional de cualquier intento de reprimir el espíritu religioso espontáneo y de detener la tardía efervescencia de la fuente de la que en días más puros extraía su reserva de inspiración. A no ser, claro está, que adoptando nuevos impulsos del espíritu pueda hacer de ellos su capital y usarlos para sus designios corporativos egoístas. De la acción de esta suerte de política, más pronto o más tarde adoptada, los tratos de la Iglesia romana con muchos santos y profetas nos proporcionan bastantes ejemplos para nuestra instrucción.

La réplica de Vaz Ferreira es la siguiente:

Ya he dicho que el método pragmatista [...] falsea y deteriora la inteligencia. ¡Cómo es posible ver eso, sentir eso y escribir eso, y no entender que lo que se está haciendo con tanta altura afectiva y tanto talento es la descripción del desarrollo de los frutos! (que son, así, malos) (Tres filósofos de la vida, p. 103).

Se indigna Vaz Ferreira porque el método pragmatista, como ya hemos visto, prioriza las consecuencias prácticas de las ideas por sobre la veracidad (en el sentido clásico) de las mismas (como dice el Evangelio, “por sus frutos los conoceréis”; San Mateo es el primer pragmatista). Entonces, si lo que le interesa al pragmatismo son las consecuencias prácticas de una acción o de una idea, y si las consecuencias prácticas de la religiosidad, a la postre y cuando esta religiosidad se torna ortodoxia, devienen secas de espiritualidad y egoístas, no es lícito, según Vaz Ferreira, que James se olvide de estas consecuencias o las despache con el expediente de que lo que a él le interesa es la religiosidad interior, individual, y no la ortodoxia religiosa comunitaria e institucionalizada (“propongo que en estas conferencias ignoremos por entero la vertiente institucional [...] y nos limitemos tanto como nos sea posible a la pura y simple religión personal”; tomo I, p. 42)[1]. Yo puedo estar de acuerdo con Vaz Ferreira en que el método pragmatista, sobre todo cuando trata la cuestión de lo que significa la verdad en el sentido epistemológico de la palabra, “falsea y deteriora la inteligencia”; pero en este caso en particular no se está falseando nada, porque lo que se está investigando es si la religiosidad es una cualidad deseable o indeseable dentro de la sicología de las personas, y para investigar eso es necesario, no hay otro camino, que el de recurrir a la experiencia y averiguar si en los casos conocidos el sentimiento religioso ha producido más cantidad de frutos comestibles que de frutos venenosos o a la inversa. James no niega ni esconde la venenosidad de estas consecuencias postreras de la religiosidad interior, pero en el balance total entiende que los beneficios de abrir el corazón a la religión son superiores a los costes, que un mundo sin religión, en general, sería más triste que un mundo religioso. Y yo, sin ser pragmatista, opino lo mismo, y por eso he catalogado a la religiosidad como una virtud relativa y no absoluta, porque sus consecuencias no son siempre buenas, pero son, en un sentido estadístico, generalmente buenas (ver anotaciones del 23/9/8).
Habla después James de lo nocivo que resulta para el espíritu religioso de la gente el suponer que Dios es un ente susceptible de ofenderse:

Una consecuencia inmediata de esta condición mental son los celos por el honor de la deidad. ¿Cómo puede el devoto demostrar mejor su lealtad sino por medio de la susceptibilidad al respecto? La ofensa más pequeña le ha de molestar; los enemigos de la deidad deben avergonzarse. En mentes demasiado estrechas pero de voluntad activa, esta ansiedad puede llegar a ser una preocupación absorbente; las cruzadas han sido siempre predicadas y las matanzas instigadas por la única razón de reparar una supuesta ofensa a Dios. Las teologías que representan a los dioses como conscientes de su gloria y las Iglesias con políticas imperialistas han conspirado para atizar este temperamento hasta el paroxismo, de manera que la intolerancia y la persecución han podido parecer a veces inseparables de la santidad (Las variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap XIV, pp. 381).

Ante esto, Vaz Ferreira vuelve a la carga con parecidos argumentos:

“Han podido parecer…”. James, extraño en esto a su temperamento, prescinde de la real naturaleza humana, y razona como un lógico, no sobre lo que es psicológicamente, sino sobre lo que debería y podría ser. Sean o no inseparables, de hecho, son inseparados, de modo que, por el método de James, hay que condenar el árbol. El lector tiene que haber comprendido bien, ya, que si es posible intentar con más o menos éxito la justificación de las religiones por diversos métodos, hay un método, sin embargo, por el cual la justificación de las religiones es completamente imposible, y es justamente el de juzgarlas por sus frutos (Tres filósofos de la vida, p. 104).

Y como Vaz Ferreira se repite, me repito también: Si la religión no es justificable por este fruto (el fanatismo), y por eso merece desaparecer, que desaparezca también el Estado en sus diferentes manifestaciones nacionales y que nadie nos gobierne, pues ha sido mucho más deletéreo el fanatismo político que el religioso (Bin Laden, o el mismísimo Mahoma, comparados con Hitler o con Stalin, han sido unos miserables porotos). Pero Vaz Ferreira, como buen burgués, no desea esto, no quiere prescindir del principio de autoridad, de un Estado que nos controle, nos premie y nos castigue; he ahí la inconsecuencia. Y se puede ir más adelante aún para demostrar la sinrazón del razonamiento del uruguayo: puesto que como consecuencia del tránsito vehicular mueren cientos de personas al día, puesto que los “frutos” del árbol-automotor son estos, lo sensato es volver a la carreta y al pedestrismo, y lo mismo para los aviones y los buques. Vaz Ferreira resultó, a la postre, un ludita, un partidario de regreso a la edad de piedra.
Dice James que “el fanatismo solo se encuentra allí donde el carácter personal es dominante y agresivo” (ibíd., p. 382). Responde Vaz Ferreira que “no hay tipos fijos: lo que hay es que la religión tiende a fanatizar, y unos hombres se fanatizan más y otros menos, según su temperamento; pero la tendencia es esa” (ibíd., p. 105). La religión tiende a fanatizar, dice; ¿y la política partidaria no? Por mi parte, me he topado con decenas de personas fervorosamente religiosas que, sin embargo, no han colocado bomba ninguna en ningún edificio ni han apedreado a ninguna prostituta. Vaz Ferreira toma la parte por el todo y supone que casi todos los devotos, o al menos la mayoría, son fundamentalistas. (Tampoco yo supongo que casi todos los activistas partidarios de algún régimen político son proviolentos y anhelan liquidar a sus opositores.)
Por sus frutos los conoceréis. La religiosidad, a lo largo y a lo ancho de la historia, ha dado frutos buenos y malos.

Ahora bien: en los juicios de valor, no hay demostraciones, ni apreciaciones cuantitativas posibles. No cabe, así, demostración decisiva, al comparar los frutos buenos y los malos de la religión, de que los unos exceden a los otros: eso se siente (Tres filósofos de la vida, p. 118).

Vaz Ferreira “siente” incontestablemente que los frutos malos de la religiosidad superan a los buenos en cantidad y calidad:

Los frutos… ¡Hay que representárselos todos! Por un lado, es cierto, las consolaciones y “la ciega esperanza” [...]. Pero, por otro, el terror, las hogueras, las mutilaciones, el egoísmo, la disolución de la familia y de los afectos, la maldición al amor y a la belleza, la intolerancia, las guerras religiosas… En los frutos producidos de hecho, el mal excedió al bien [...]. Ni en el Renacimiento ni mucho después todavía, uno solo de los grandes hombres biografiados escapó a la persecución religiosa. [...] Este solo fruto inclina la balanza en contra, sin remisión. Lo que hay es que, como la libertad de pensamiento ya está adquirida, somos incapaces de apreciar aquel fruto en su espantoso horror (ibíd., pp. 118-9).

¿La libertad de pensamiento ya está adquirida? Vaz Ferreira escribe esto en 1907; si lo hubiera escrito después de la revolución rusa no habría pensado lo mismo. Los bolcheviques y los nazis asesinaron a millones por pensar distinto y sin ningún motivo religioso que los provoque. No por ello, insisto hasta el hartazgo, hay que condenar a todos los sistemas político-gubernamentales por los crímenes que los nazis y los bolcheviques cometieron. Del mismo modo, nadie niega que la Iglesia Católica haya cometido crímenes atroces; pero critiquémosla a ella por esos crímenes y no al resto de las religiones o a la religiosidad en general. Torquemada no es la religión, lo mismo que el partido nazi no es la política. Vaz Ferreira no lo entiende así, y se pone patético:

Pero es que no entendemos. Porque hay que entender, entender, ENTENDER; y solo en momentos excepcionales, por un gran esfuerzo o por un azar psicológico, entendemos lo que es esto: quemar a un hombre porque no piensa de un modo…; quemar a un hombre porque no piensa de un modo; QUEMAR A UN HOMBRE PORQUE NO PIENSA DE UN MODO… ¡Pueda el lector sentirlo a fondo! (ibíd., p. 119).

Quemarlo o gasearlo, esa es la cuestión. La Iglesia Católica quemaba gente; la Iglesia Católica es una institución religiosa; luego, la religiosidad es un cáncer social. Parece mentira, pero Vaz Ferreira razona así. Entonces yo podría razonar: el nazismo gaseaba gente (y gaseó mucha más gente que la que la Inquisición quemó); el nazismo fue un partido político; luego, la política partidaria es un cáncer social. Y es que en realidad, si analizásemos bien las cosas, comprenderíamos que no hay diferencia entre los gaseamientos nazis y las hogueras inquisitoriales. Se dice que los inquisidores mataban por motivos religiosos. Total patraña. Mataban por motivos políticos, porque la Iglesia, amén de ser una institución religiosa, es además, y fundamentalmente, una institución política, y más en aquella época en la que el poder terrenal era manejado, en iguales proporciones, por el rey y por el Papa o el obispo que lo representaba. Si alguien supone que Giordano Bruno murió quemado por causa del dogma de la santísima Trinidad, errado está de pies a cabeza. Murió quemado porque sus doctrinas minaban el poder político de la Iglesia, evidenciando la insensatez de sus posturas y restándole así fieles prosélitos que le reportaban pecuniarias ganancias. Para decirlo en modo seco, Giordano Bruno le restaba dinero a la Iglesia, le hacía perder dinero, y con la pérdida de dinero le hacía perder poder político, y por eso lo quemaron. Con la religiosidad a otra parte. Vaz Ferreira supone que a los inquisidores los movía la fe cuando lo cierto es que los movía el ansia de conservar sus posesiones, su espacio dentro del tejido social, su influencia y su papel de consejeros del pueblo. Los movía, en resumen, la política. Puede que algunos inquisidores actuaran por celo religioso. Los que obedecían órdenes, los de bajo rango, posiblemente; pero los que ordenaban, los que movían el tablero, no lo movían religiosa, sino políticamente. Pertenecían a una institución religiosa, sin duda; pero echarle la culpa de estos crímenes al celo religioso es como maldecir a la meteorología y hacer campaña para que deje de pronosticarse el clima porque un asesino que disparó sobre una multitud causando decenas de víctimas… era meteorólogo. El caso de los criminales musulmanes que, bomba al pecho, entran en un restaurante y hacen desastres, es bien distinto: aquí sí que hay celo religioso, no podemos decir aquí que los móviles son políticos. Pero estos casos no son la norma sino la excepción dentro de la experiencia religiosa, y a lo sumo lo que demandan estas situaciones es la desaparición del islamismo como religión, no la desaparición de todas las religiones en bloque, y lo mismo si se juzgan como religiosos los crímenes del catolicismo. ¡Que desaparezca la Iglesia Católica si llegamos a la conclusión de que ha traído más desdichas que bienaventuranzas! A mí no me va nada en ello, y hasta quizá me alegraría[2]. Pero guarda el hilo, que no todo el que calza sotana es un religioso y actúa religiosamente. Saber diferenciar cuándo un crimen que se comete en el marco de una disputa religiosa es, en cuanto a su motivo intrínseco, un crimen religioso y cuándo un crimen político, o incluso de otro orden, es la clave para comprender qué hay de cierto en eso de que del árbol de la experiencia religiosa penden frutos venenosos y casi nada de alimento, como supone Vaz Ferreira.



[1] Esta constante apelación a la religiosidad interior la heredó de la teología de su padre: "Henry James destacaba la obligación de huir de las formas, de las instituciones religiosas. [...] Consideraba que la religión era una revelación personal y original, y que al institucionalizarla se volvía algo indeseable" (Izaskun Martínez Martín, William James y Miguel de Unamuno, p. 60).
[2] Al catolicismo debemos, por ejemplo, esta prescripción de San Pablo en su primera carta a los Corintios, 10.25: "De todo lo que se vende en la carnicería, comed, sin preguntar nada por causa de la conciencia". Este tipo de pensamientos ha traído, si sumamos las diversas ramificaciones de las cadenas causales, mucha más iniquidad al mundo que la totalidad de los juicios inquisitoriales.

lunes, 8 de mayo de 2017

Escepticismo, determinismo y capacidad de acción

Desde su ensayo titulado “Conocimiento y acción” (dedicado William James), Carlos Vaz Ferreira intenta persuadirnos de que el escepticismo filosófico, excepto en los raros casos en que “infiltra todo el espíritu” (Pirrón), de ningún modo paraliza la acción, tan solo la suaviza:

Cuando se afirma que el dogmatismo es indispensable para la acción, y que el escepticismo fatalmente la paraliza, ¿no se hará una afirmación falsa o extremadamente exagerada, basada en lo que podría suceder, o en lo que parecería razonable que sucediera, más que en lo que sucede de hecho; más en el raciocinio que en la observación? Es precisamente lo que sostengo (Tres filósofos de la vida, p. 76).

Yo, como buen escéptico que soy, concuerdo con él, y extrapolo la explicación de Vaz Ferreira desde el escepticismo al determinismo, porque también se nos acusa a los deterministas de propiciar la inactividad (como el fatum mahometanum que describe Leibniz en el § 55 de su Teodicea), lo cual es cierto pero a medias, porque también el determinista, al igual que el escéptico, no deja de accionar sobre el mundo, solo que lo hace suavemente. A menos, claro está, que la idea del determinismo infiltre todo nuestro espíritu, en cuyo caso la inacción será total. Pero eso aún no me ha sucedido y es difícil que me suceda, porque las decisiones más encumbradas del preferir ético no provienen de la razón sino de la intuición, y por lo tanto la idea del determinismo, por muy arraigada que esté en mi cabeza, no las afecta en absoluto.

Cuando el escepticismo “no nos inhibe sino para hacernos más benévolos y piadosos en la acción, resulta una de las variedades más simpáticas y respetables de hombre que pueda encontrarse” (ibíd., p. 75). Y lo mismo sucede, digo yo, con el determinista que, merced a esta su creencia en la inimputabilidad de todo ser humano, comienza a sentir, y no solo a escribir o a vocalizar, la palabra tolerancia.

domingo, 5 de marzo de 2017

Arroz

Cito a Vaz Ferreira:

 

En aquellos tiempos [fines del siglo XIX], lo único que alimentaba eran las substancias albuminosas: la carne, los huevos, la leche; la verdura no alimentaba. Bien: los médicos tenían el perfecto derecho de equivocarse en ese caso y en miles de otros casos, como se equivocan los físicos, los químicos y todos los hombres de ciencia; hasta los astrónomos y los matemáticos. Por consiguiente, lo que nos llama la atención no es el error; pero sí el estado de espíritu en que se profesaba el error; la falta de base científica de la creencia, la falta de observación, y, sin embargo, el grado de convicción que existía con respecto a ella. Y recuerdo este caso, que cito como típico entre centenares que tengo recogidos: se le pregunta a un médico si el arroz alimenta; respuesta: “Ponérselo en el estómago es lo mismo que ponérselo en el bolsillo” (Moral para intelectuales, pp. 53-4).

 


Dice Vaz Ferreira que occidente se tomó en serio al arroz como alimento después de la guerra ruso-japonesa. Yo no necesito una guerra para convencerme de las bondades nutritivas del arroz (integral). Y hasta tanto no esté preparado sicológicamente para ingresar a un crudivorismo exclusivo, el arroz seguirá siendo una parte esencial de mi dieta, y uno de mis cereales favoritos.

domingo, 12 de febrero de 2017

Ventajas e inconvenientes de la matematización del pensamiento

 Todo razonamiento necesario es razonamiento matemático, es decir, se lleva a cabo observando algo equivalente a un diagrama matemático.
Charles Peirce,  La filosofía y la conducta de la vida

 

Charles Peirce fue mucho más lógico que James, y también más prolífico. Murió en 1914 dejando una extensísima producción:

 

Los escritos que el mismo Peirce publicó abarcan aproximadamente doce mil páginas impresas; lo que a quinientas páginas por volumen, serían veinticuatro volúmenes. Pero los manuscritos conocidos que dejó sin publicar abarcan ochenta mil páginas manuscritas, lo que representaría ochenta volúmenes más, constituyendo un total de ciento cuatro (José Vericat, nota bibliográfica introductoria del libro El hombre, un signo, de Charles Peirce).

 

Me mató el punto: yo apenas escribí, en veinticinco años que en octubre se cumplirán del comienzo de la redacción de este diario, unas pocas miles de páginas…

Y también me mató el punto en otra cuestión mucho más importante que la prolificidad: el rigorismo matemático de su pensamiento. “La metafísica que se enseña en nuestras Facultades de Letras —dice Miguel de Unamuno— es deplorabilísima, porque carece de toda sólida base científica [...]; disértase en nuestras cátedras de filosofía acerca de la noción del infinito sin la menor tintura de cálculo infinitesimal” (“La educación”, ensayo incluido en el tomo 8 de las Obras completas de Miguel de Unamuno, p. 423). Es sumamente importante colorear nuestro pensamiento, o más que colorearlo, vestirlo adecuadamente con la escrupulosidad que solo la ciencia matemática puede suministrarnos, y en esto Charles Peirce ha sido un maestro. Pero la pregunta que me surge ahora es la siguiente: en lo que respecta a la filosofía, ¿no habrá un límite, un cierto umbral, de conocimiento, de formalismo y de inclinación matemática que, si se traspasa, comienza a jugarnos en contra? ¿No será que en filosofía, siendo nefasta la poca matematicidad del pensamiento, es también nefasta la matematicidad excesiva? Yo creo que esta pregunta tiene una respuesta afirmativa, y quien más me ha despejado las dudas en este sentido ha sido, otra vez, el uruguayo Vaz Ferreira. “Las matemáticas —dice—, desde el punto de vista de su valor educativo, representan una clase de cultura que tiene ventajas e inconvenientes”. Las ventajas saltan a la vista:

 

Hábitos de precisión, [...] de justeza, tanto en el pensamiento como en el lenguaje. Enseñan, mejor que todas las demás disciplinas mentales [...] a expulsar, en absoluto, del espíritu lo vago, lo impreciso, lo indeciso, lo mal sabido, lo mal pensado, o lo no acabado de pensar, etcétera.

 

Otra virtud muy importante que aparece dentro de la mente del pensador matemático es la del optimismo intelectual:

 

De todas las disciplinas del pensamiento humano, no hay ninguna que produzca en tan alto grado ese efecto; lo que no tiene nada de extraño, si se reflexiona en que las matemáticas constituyen el triunfo por excelencia de la inteligencia humana. [...] Tienden, pues, a desarrollar esa sensación de poder de la inteligencia, que hemos llamado optimismo intelectual.

 

Por último, otras ventajas no menores:

 

Desarrollan el poder de atención, el poder de combinación, la inventiva, y otras cualidades mentales. Lo cual es verdadero en cierto grado y en cierto sentido; pero no sin restricciones.

 

Y aquí empieza lo interesante, en las restricciones que es necesario imponerle al razonamiento matemático para que no se salga de sus cauces y nos tome por asalto a la mente toda, aplicándonos lo que podría llamarse un golpe de Estado matemático al pensamiento. Para ejemplificar esto Vaz Ferreira recurre a los ajedrecistas:

 

El juego de ajedrez requiere una atención excepcional [...], el ajedrez requiere un poder de combinación tan grande, que quizá nada lo exija igual [...]. Y se podría así seguir enumerando las facultades que el ajedrez requiere: disciplina, dominio sobre sí mismo, serenidad, iniciativa, osadía (para el ataque), prudencia (para la defensa), etc., etc.…

Y sin embargo, en la realidad, un excelente jugador de ajedrez no tiene, por serlo, una sola probabilidad más de ser un hombre inteligente —en general— que quien carezca de las aptitudes ajedrecistas. [...] La facultad de jugar bien el ajedrez (y a otros juegos), es una facultad muy aparte, muy separada, que no tiene que ver con la mayor parte de las actividades intelectuales. No garantiza ni hace presumir nada sobre la mentalidad en general [...].

 

El ejercicio siempre fortifica, pero fortifica la parte ejercitada, no el organismo (mental) en su conjunto:

 

Ejercitar la atención en algo, indudablemente, alguna influencia tendrá sobre la atención en general; pero no es tanta como parece: se puede tener una gran atención para ciertas cosas, y no tenerla para otras. Pues bien: con las matemáticas, hay tendencia a algo parecido.


La inteligencia matemática es una inteligencia muy especial,

muy separada, muy aislada [...] con respecto a la inteligencia de la ciencia en general y a la inteligencia de la vida. [...] La actitud mental del matemático, o, mejor, la actitud mental del que en un momento dado procede o piensa como matemático, es distinta y opuesta a la actitud mental, tanto del que piensa en las ciencias de hechos o de realidades concretas como del que piensa en la realidad de la vida.
[...] La actitud mental del matemático [...] consiste en prescindir de lo que no sea lo supuesto, de lo que no sean los datos del razonamiento, de la demostración o del problema. En tanto que, en el pensamiento de las ciencias reales y en el pensamiento de la vida real, la actitud necesaria, y el deber mental, están en tener en cuenta lo que no ha sido supuesto, pues se trata de considerar, en lo posible, la realidad entera.

Estos aprioris de donde se parte cuando se razona matemáticamente no existen como tales en los razonamientos ordinarios, o existen en tan gran cantidad que no puede considerárselos a todos a la hora de resolver una determinada cuestión. De ahí que el pensamiento matematista, cuando desborda los límites de la operación matemática propiamente dicha y se extrapola hacia otras direcciones, se torna riesgoso.
En las ciencias fácticas, en cambio, este peligro no existe:

La clase de razonamiento de las ciencias de realidad, es [...] la misma de la vida real, la misma de la vida práctica; en tanto que la actitud matemática, se opone a las dos. Entre el muchacho que recoge una piedra para tirársela a otro, [...] y el sabio que recoge esa piedra [...] para analizar sus componentes —hay diferencia: en cuanto a los conocimientos, y en cuanto al designio con que se procede; pero la actitud mental es exactamente del mismo orden. [...]
La actitud matemática, es mentalmente opuesta: consiste en mantenerse consecuente con un supuesto; y, por consiguiente, es negativa, refractaria, hostil, diremos a todo hecho nuevo. (Se entiende: no se habla de lo nuevo que pueda venir por vía de demostración, de lo nuevo que resulta del supuesto desarrollado; esa es otra cosa).
Por consiguiente, se puede ir ya reflexionando sobre esta diferencia, para anticipar una consecuencia [...]; y es que la cultura matemática debe ofrecer peligros, si se abusa de ella.
Si la actitud mental del físico, del químico, del anatomista [...] es la misma, y es la misma de la vida real, es evidente que, desde ese punto de vista al menos, no puede existir ningún peligro en cultivar esas ciencias en el grado que se quiera: Pero si la actitud mental matemática es opuesta a la actitud mental que requieren toda las ciencias de realidades, y que requiere la vida misma práctica, entonces, es claro que en el desarrollo excesivo, unilateral, sin contrapeso, de la cultura matemática, debe haber una tendencia peligrosa.

Hay otra diferencia, también importante, entre los razonamientos de orden matemático y los razonamientos de la vida real:

En las proposiciones de la vida corriente, de nuestra creencia normal sobre realidades, nos vemos obligados continuamente [...] a introducir restricciones, salvedades, relatividades, gradaciones, que nunca observamos en las proposiciones o en las afirmaciones matemáticas.
Continuamente oímos decir: “Pedro es bueno; pero bueno en cierto sentido y hasta cierto punto. Por ejemplo; como padre, como hombre de familia, es muy bueno; como político, no: es inmoral, es complaciente, es débil”. [...] Aquí viene una serie de restricciones y salvedades, de las que resulta que Pedro es bueno desde ciertos puntos de vista, y no es bueno desde otros. [...] No encontramos en los tratados de matemáticas, proposiciones que tengan ese aspecto. Por ejemplo, los tratados de matemáticas no nos hablan de líneas que sean más o menos tangentes que otras, ni de líneas que sean relativamente tangentes, ni de un triángulo que sea más equilátero que tal otro triángulo, y menos que tal otro. [...] El término “triángulo equilátero” [...] tiene una sola significación, no varias; si algún término matemático pudiera presentar varios sentidos, inmediatamente los matemáticos se preocuparían, cumpliendo su deber, de reducirlo a uno solo. [...] La significación de ese término [...] tiene un límite que es preciso: se pasa de golpe, y no por grados, de lo que es triángulo equilátero a lo que no es triángulo equilátero. Si algo es triángulo equilátero, lo es completamente; y si no, no lo es, en absoluto: aquí no hay penumbras, no hay transiciones insensibles. [...] Entre tanto, los términos que se emplean en la vida corriente [...] no solo no son todos como los términos matemáticos, desde este punto de vista, sino que difieren de ellos en su gran mayoría.

Pone Vaz Ferreira el ejemplo del término preferido de los eticistas:

Todos los matemáticos del mundo están de acuerdo sobre lo que quiere decir “triángulo equilátero”; pero serán pocos los hombres que tengan de la significación del término bueno una idea (o mejor, un estado mental [...]) que coincida en todo.
Pero además, y sobre todo, la connotación del término bueno acaba en penumbra: se va perdiendo poco a poco, se va haciendo cada vez menos aplicable; pero no deja de serlo de golpe: hay hombres que son claramente buenos [...]; hay otros hombres que no son tan buenos, pero a quienes todavía llamamos buenos; y llega un momento en que la palabra bueno va dejando poco a poco de ser aplicable: los límites, son completamente vagos.
En las ciencias de la realidad, hay muchos términos cuya aplicación ofrece el mismo carácter que los de la vida práctica. [...] Lo que no existe en las matemáticas, donde todo término tiene o debe tener una connotación absolutamente precisa, de límites claros y sin grados ni distinciones.
Ahora ¿qué resulta de aquí?
Esto: que la disciplina matemática tiende a crear un modo de pensar que, adecuado a las clases de nociones o de términos que se manejan en matemáticas, resulta inadecuado, no diremos para todo el pensamiento de la realidad y de las ciencias de la realidad; pero sí para muchas de sus manifestaciones.

El peligro mayor de todo esto es la sensación que el pensador de orientación matemática puede llegar a tener respecto de la seguridad y confiabilidad de la conclusión no matemática a la que ha llegado a través de sus argumentaciones:

Tendiendo las matemáticas a acostumbrar al espíritu a tratar todas las nociones como si fueran de connotación precisa y de límite preciso, uno de sus peligros es que, no solo no acostumbran a manejar las nociones o términos de connotación vaga, sino que acostumbran a manejarlos mal, esto es, a manejarlos como si tuvieran connotación precisa. Y de aquí resulta precisamente que la cultura matemática, en cuanto queda sola, o en cuanto no es lo suficientemente neutralizada o completada por otras culturas, tienda, como ninguna otra, a ese defecto mental que se llama el simplismo, y a engendrar el paralogismo de falsa precisión.

Tiende, el pensador de orientación excesivamente matemática, a desdeñar los hechos, a relegarlos siempre a un segundo plano, puesto que los hechos no interesan en absoluto a la hora de realizar ecuaciones:

El matemático se acostumbra a manejar muy exclusivamente el raciocinio, y el hábito de proceder así en la realidad [...] se va haciendo cada vez más peligroso a medida que se trata de realidades más complejas. Menos impunemente que un astrónomo puede un químico no ser más que un razonador; y si un médico no fuera más que un razonador, sería un pésimo médico.

En síntesis:

Desde el punto de vista educativo, tiende la cultura matemática a producir simplismo, falsa precisión, prescindencia de la realidad, no tener en cuenta lo ignorado, ilusión de comprender del todo, gran seguridad falsa y ficticia.
[...]
La práctica nos muestra que, cuando los matemáticos de cultura exclusivamente matemática se ponen a hablar de cosas no matemáticas, suelen exhibir un simplismo tan grande, que llega hasta la incomprensión, a veces, de las mismas cuestiones; y una firme e ilegítima sensación de seguridad y de superioridad (al matemático [...] lo impresiona mal lo dudoso, lo incierto, así como el reconocimiento de lo parcial del saber; la suspensión del juicio, etc.).

Llega por fin Vaz Ferreira a su conclusión:

La cultura matemática debe darse, pero no predominantemente, ni menos exclusivamente.
Entiéndase bien: si cada hombre ha de ser un hombre completo, el hecho de que haya matemáticos que no sean más que matemáticos, podrá ser útil; pero tomándolos como en una sociedad de hormigas o de abejas se toma al insecto que no sabe hacer más que una o algunas cosas, esto es, como un instrumento. Podrá convenir a la humanidad, considerada en conjunto, que haya matemáticos puros, aun cuando no sepan pensar fuera de las matemáticas [...]; pero si consideramos las sociedades humanas como compuestas de individuos que deben, si no ser totalmente completos, por lo menos, serlo hasta un cierto grado; y si consideramos al individuo mismo que haya de recibir la cultura, entonces la consecuencia es la que hemos enunciado: la cultura matemática, desde el punto de vista educativo, ofrece, junto con su gran utilidad, serios peligros; debiéndosela, por consiguiente, dosificar en un grado adecuado, y completarla y neutralizarla con otras formas de cultura (Carlos Vaz Ferreira, “Valor educativo de las matemáticas”, ensayo incluido en el tomo XXI (suplemento) de sus Inéditos, pp 231 a 252).

Me mortificaba yo a veces por el hecho de haber abandonado mis estudios universitarios para la licenciatura en matemáticas a los pocos días de haberlos comenzado. Me mortificaba no porque continuase con la idea de ser un eximio matemático, sino porque suponía que las matemáticas me ayudarían a mejor pensar sobre las cosas que al pensador filosófico más le obsesionan. Creo ahora que el destino, o como quieran llamarlo, prepara a veces el camino de uno de una mejor manera que como podría hacerlo uno mismo, desechando obstáculos que no vemos como tales, y que hasta consideramos auxilios. Creo ahora, si no se me ha entendido, que las matemáticas que tengo en la cabeza son más que suficientes para pensar al modo filosófico, y que si me hubiera excedido en la dosis, como estuve a un paso de hacerlo, varios de mis puntos de vista relacionados con mis más íntimas creencias se habrían echado a perder.

sábado, 11 de febrero de 2017

La crítica de Vaz Ferreira al pragmatismo de James

Me parece que algunos de mis críticos sufren mucho debido a su incapacidad casi patética para comprender las tesis que intentan refutar.
William James, El significado de la verdad, prefacio

De todos los críticos del pragmatismo de James, el que ha resultado más demoledor, claro e inteligente ha sido el uruguayo Carlos Vaz Ferreira. Y como por ser latinoamericano su crítica no ha trascendido demasiado, la transcribiré aquí con algún detalle:

Mientras los pragmatistas se han limitado a mantenerse en el terreno especulativo, y a dar una teoría de la verdad, no han hecho [...] más que explicar la verdad. Pero, de esta explicación de la verdad, han pretendido sacar consecuencias prácticas, y, en este punto, llamo la atención de ustedes de la manera más especial sobre el gravísimo error cometido.
La confusión fundamental de James y de los otros pragmatistas, ha consistido en pretender sacar consecuencias prácticas de lo que no hubiera debido ser más que una definición o explicación de la verdad. Han cometido el mismo sofisma que hubiera cometido Berkeley si hubiera pretendido sacar consecuencias prácticas de su idealismo.
Supongamos que los argumentos de Berkeley nos han convencido: que nos hemos hecho idealistas: lo cual quiere decir que hemos admitido que la materia no es otra cosa que estados de conciencia. Una vez que hemos admitido esta doctrina, ¿hay algo cambiado en la práctica? ¿Significará, la admisión del idealismo, que, desde ese momento, lo que era, por ejemplo, duro, pesado, suave, blando, sólido, líquido o gaseoso, deje de ser lo que era antes? ¿Implicará, por ejemplo, que desde ese momento no deberemos ya tener miedo de que nos atropelle un vehículo o de que nos caiga un andamio en la cabeza? [...] Porque seamos idealistas ¿ya no deberemos, como antes, evitar el golpe de un arma filosa o el de un objeto pesado? No, en manera alguna. Hemos explicado la materia por estados de conciencia; pero los estados de conciencia siguen siendo lo mismo que antes. [...]
Pues bien: a mí me parece evidente que los pragmatistas, al pretender deducir consecuencias prácticas de sus teorías de la verdad, han caído exactamente en ese mismo sofisma.
¿La verdad se reduce a las consecuencias próximas y remotas, reales y posibles, de una proposición o doctrina?
Perfectamente. Aun suponiendo que admitamos nosotros esa explicación de una manera plena y sin reserva alguna, aun en ese caso, lo que era verdad antes de admitirla, sigue siendo verdad después: lo que era error antes, sigue siendo error ahora: lo que era verdadero o falso, dudoso o probable, legítimo o ilegítimo desde el punto de vista lógico, sigue siendo exactamente lo que era antes. Debemos seguir temiendo al error, después de ser pragmatistas teóricos, como debemos seguir temiendo a los trenes o a los golpes, después de ser idealistas teóricos. No hay nada modificado.
El sofisma consiste, pues, en haber procurado sacar, de una definición de la verdad, consecuencias prácticas, relativas a nuestras relaciones con la verdad. Exactamente como el sofisma de un berkeleyano que no hubiera comprendido el sistema, hubiera podido consistir en sacar de una definición de la materia, consecuencias prácticas, mecánicas, referentes a nuestras relaciones con la materia.
Voy a presentar otro aspecto del mismo sofisma.
Admitamos siempre la teoría pragmatista de la verdad. La verdad se reduce a consecuencias: la verdad es consecuencias.
¿De qué consecuencias se trata? ¿De todas las consecuencias, actuales y futuras, reales y posibles, conocidas y desconocidas, previsibles e imprevisibles (como a veces, en ciertos momentos, lo sostienen los pragmatistas)? ¿O bien se trata de algunas consecuencias; por ejemplo: de las consecuencias que pueden percibirse, que pueden preverse: de las consecuencias que ocurren en un momento dado o en una época dada; de las que afectan a un individuo determinado o a una sociedad determinada?
En el primer caso, como he procurado explicarlo, el pragmatismo teórico no afecta absolutamente en nada las reglas de creencia; en el segundo caso sí las afecta. Es entonces cuando el pragmatismo podría tener consecuencias prácticas: pero es entonces cuando el pragmatismo se vuelve una doctrina funesta.
La verdad de una doctrina, nos dicen loe pragmatistas, se reconoce en su "éxito"... Palabra elástica, vaga y de mal uso. ¿De qué éxito se trata? ¿De un éxito concreto, temporal, que ocurre en un momento dado para una persona, para varias personas, para una sociedad? ¿Reconocemos (como dice Schiller) la verdad de una idea en que podemos cabalgar sobre ella? Muy bien: en ese caso, si yo sostengo que Dios es Dios y Mahoma su profeta, y si lo sostengo en Turquía, cabalgo sobre esa idea; si lo sostengo en la República del Uruguay, no cabalgo. ¿Eso quiere decir que la idea, en el primer caso, sea verdadera, y en el segundo caso sea falsa? Inmediatamente responderían los pragmatistas: "¡No! Hay que tomar ampliamente las consecuencias: no se trata del éxito de una persona, ni siquiera, tal vez, del éxito de una sociedad; se trata, no solamente de consecuencias próximas, sino de consecuencias remotas, y aun de consecuencias posibles"; pero en ese caso, volvemos otra vez a la primera doctrina; y entonces el pragmatismo —fíjense bien en esto-- queda encerrado en un dilema: o bien su definición de la verdad se refiere a todas las consecuencias tomadas con la mayor amplitud, y entonces no modifica la práctica; o bien modifica la práctica, pero es prescindiendo de algunas consecuencias posibles, por lo menos, de las creencias; y, en este caso, modifica la práctica en mal sentido, y el pragmatismo se vuelve un sistema funesto, porque nos conduce a tomar en muchísimos casos el error por verdad, buscando el criterio del éxito. Error y verdad, aun en el sentido amplio de los mismos pragmatistas.
[...]
William James, como procuraré dentro de un momento mostrarlo con citas de sus obras, piensa y escribe en un estado de oscilación continua [...]. A veces toma el pragmatismo en un sentido; a veces, en otro; justifica, por ejemplo, el pragmatismo teórico, y después pasa a justificar el pragmatismo práctico como si fuera una consecuencia de él. Cuando encuentra alguna dificultad y sin darse cuenta de ello, vuelve al primer sentido; y esto explica, entre otras cosas, la buena fe evidente con que se queja de haber sido mal comprendido.
Procuraremos ver claro esto con algunas citas. Sigan ustedes este párrafo:
Al frente de esta corriente de lógica científica se hallan Schiller y Dewey con la explicación pragmática de lo que significa la verdad en todos los sitios (William James, El pragmatismo[1]).
Significa: noten que aquí se trata de lo que yo he llamado el pragmatismo teórico, esto es, de una explicación de la verdad.
Estos profesores dicen que en todas partes verdad —en nuestras ideas y creencias— significa lo mismo que en la ciencia. No quiere decir, explican, sino que las ideas (que no son sino partes de nuestra experiencia) llegan a ser ciertas en cuanto nos ayudan a entrar en relación satisfactoria con otras partes de nuestra experiencia.
De modo que continúa el autor tomando el pragmatismo en el sentido teórico: se trata de la significación de la verdad. Y, después de unas pocas líneas, continúa así:
Cualquier idea sobre la que podamos cabalgar, por así decirlo, cualquier idea que nos conduzca prósperamente de una parte de nuestra experiencia a otra, enlazando las cosas satisfactoriamente, laborando con seguridad, simplificándolas, ahorrando trabajo es verdadera; esto es, verdadera instrumentalmente.
Creo que, después de la explicación precedente, ustedes han podido notar con facilidad cómo el autor se pasa, se corre, del primer sentido al segundo. En las primeras líneas del pasaje, habla de lo que la verdad significa: hace lo que haría Berkeley al decirnos que la materia se compone de estados de conciencia —lo cual no debe modificar en nada nuestras relaciones mecánicas con la materia —; pero, en la parte final del pasaje, nos dice que una idea en la cual podemos cabalgar, es una idea verdadera. ¿Qué quiere decir cabalgar? Es evidente que aquí se refiere a un éxito personal; en todo caso, limitado; que aquí piensa únicamente en algunas de las consecuencias prácticas de la idea. Un mahometano, por ejemplo, cabalga sobre su mahometismo, a condición de estar en Turquía. ¿Quiere decir eso que su mahometismo sea verdadero? No, aun dentro de la teoría de James, aun dentro de la teoría que admitía al principio de su pasaje, porque allí no se trataba únicamente de algunas consecuencias, sino de todas, incluso todas las posibles; pero en la segunda mitad del pasaje, se refiere únicamente al éxito práctico, a ese éxito concreto que traduce únicamente algunas de las consecuencias de la doctrina. [...]
Véase en la siguiente frase un ejemplo típico de la aplicación viciosa del pragmatismo:
Si las ideas teológicas prueban poseer valor para la vida concreta, serán verdaderas para el pragmatismo en la medida en que lo consigan. Su verdad dependerá enteramente de sus relaciones con las otras verdades que también han de ser conocidas.
Una consecuencia de este orden no se deduce, en manera alguna, del pragmatismo teórico. El pragmatismo teórico consistía en sostener que la verdad, analizada, se reduce a las consecuencias de las doctrinas; pero a condición de que entren todas las consecuencias, no sólo reales sino posibles. Mas aquí no se trata de eso: el autor habla de “la vida concreta”. Una persona determinada, o una sociedad determinada, encuentra, en un momento dado, "éxito": éxito de cualquier orden, sea material, sea espiritual, en ciertas ideas teológicas. Aun dentro del pragmatismo teórico, eso no quiere decir que sea aplicable a dichas ideas teológicas la definición de la verdad: se ha prescindido de consecuencias remotas, de consecuencias posibles, y la prueba de que es así, es que, este criterio de verdad, podríamos nosotros aplicarlo a otras ideas teológicas, que el mismo James reconocerá, como otro cualquiera, que son falsas (por ejemplo, el fetichismo, o la adoración de los animales), y que, sin embargo, en su tiempo, han tenido, como diría James, un valor para la vida concreta…
Es, pues, siempre, el mismo error. Un berkeleyano que comprendiera inteligente y consecuentemente su sistema, nos diría: "La materia se reduce a estados de conciencia. Pero todas nuestras reglas de conducta con relación a la materia, sean racionales, sean instintivas, lo mismo que nuestros sentimientos hacia la materia; todo eso, debe quedar". [...] Pues bien: exactamente del mismo modo, aun cuando se admita el pragmatismo teórico de James, ha de quedar subsistente, por una parte, toda la lógica, a condición, naturalmente, de que sea lógica buena: como queda subsistente el arte de edificar, dentro del idealismo de Berkeley, así ha de quedar subsistente, dentro del pragmatismo teórico, el arte de pensar. E igualmente, por otra parte, como quedan subsistentes, dentro del idealismo de Berkeley, nuestros instintos relativos a la materia, así también han de quedar subsistentes nuestros instintos y nuestros sentimientos relativos a la verdad, aun dentro del pragmatismo teórico de James. Por ejemplo: ese sentimiento que hace que nosotros distingamos lo verdadero de lo que tiene éxito, ese sentimiento que nos conduce a reprobar la conducta de los que adoptan creencias teniendo en cuenta su éxito, todos estos sentimientos, son legítimos, y deben quedar, dentro de la teoría de James, y siempre que ella sea debidamente comprendida.
Diré solamente que la verdad es una especie de lo bueno y no como se supone corrientemente una categoría distinta de aquello coordinada con ello. La verdad es el nombre de cuanto en sí mismo demuestra ser bueno como creencia.
Esta es una confusión de términos, que puede llevar a una confusión de ideas.
Supongamos que un hombre es mahometano en Turquía, y otro es mahometano en el Uruguay. En estos dos casos, hay un elemento común y un elemento distinto. El elemento común, es el que nosotros estamos acostumbrados a llamar verdad o falsedad de la doctrina, idéntico en un caso o en otro; y el elemento distinto, es un elemento de éxito, o, si ustedes quieren, de bien.
William James, como cualquiera, es muy libre de designar esos dos elementos con el mismo nombre; pero en ello no encontramos ningún beneficio, y sí, al contrario, graves inconvenientes.
Sin duda, la cuestión de designación será una cuestión de palabras. Pero es indudable que, en el hecho, hay en esos dos casos un elemento común que no es de la misma clase que el otro elemento; y, por consiguiente, es razonable y práctico seguir llamando al uno "verdad" y al otro "éxito", como estamos acostumbrados a hacerlo.
Naturalmente que un pensador como James tenía que tropezar en esta dificultad, y había de procurar resolverla.
Véase este párrafo, que es característico:
Acabo de decir que lo que nos conviene es verdadero, a menos que la creencia no entre en conflicto incidentalmente con otra ventaja vital. Ahora bien: en la vida real, ¿con qué beneficios vitales se halla más expuesta a chocar cualquier creencia particular nuestra? ¿Con cuáles sino con los beneficios vitales aportados por otras creencias, cuando éstas prueban ser incompatibles con aquéllas? En otras palabras, el enemigo mayor de cualquiera de nuestras verdades puede serlo el resto de nuestras verdades.
Si se comprende bien este párrafo, se ve la prueba más acabada de aquella oscilación de William James. En sus ejemplos concretos anteriores (como, por ejemplo, en el de las ideas teológicas, que cité hace un momento), él se refiere a algunas consecuencias de las doctrinas; tropieza con la dificultad, y entonces se refugia, como ahora, en el pragmatismo amplio, puramente teórico, que abarcaría todas las consecuencias de las doctrinas, sin darse cuenta de que, una vez que sea ese el pragmatismo que él admita, no tiene derecho a sacar de él ninguna consecuencia práctica.
[...]
Un párrafo muy interesante para la crítica:
Nuestra obligación de buscar la verdad es parte de nuestra obligación general de hacer lo que paga.
(Pagar, en el sentido de dar resultados)
El pago que dan las ideas verdaderas es la única razón de nuestro deber de adoptarlas. Idéntica razón existe en el caso de la riqueza o de la salud. La verdad no nos reclama otra cosa, ni nos impone otra clase de deber que lo que hacen la salud o la riqueza. Todas estas imposiciones (claims) son condicionales; los beneficios concretos que ganamos son lo que queremos significar cuando llamamos un deber a la persecución de la verdad. En el caso de la verdad, las creencias falsas trabajan tan perniciosamente, a la larga, como las creencias verdaderas trabajan beneficiosamente.
Esta imagen puede perfectamente servirnos para acabar de comprender, si aún fuera preciso, el sofisma capital del pragmatismo. Voy a servirme de la misma comparación: Lo que James no ha sabido ver, aunque sus expresiones literales indiquen otra cosa, es que, la verdad, paga, es cierto; pero paga a crédito. El sofisma del pragmatismo práctico ha sido no ver más que el pago al contado, o, cuando más, en materia de crédito, no ver muy lejos. De manera que, si bien teóricamente los pragmatistas tienen en cuenta el crédito en toda su extensión […], cuando pretenden sacar consecuencias prácticas de la doctrina, o no ven el crédito, o lo ven con una vista muy estrecha o muy corta. (Naturalmente, hay una diferencia; la imagen es imperfecta desde un punto de vista, y es éste: que, el crédito de la verdad, es infinito: quiero decir con esto que nunca puede limitarse de antemano el beneficio o la cantidad de beneficio que una verdad pueda rendir. Salvo esta diferencia, la misma metáfora de James es adecuada para suministrarnos un ejemplo de su paralogismo).
De manera que la conducta práctica (teniendo en cuenta ese crédito ilimitado de la verdad), la conducta práctica verdaderamente razonable y útil, aun pragmáticamente, consiste en no pensar en el pago. Justamente porque nadie puede determinarlo de antemano; justamente porque nadie puede saber la cantidad de beneficio que una verdad puede darnos; justamente porque podemos considerar ese beneficio como prácticamente ilimitado, nuestra conducta práctica más razonable, aún desde el punto de vista pragmatista, es la de buscar la verdad incondicionalmente y prescindiendo en absoluto de esos beneficios: dándolos por seguros.
[…]
Dentro de los principios pragmáticos, no podemos rechazar una hipótesis si se siguen de ella consecuencias utilizables para la vida. Las concepciones universales, como cosas que hay que tener en cuenta, pueden ser tan reales para el pragmatismo como lo son las sensaciones particulares. No tienen en verdad ningún significado y ninguna realidad, si no tienen ningún uso. Pero si tienen algún uso, tienen, en esa misma proporción, significado.
Ustedes mismos notan ya que en algunos casos, como en éste, las aplicaciones de la doctrina se vuelven demasiado groseras; y precisamente ello ocurre a consecuencia siempre de la misma falacia: después de haber sentado una doctrina que se referiría a todas las consecuencias reales y posibles, presentes y futuras, las cuales nunca pueden preverse de antemano, James, en ciertos momentos, piensa sólo en las consecuencias inmediatas o visibles, concretamente, en un momento dado, en una época dada, y nos dice, por ejemplo, que "no podemos rechazar una hipótesis si se siguen de ella consecuencias utilizables". ¿En qué está pensando James en este momento?... Consecuencias "utilizables": ¿cuándo? ¿Para quiénes?... Al hablar así, evidentemente, James está pensando sólo en consecuencias utilizables en un momento dado, para un individuo, para una sociedad. Oscila, pues, se corre de una a otra concepción; y de una doctrina sin duda seria y profunda, como el pragmatismo teórico, puede llegar, en virtud de esa oscilación, a consecuencias tan groseras como las que se exponen en el pasaje leído.
El criterio de James hubiera podido aplicarse a cualquier doctrina falsa, en la época en que dominaba; y si esa doctrina falsa ha sido sobrepasada por la humanidad, ha sido gracias a la acción de los que rechazaban las hipótesis no obstante sus consecuencias utilizables, y a pesar de la acción de los que se atenían inconscientemente a la estrecha y grosera regla pragmatista.

(Carlos Vaz Ferreira, “El pragmatismo” (1909), ensayo incluido en el libro Tres filósofos de la vida, pp. 148 a 161.)[2]




[1] El resto de las citas que trae a colación Vaz Ferreira también pertenecen a este libro de James.
[2] Henri Bergson no coincide con Vaz Ferreira: "Se ha dicho que el pragmatismo de James no era más que una forma del escepticismo, que rebajaba la verdad, que la subordinaba a la utilidad material, que desaconsejaba, que desalentaba la búsqueda científica desinteresada. Una tal interpretación jamás vendrá al espíritu de quienes lean atentamente la obra" (El pensamiento y lo moviente, cap. VIII, p. 202). Deberemos, pues, Vaz Ferreira y yo, leer nuevamente el libro de James, y esta vez con mayor atención…