Habla Stern de "nuestros valores"
para referirse, indistintamente, al conglomerado de valores que una determinada
sociedad esgrime en su conjunto y a los valores esgrimidos por cada uno de sus
integrantes en su propia individualidad. No parece tomar en cuenta el caso de
que haya personas que no compartan los patrones axiológicos que su propia
sociedad considera más elevados: "Puesto que nuestros valores son los
únicos que podemos sentir y nuestras verdades las únicas que pueden resultarnos
convincentes, nuestro prejuicio en su favor es casi inevitable" (ibíd., p. 221). La conciencia social manda
y los carneros obedecen. Pero sería necio suponer que los valores imperantes en
una determinada época y lugar sean afirmados por todas y cada una de las
personas que viven bajo su yugo; por eso Stern, unas páginas adelante, borra
aquello del "casi inevitable" y se aferra a las matemáticas: "No
todos los miembros de una nación valoran del mismo modo, pero el promedio se caracteriza por cierto
estilo de valoración" (ibíd., p.
265). Esto es evidente, siempre hay un mínimo de inconformistas. Lo interesante
sería saber si existe un criterio epistemológico válido como para considerar a
estos inconformistas mejor o peor parados, en sentido ético, que a los
conformistas, considerando por supuesto los porqué de las discrepancias y la
discrepancia misma. Esta cuestión, según el criterio de Stern, no parece
representar un problema: conviene, si lo que buscamos es el progreso nacional,
estar siempre del lado de la borreguil mayoría:
¡Desdichada la nación que no cree en sus verdades y
valores! Nunca creará nada y caerá en un escepticismo paralizante. ¡Pero no hay
necesidad alguna de que vivamos sin creer en nuestras verdades y valores! Aun
comprendiendo que son relativos a nuestra época histórica y a nuestra civilización
creemos en nuestros valores y verdades por la sencilla razón de que son hijos
de nuestro tiempo y de que representan, por lo tanto, la conciencia axiológica
y epistemológica de nuestra época. Es en
nombre mismo del historicismo, que podemos insistir en la validez de nuestros patrones para nuestra época y para nuestra civilización (ibíd., p. 221).
El imperativo categórico que propugna
Stern sería el del tradicionalismo, el del no innovar, so pena de paralizar el
progreso de la patria. Así, si yo deseo incentivar el vegetarianismo dentro de
la nación Argentina, tradicionalmente carnicera, estaría obstaculizando el
progreso de la misma. No interesa evaluar si el vegetarianismo es mejor o peor,
ética, higiénica, económica o ecológicamente que el carnivorismo; lo único que
parece interesarle a Stern es la creencia en las verdades y los valores del
pasado y en su mejor conservación. Extraña creencia en el progreso tenía Stern:
se progresa más cuanto más se aferra la sociedad a sus propios valores tradicionales
y desdeña los valores de las minorías inconformistas. El progreso social
implica para él un simple perfeccionamiento de los valores ya implícitos en
cada sociedad, sin interferencias foráneas ni comparaciones de ningún tipo:
Sería un gran error creer que el progreso es una ley
inherente a la evolución de la humanidad, pues esta creencia presupondría una
metafísica teleológica cuya validez no podría demostrarse. Vemos, por el
contrario, que algunas sociedades no han experimentado ningún progreso en el
curso de la historia y que aún permanecen estáticas. Pero nuestra sociedad progresa y esto lo podemos establecer cuando
juzgamos sus realizaciones mediante las normas que nos hemos dado y que nos
sirven de pautas (ibíd., pp. 226-7).
Como Stern no creía en la existencia de
valores intrínsicamente más deseables que otros, no aceptaba que el progreso
social consistiese en eso, en pasar de un conglomerado de valores menos
deseables a otros más deseables; tenía que conformarse con progresar
profundizando los valores que previamente se habían elegido, sin interesarse
siquiera en el análisis de esos valores y en si podrían conducirnos a buen
puerto o todo lo contrario. Puesto que no son buenos ni malos en sí mismos, lo
mejor es seguirlos ciegamente y evitar las discrepancias, suponía.
A decir verdad, Alfred Stern sí creía en
determinados valores objetivos, que llamaba "transhistóricos" para
diferenciarlos de los valores históricos, relativos a cada civilización y
dependientes de ellas:
El hecho de que los hombres acepten y hayan aceptado
siempre su condición humana revela, en mi opinión, la existencia de ciertas valoraciones fundamentales comunes a todos los hombres, a todas las civilizaciones, a todas las épocas históricas y a todos los medios sociales. Consisten
estas valoraciones en atribuir a la vida
y a la salud un valor positivo y al sufrimiento y a la muerte
un valor negativo. Estos valores, que
denomino existenciales, son intrínsecos, pues son afirmados por sí
mismos. [...] Todo lo que preserva la vida y alivia el sufrimiento humano se
vuelve un valor positivo, mientras que todo lo que amenaza la vida y aumenta el
sufrimiento se convierte en un valor negativo. Así ha ocurrido en todas las
épocas y así ocurre en todas partes (ibíd.,
p. 233).
Comparando esta hipótesis con mis propios
postulados axiológicos, digo que Stern considera que existen, de manera
objetiva, los valores que yo denomino vitales y también el valor ontológico de
cada persona en tanto que persona, mientras que les niega valor objetivo al resto
de los grupos (valor ontológico supremo, valores éticos, estéticos,
intelectuales y culturales). De este modo, queda Stern a medio camino entre el
esencialismo scheleriano y el relativismo extremo de los historicistas:
El historicismo ya no puede afirmar [...] que todos los
valores son hijos de sus respectivos tiempos y que no es posible probar su
validez transhistórica. Hemos hallado [...] algunos valores existenciales
intrínsecos cuya validez transhistórica no puede negarse, puesto que se pone de
manifiesto en la aceptación de la condición humana por todos los hombres de
todas las épocas a través de su común proyecto de vivir (ibíd., p. 237).
En resumen,
el código de valores derivados del proyecto humano
transhistórico de vivir postula el valor
positivo del hombre y de su vida. A mi entender, el mejor compendio de esta
ética humana básica se encuentra en la sentencia de Séneca [...], el hombre es
sagrado para el hombre (ibíd., p.
249).
Esto del valor intrínseco innegable de la
vida y la salud para "todos los hombres de todas las épocas a través de su
común proyecto de vivir" es, por lo pronto, problemático, teniendo en
cuenta a los suicidas, a los guerreros y a los millones de seres humanos que
han despreciado palmariamente su propia vida, subordinándola a otros intereses
que consideraban más elevados. Pero supongamos que en general, la afirmación de la vida y la salud se verifica
doquiera existan o hayan existido seres humanos. Sentado este aserto, hemos encontrado,
a criterio de Stern, un método válido y objetivo para juzgar determinadas
conductas sociales establecidas a través de la historia, algo que un
relativista duro difícilmente ambicionaría. Armado de esta nueva objetividad, pretende
Stern quedar a salvo de las críticas vertidas en mi anterior entrada, las que
hablan de las quemas de brujas o de la indeseabilidad ética del nazismo:
La inalterable condición humana, el proyecto transhistórico
de hacerle frente, o sea de vivir, y el código de valores que emerge de este
proyecto con el nombre de ética humana básica, nos suministran por fin una pauta suprahistórica para juzgar los valores de todos los proyectos históricos.
Esta pauta suprahistórica nos permite condenar
[...] todos los ataques a los únicos
valores suprahistóricos: la vida y la salud del hombre y las condiciones
objetivas necesarias para su preservación en la tierra. Esto significa que
estamos autorizados, en nombre de nuestra ética
humana básica [...] a castigar todas las violaciones del carácter sagrado de la
vida humana, todas las matanzas, las crueldades, los sufrimientos impuestos
deliberadamente a los hombres en cualquier período de la historia humana.
Estamos autorizados así a condenar los combates con animales feroces impuestos
a los gladiadores romanos, las hogueras de la Inquisición, las cámaras de gas
de Hitler y las ejecuciones secretas ordenadas por Stalin, pues cualesquiera
que hayan sido las "concepciones" de determinado período o
civilización histórica, la vida y la salud siempre fueron juzgados valores
positivos, ya que los hombres siempre aspiraron a vivir libres de
padecimientos. De manera que ninguna costumbre, dogma o tradición
históricamente condicionados tienen derecho frente a los valores
suprahistóricos de la vida y la salud (ibíd.,
p. 249).
Estas palabras, lo concedo, atenúan mis
críticas respecto de la moral borreguil propugnada por Stern: el respeto por la
vida y por la salud de los habitantes de una sociedad pueden más que los
valores tradicionales que dicha sociedad desea preservar. Mas no creo que con
tan pequeño suelo de objetividad podamos salir airosos en la complicada empresa
que representa el juicio ético inter-social. En efecto, en lo que respecta a la
caza de brujas, Stern diría: es objetivamente inmoral o inética, porque
conspira contra la salud y la vida de determinados habitantes de la sociedad, a
saber, las mujeres sospechosas de brujería. Pero entonces yo contestaría: ¿Y la
actual pena de muerte? ¿No conspira contra la vida de los criminales, que
también habitan la sociedad que los condena? “Lo concedo, dirá Alfredo: la pena
de muerte también es objetivamente inética”. ¿Y las prisiones, estimado
oponente? ¿No conspiran las prisiones, al menos en su estado actual, y dejando
de lado las honrosas nórdicas excepciones, no conspiran contra la salud de los
presidiarios? Como no imagino que Alfredo me dé la razón y pretenda considerar
inético al sistema penitenciario, imagino que me contestaría de la siguiente
manera: "Las prisiones conspiran contra la salud de los presidiarios, pero
también coadyuvan a mantener sanos a los no presidiarios, por no exponerlos al
crimen cotidiano; y como los no presidiarios son mayoría, en un sentido
estadístico las prisiones actúan a favor de la salud y la vida y no en
contra". Pero entonces --replicaría yo--, ¿no estamos en el mismo caso que
en el de la quema de brujas? ¿No conviene quemar 200 o 300 brujas con el
objetivo de salvar de las brujerías al resto del tejido social? 300 brujas
menos es mejor que tres millones de embrujados. "Lo sería --repondría
Alfredo-- si estas señoras o señoritas hubieran tenido la capacidad de embrujar
gente, pero no la tenían". ¿Y quién dice que los presidiarios tendrían, si
egresasen de la prisión, la capacidad de perjudicar la salud de los no
presidiarios? "Los sociólogos que investigan el tema". Pues los que
investigaban el tema de las brujas, en la época de la Inquisición, opinaban que
las brujas existían y que embrujaban, y entonces tenían todo el derecho,
guiándose por la ética de la preservación de la salud y de la vida, a separar
de la sociedad a esas personas que consideraban nocivas para ella. Ahora
sabemos, o creemos saber, que las brujas no existen, y por eso ahora, bajo nuestro punto de vista, nos parece
inético quemarlas; pero la sociedad de aquella época creía que existían, y si
la única pauta ética de la que podían echar mano era la de la preservación de
la vida y la salud de la mayor parte de los habitantes de la sociedad, lo
lógico era que las quemaran prolijamente, y eso hacían. La cuestión es la
siguiente: esta ética de la conservación de la vida y la salud existió siempre,
todas las sociedades se guiaron por ella, incluidas las más sanguinarias.
Hitler mató a seis millones de judíos, pero con esta matanza no violó la ley
ética "objetiva" que Alfredo creyó descubrir, sino que la utilizó a
su favor: mató a los judíos porque creía que eran nocivos para los alemanes no
judíos, que perjudicaban su vida y su salud, y los alemanes no judíos eran
muchos más que los judíos. Hitler, en fin, actuó, a juzgar por la sociedad
alemana de su época, a favor de la vida y la salud en un sentido estadístico.
Hoy sabemos, o creemos saber, que los judíos no son tan deletéreos como Hitler
lo creía, y entonces juzgamos el Holocausto como un acontecimiento nefasto.
Pero lo interesante no es lo que juzgamos nosotros, espectadores lejanos, sino
lo que puede juzgar el individuo que experimenta esas atrocidades dentro del
seno mismo de su propia sociedad espaciotemporal. Si un alemán, en pleno
nazismo, hubiera intentado ir en contra de las matanzas levantando este único
postulado ético objetivo de la preservación de la vida y la salud, habría sido
fácilmente refutado con los argumentos antedichos. Se necesita una carga gruesa
de valores objetivos para derribar una empresa tan intrínsecamente maligna, no
podríamos hacerlo con una simple y tímida idea indefinida de "conservación
de la vida y la salud". ¿Acaso no estaba Stern a favor de que los rusos y
los norteamericanos matasen a los nazis, siendo que estas matanzas iban en
contra de su exclusivo, áureo, inmarcesible y transhistórico postulado ético?
La ética es demasiado compleja como para limitarla a una simple normativa de
valor universal. La norma ética de Stern, que fue también la norma ética
preferida del gran Albert Schweitzer, la del respeto por la vida, tiene una
profunda significación y un gran alcance, pero en ella no se agota la
objetividad de las valoraciones. Tal vez pueda decirse que con ella comienza a
levantarse el edificio de la axiología, que constituye una especie de cimiento
de tal edificio, pero que no es el edificio mismo. Hace falta más hormigón y
más cemento, más valores intrínsecos, absolutos. Si no, olvidémonos del
edificio y sigamos la tendencia historicista pura: no hay nada que juzgar, nada
es bueno, nada es malo, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color
del cristal social con que se mira.
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