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viernes, 27 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (cuarta parte)

Habla Stern de "nuestros valores" para referirse, indistintamente, al conglomerado de valores que una determinada sociedad esgrime en su conjunto y a los valores esgrimidos por cada uno de sus integrantes en su propia individualidad. No parece tomar en cuenta el caso de que haya personas que no compartan los patrones axiológicos que su propia sociedad considera más elevados: "Puesto que nuestros valores son los únicos que podemos sentir y nuestras verdades las únicas que pueden resultarnos convincentes, nuestro prejuicio en su favor es casi inevitable" (ibíd., p. 221). La conciencia social manda y los carneros obedecen. Pero sería necio suponer que los valores imperantes en una determinada época y lugar sean afirmados por todas y cada una de las personas que viven bajo su yugo; por eso Stern, unas páginas adelante, borra aquello del "casi inevitable" y se aferra a las matemáticas: "No todos los miembros de una nación valoran del mismo modo, pero el promedio se caracteriza por cierto estilo de valoración" (ibíd., p. 265). Esto es evidente, siempre hay un mínimo de inconformistas. Lo interesante sería saber si existe un criterio epistemológico válido como para considerar a estos inconformistas mejor o peor parados, en sentido ético, que a los conformistas, considerando por supuesto los porqué de las discrepancias y la discrepancia misma. Esta cuestión, según el criterio de Stern, no parece representar un problema: conviene, si lo que buscamos es el progreso nacional, estar siempre del lado de la borreguil mayoría:

¡Desdichada la nación que no cree en sus verdades y valores! Nunca creará nada y caerá en un escepticismo paralizante. ¡Pero no hay necesidad alguna de que vivamos sin creer en nuestras verdades y valores! Aun comprendiendo que son relativos a nuestra época histórica y a nuestra civilización creemos en nuestros valores y verdades por la sencilla razón de que son hijos de nuestro tiempo y de que representan, por lo tanto, la conciencia axiológica y epistemológica de nuestra época. Es en nombre mismo del historicismo, que podemos insistir en la validez de nuestros patrones para nuestra época y para nuestra civilización (ibíd., p. 221).

El imperativo categórico que propugna Stern sería el del tradicionalismo, el del no innovar, so pena de paralizar el progreso de la patria. Así, si yo deseo incentivar el vegetarianismo dentro de la nación Argentina, tradicionalmente carnicera, estaría obstaculizando el progreso de la misma. No interesa evaluar si el vegetarianismo es mejor o peor, ética, higiénica, económica o ecológicamente que el carnivorismo; lo único que parece interesarle a Stern es la creencia en las verdades y los valores del pasado y en su mejor conservación. Extraña creencia en el progreso tenía Stern: se progresa más cuanto más se aferra la sociedad a sus propios valores tradicionales y desdeña los valores de las minorías inconformistas. El progreso social implica para él un simple perfeccionamiento de los valores ya implícitos en cada sociedad, sin interferencias foráneas ni comparaciones de ningún tipo:

Sería un gran error creer que el progreso es una ley inherente a la evolución de la humanidad, pues esta creencia presupondría una metafísica teleológica cuya validez no podría demostrarse. Vemos, por el contrario, que algunas sociedades no han experimentado ningún progreso en el curso de la historia y que aún permanecen estáticas. Pero nuestra sociedad progresa y esto lo podemos establecer cuando juzgamos sus realizaciones mediante las normas que nos hemos dado y que nos sirven de pautas (ibíd., pp. 226-7).

Como Stern no creía en la existencia de valores intrínsicamente más deseables que otros, no aceptaba que el progreso social consistiese en eso, en pasar de un conglomerado de valores menos deseables a otros más deseables; tenía que conformarse con progresar profundizando los valores que previamente se habían elegido, sin interesarse siquiera en el análisis de esos valores y en si podrían conducirnos a buen puerto o todo lo contrario. Puesto que no son buenos ni malos en sí mismos, lo mejor es seguirlos ciegamente y evitar las discrepancias, suponía.
A decir verdad, Alfred Stern sí creía en determinados valores objetivos, que llamaba "transhistóricos" para diferenciarlos de los valores históricos, relativos a cada civilización y dependientes de ellas:

El hecho de que los hombres acepten y hayan aceptado siempre su condición humana revela, en mi opinión, la existencia de ciertas valoraciones fundamentales comunes a todos los hombres, a todas las civilizaciones, a todas las épocas históricas y a todos los medios sociales. Consisten estas valoraciones en atribuir a la vida y a la salud un valor positivo y al sufrimiento y a la muerte un valor negativo. Estos valores, que denomino existenciales, son intrínsecos, pues son afirmados por sí mismos. [...] Todo lo que preserva la vida y alivia el sufrimiento humano se vuelve un valor positivo, mientras que todo lo que amenaza la vida y aumenta el sufrimiento se convierte en un valor negativo. Así ha ocurrido en todas las épocas y así ocurre en todas partes (ibíd., p. 233).

Comparando esta hipótesis con mis propios postulados axiológicos, digo que Stern considera que existen, de manera objetiva, los valores que yo denomino vitales y también el valor ontológico de cada persona en tanto que persona, mientras que les niega valor objetivo al resto de los grupos (valor ontológico supremo, valores éticos, estéticos, intelectuales y culturales). De este modo, queda Stern a medio camino entre el esencialismo scheleriano y el relativismo extremo de los historicistas:

El historicismo ya no puede afirmar [...] que todos los valores son hijos de sus respectivos tiempos y que no es posible probar su validez transhistórica. Hemos hallado [...] algunos valores existenciales intrínsecos cuya validez transhistórica no puede negarse, puesto que se pone de manifiesto en la aceptación de la condición humana por todos los hombres de todas las épocas a través de su común proyecto de vivir (ibíd., p. 237).

En resumen,

el código de valores derivados del proyecto humano transhistórico de vivir postula el valor positivo del hombre y de su vida. A mi entender, el mejor compendio de esta ética humana básica se encuentra en la sentencia de Séneca [...], el hombre es sagrado para el hombre (ibíd., p. 249).

Esto del valor intrínseco innegable de la vida y la salud para "todos los hombres de todas las épocas a través de su común proyecto de vivir" es, por lo pronto, problemático, teniendo en cuenta a los suicidas, a los guerreros y a los millones de seres humanos que han despreciado palmariamente su propia vida, subordinándola a otros intereses que consideraban más elevados. Pero supongamos que en general, la afirmación de la vida y la salud se verifica doquiera existan o hayan existido seres humanos. Sentado este aserto, hemos encontrado, a criterio de Stern, un método válido y objetivo para juzgar determinadas conductas sociales establecidas a través de la historia, algo que un relativista duro difícilmente ambicionaría. Armado de esta nueva objetividad, pretende Stern quedar a salvo de las críticas vertidas en mi anterior entrada, las que hablan de las quemas de brujas o de la indeseabilidad ética del nazismo:

La inalterable condición humana, el proyecto transhistórico de hacerle frente, o sea de vivir, y el código de valores que emerge de este proyecto con el nombre de ética humana básica, nos suministran por fin una pauta suprahistórica para juzgar los valores de todos los proyectos históricos. Esta pauta suprahistórica nos permite condenar [...] todos los ataques a los únicos valores suprahistóricos: la vida y la salud del hombre y las condiciones objetivas necesarias para su preservación en la tierra. Esto significa que estamos autorizados, en nombre de nuestra ética humana básica [...] a castigar todas las violaciones del carácter sagrado de la vida humana, todas las matanzas, las crueldades, los sufrimientos impuestos deliberadamente a los hombres en cualquier período de la historia humana. Estamos autorizados así a condenar los combates con animales feroces impuestos a los gladiadores romanos, las hogueras de la Inquisición, las cámaras de gas de Hitler y las ejecuciones secretas ordenadas por Stalin, pues cualesquiera que hayan sido las "concepciones" de determinado período o civilización histórica, la vida y la salud siempre fueron juzgados valores positivos, ya que los hombres siempre aspiraron a vivir libres de padecimientos. De manera que ninguna costumbre, dogma o tradición históricamente condicionados tienen derecho frente a los valores suprahistóricos de la vida y la salud (ibíd., p. 249).


Estas palabras, lo concedo, atenúan mis críticas respecto de la moral borreguil propugnada por Stern: el respeto por la vida y por la salud de los habitantes de una sociedad pueden más que los valores tradicionales que dicha sociedad desea preservar. Mas no creo que con tan pequeño suelo de objetividad podamos salir airosos en la complicada empresa que representa el juicio ético inter-social. En efecto, en lo que respecta a la caza de brujas, Stern diría: es objetivamente inmoral o inética, porque conspira contra la salud y la vida de determinados habitantes de la sociedad, a saber, las mujeres sospechosas de brujería. Pero entonces yo contestaría: ¿Y la actual pena de muerte? ¿No conspira contra la vida de los criminales, que también habitan la sociedad que los condena? “Lo concedo, dirá Alfredo: la pena de muerte también es objetivamente inética”. ¿Y las prisiones, estimado oponente? ¿No conspiran las prisiones, al menos en su estado actual, y dejando de lado las honrosas nórdicas excepciones, no conspiran contra la salud de los presidiarios? Como no imagino que Alfredo me dé la razón y pretenda considerar inético al sistema penitenciario, imagino que me contestaría de la siguiente manera: "Las prisiones conspiran contra la salud de los presidiarios, pero también coadyuvan a mantener sanos a los no presidiarios, por no exponerlos al crimen cotidiano; y como los no presidiarios son mayoría, en un sentido estadístico las prisiones actúan a favor de la salud y la vida y no en contra". Pero entonces --replicaría yo--, ¿no estamos en el mismo caso que en el de la quema de brujas? ¿No conviene quemar 200 o 300 brujas con el objetivo de salvar de las brujerías al resto del tejido social? 300 brujas menos es mejor que tres millones de embrujados. "Lo sería --repondría Alfredo-- si estas señoras o señoritas hubieran tenido la capacidad de embrujar gente, pero no la tenían". ¿Y quién dice que los presidiarios tendrían, si egresasen de la prisión, la capacidad de perjudicar la salud de los no presidiarios? "Los sociólogos que investigan el tema". Pues los que investigaban el tema de las brujas, en la época de la Inquisición, opinaban que las brujas existían y que embrujaban, y entonces tenían todo el derecho, guiándose por la ética de la preservación de la salud y de la vida, a separar de la sociedad a esas personas que consideraban nocivas para ella. Ahora sabemos, o creemos saber, que las brujas no existen, y por eso ahora, bajo nuestro punto de vista, nos parece inético quemarlas; pero la sociedad de aquella época creía que existían, y si la única pauta ética de la que podían echar mano era la de la preservación de la vida y la salud de la mayor parte de los habitantes de la sociedad, lo lógico era que las quemaran prolijamente, y eso hacían. La cuestión es la siguiente: esta ética de la conservación de la vida y la salud existió siempre, todas las sociedades se guiaron por ella, incluidas las más sanguinarias. Hitler mató a seis millones de judíos, pero con esta matanza no violó la ley ética "objetiva" que Alfredo creyó descubrir, sino que la utilizó a su favor: mató a los judíos porque creía que eran nocivos para los alemanes no judíos, que perjudicaban su vida y su salud, y los alemanes no judíos eran muchos más que los judíos. Hitler, en fin, actuó, a juzgar por la sociedad alemana de su época, a favor de la vida y la salud en un sentido estadístico. Hoy sabemos, o creemos saber, que los judíos no son tan deletéreos como Hitler lo creía, y entonces juzgamos el Holocausto como un acontecimiento nefasto. Pero lo interesante no es lo que juzgamos nosotros, espectadores lejanos, sino lo que puede juzgar el individuo que experimenta esas atrocidades dentro del seno mismo de su propia sociedad espaciotemporal. Si un alemán, en pleno nazismo, hubiera intentado ir en contra de las matanzas levantando este único postulado ético objetivo de la preservación de la vida y la salud, habría sido fácilmente refutado con los argumentos antedichos. Se necesita una carga gruesa de valores objetivos para derribar una empresa tan intrínsecamente maligna, no podríamos hacerlo con una simple y tímida idea indefinida de "conservación de la vida y la salud". ¿Acaso no estaba Stern a favor de que los rusos y los norteamericanos matasen a los nazis, siendo que estas matanzas iban en contra de su exclusivo, áureo, inmarcesible y transhistórico postulado ético? La ética es demasiado compleja como para limitarla a una simple normativa de valor universal. La norma ética de Stern, que fue también la norma ética preferida del gran Albert Schweitzer, la del respeto por la vida, tiene una profunda significación y un gran alcance, pero en ella no se agota la objetividad de las valoraciones. Tal vez pueda decirse que con ella comienza a levantarse el edificio de la axiología, que constituye una especie de cimiento de tal edificio, pero que no es el edificio mismo. Hace falta más hormigón y más cemento, más valores intrínsecos, absolutos. Si no, olvidémonos del edificio y sigamos la tendencia historicista pura: no hay nada que juzgar, nada es bueno, nada es malo, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal social con que se mira.

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