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sábado, 28 de septiembre de 2013

Contra la relatividad de los valores (quinta y última parte)

Dejando de lado estos valores relacionados con la vida humana y la salud (y sus disvalores correspondientes, la muerte y la enfermedad), no existen, según Alfred Stern, otros valores absolutos que sirvan de parámetros para establecer cuándo una conducta puede catalogarse como ética o como inética. La humanidad, o los hombres en particular, no "descubren" al resto de los valores, sino que los inventan:

Según mi tesis, los diferentes proyectos colectivos que aparecen en el curso de la historia y, en especial, los proyectos colectivos de los grupos llamados naciones, dan origen a los diversos códigos de valores (La filosofía de la historia y el problema de los valores, p. 256).

Habla este pensador de un "hecho axiológico primario" para referirse a estos proyectos colectivos, con lo cual viene a significar que no hay nada más importante, en sentido axiológico, que la invención de este bloque de valores por parte de una determinada sociedad, valores que son adoptados luego, casi por instinto y sin discernimiento, por la población que cae bajo su influjo.

Podemos hablar de un campo de valor creado por el proyecto colectivo, ya que [...] su acción es comparable a la de un campo magnético. El campo de valor creado por el proyecto colectivo es el responsable del modo típico de valorar que caracteriza a los miembros de un pueblo dado y determina lo que denominamos el "estilo" de sus valoraciones (ibíd., pp. 258-9).

Y a continuación grafica su exposición con varios ejemplos, comenzando por los campos de valores inventados o pregonados por la sociedad alemana, que fueron variando según la época:

Durante la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX, la Alemania del clasicismo, del romanticismo y de la filosofía idealista parecía no tener otro proyecto nacional que el que le asignó Goethe en su poema dramático Pandora: el proyecto de dominar el mundo ideal, el mundo del pensamiento y la imaginación poética. Era Francia, simbolizada por Prometeo, la que, según Goethe, gobernaría el mundo de las realidades políticas y militares. Pero en el curso del siglo XIX el proyecto nacional de Alemania cambió radicalmente y el proverbial "país de los poetas y pensadores" [...] se transformó en la nación de "sangre y hierro" [...] de Bismarck, cuyo proyecto colectivo era la conquista militar y el dominio por la fuerza.
Después de la unificación de Alemania en 1871, su proyecto político y militar se fusionó con otro: el de superar todas las otras naciones europeas en la producción material, la industria y el comercio. [...] El culto de las ideas fue remplazado por el culto de la riqueza material y la fuerza militar. Este cambio radical del código de valores de la nación no hubiera podido ocurrir si la gran mayoría del pueblo alemán no hubiera aceptado los nuevos proyectos colectivos. [...]
Fue aún mayor este entusiasmo cuando, después de la primera guerra mundial, surgió en Alemania un nuevo proyecto colectivo: el de abandonar la civilización occidental y poner el poderío bélico al servicio de la conquista del mundo, a fin de "rejuvenecer" a la humanidad mediante la idea de la pureza racial, mediante el destronamiento del intelecto y mediante la implantación de una jerarquía constituida por razas "de señores" y razas "de esclavos". Este nuevo proyecto colectivo dio origen a un nuevo código de valores que la aplastante mayoría de los alemanes aceptó con apresuramiento aterrador y angustioso, sobre todo a partir de 1933. Este nuevo código [...] proclamó el valor positivo de la violencia y el valor negativo del derecho, el valor positivo de los impulsos instintivos y el valor negativo de la inteligencia [...].
Cuando, en 1945, el proyecto colectivo del nacional-socialismo fue ahogado en un océano de sangre y fuego, el código de valores que había creado desapareció. Es aún demasiado pronto para vaticinar cuál será el nuevo proyecto colectivo al que el pueblo alemán dedicará sus energías y a qué código de valores dará lugar. En la actualidad, el proyecto colectivo de Alemania Occidental parece limitarse a la realización del llamado "milagro económico" [...], cuyo imperativo categórico es: ¡enriqueceos! (Ibíd., pp. 259-60).

Sugestivo análisis de las etapas por las que ha transitado la sociedad alemana moderna, pero más sugestivo desde el punto de vista sociológico que desde el punto de vista ético. Y lo mismo puede decirse del resto de los ejemplos de proyectos colectivos nacionales, que en la mayoría de los casos no han sido tan cambiantes como en Alemania. En el caso de España, el honor, la fidelidad a la fe y el orgullo siguen ocupando actualmente una posición preponderante, y así viene sucediendo desde hace largos siglos (p. 261). En la Unión Soviética, por el contrario, se ha establecido, desde 1917, un nuevo proyecto colectivo que ha generado una nueva comunidad de valores: el de propugnar y consolidar una economía y una sociedad comunistas. Según Stern, este ideal del comunismo "es la norma mediante la cual se juzgan todos los demás valores realizados por el pueblo soviético" (p. 265). Esta norma evidentemente caducó, pero el ensayo de Stern data de 1960. Y de nuevo me pregunto: ¿qué le interesa a la ética: el hecho de que los rusos sean comunistas o capitalistas o el hecho de que sean buenas o malas personas? Según Alfredo lo primero, puesto que la bondad y la maldad no son conceptos absolutos. Yo digo que esto del comunismo y del capitalismo interesa mucho a otras ciencias que no son la ética, y a la ética solo tangencial e indirectamente.
Pasemos ahora al código de valores que ha imperado e impera en Inglaterra:

El proyecto colectivo que sustentó durante siglos la unidad de la nación inglesa ha sido el de enseñorearse de los océanos y colonizar remotos países de ultramar a fin de explotarlos en beneficio de la economía nacional. Este proyecto siempre estuvo penetrado por la idea griega [...] de la competición, de una lucha con otros contendientes, que no está orientada exclusivamente por un fin utilitario. [...] Todo el código de valores británico es expresión de esta suerte de normas deportivas (pp. 266-7).

Y así como el británico sustenta su código de valores en la idea de la competición, los estadounidenses mantienen en lo más alto del podio a un único valor supremo: la prosperidad económica. Y es más que interesante --interesante, aquí también, más para la sociología que para la ética-- el análisis que realiza Stern respecto del camino que ha llevado a esta nación a ese amor por el lujo material y a ese desprecio por las cosas del espíritu:

Es sabido que los peregrinos que arribaron a América [...] en 1620 tenían principalmente preocupaciones religiosas. [...] Su proyecto colectivo era educar a sus hijos en su propia lengua y practicar su religión de acuerdo con sus propias conciencias, sin tener que soportar las imposiciones del gobierno inglés. [...]
Los puritanos, que arribaron pocos años después que los peregrinos, también obraron movidos por consideraciones religiosas. Pero a diferencia de los separatistas, habían decidido permanecer dentro de la Iglesia de Inglaterra y "purificarla" de sus resabios católicos romanos en una nueva comunidad que representara una "aristocracia de la virtud".
Sin embargo, bien pronto esos proyectos teológicos y morales se vieron eclipsados por las ilimitadas posibilidades económicas que ofrecía la incomparable riqueza de ese continente inmenso y casi intacto que era la América del Norte a comienzos del siglo XVII. De más en más, el proyecto de los colonos norteamericanos, y de las multitudes de inmigrantes que se les unían, pasaba a ser el de prosperidad en libertad mediante la explotación de los recursos naturales del continente americano. Para poder llevar acabo este proyecto, los colonos necesitaban un máximo de libertad de acción. En tanto que su proyecto original había requerido la no intervención del gobierno en cuestiones religiosas, su nuevo proyecto hacía hincapié en la no intervención del gobierno en las cuestiones económicas. Solo esta no intervención podía garantizar al norteamericano el goce del fruto de su trabajo. De modo que para los norteamericanos "libertad" pasó a ser sinónimo de "libre empresa". [...] Todo lo que podía promover y facilitar la ejecución de ese proyecto pasó a ser necesariamente un valor positivo y todo lo que podía demorar u obstaculizar esa ejecución se convirtió en un valor negativo. Solo este origen explica el código de valores norteamericano [...].
Cuando se pregunta al norteamericano medio de nuestros días por la valía de una persona, todavía responde señalando una suma de dólares [...]. Este fenómeno social puede atribuirse, en mi opinión, al hecho de que el proyecto colectivo de la nación norteamericana no ha cambiado en lo fundamental. Solo los medios de llevarlo a cabo se han vuelto más complejos.
[...]
El norteamericano medio, mientras se jacta de las realizaciones materiales, cuantitativas, de su nación, no se muestra orgulloso de sus escritores y, al menos en los tiempos anteriores al Sputnik, nunca demostró estima por sus científicos (pp. 267 a 271).

Todas estas circunstancias ponen en evidencia "la posición inferior que ocupa el intelectual en la escala de valores norteamericana". Para este país, el ejemplo a imitar es "el hombre de negocios y, en especial, el que tiene funciones ejecutivas en las grandes empresas". Por estas razones, la civilización norteamericana ha sido calificada con acierto de "civilización comercial” (pp. 272-3).
De los grandes proyectos nacionales directrices dentro de la moderna civilización occidental, solo nos resta mencionar el que ha encarnado en Francia, pero es mucho más difícil "establecer las relaciones entre el código francés de valores y el proyecto colectivo del que surge". "Creo --dice Stern-- que el principal proyecto colectivo con el que se identificó la nación francesa durante más de un siglo y medio ha sido el de la difusión mundial de las ideas revolucionarias de 1789" (p. 274). Y entre la libertad, la igualdad y la fraternidad, los franceses han optado casi siempre por la defensa acérrima de la segunda opción, seguramente por ser ésta su creación más original dentro de un cuerpo nacional de valores. Los ingleses, por ejemplo, nunca se han cuidado demasiado de esta idea de la igualdad, y algunos pensadores afirman incluso que en Inglaterra la desigualdad no solo es tolerada mejor que en Francia, sino también querida (p. 275). Medra en Francia un "optimismo de la igualdad", en Inglaterra un optimismo de la competencia y en los Estados Unidos un "optimismo de la prosperidad". Comparando a la nación francesa con la norteamericana, transcribe una humorada que pinta con gran acierto las tendencias axiológicas prevalentes en cada una de ellas:

El peatón americano que ve pasar un millonario dentro de un Cadillac, sueña secretamente con el día en que podrá tener el suyo. El peatón francés que ve pasar a un millonario dentro de un Cadillac, sueña secretamente con el día en que podrá hacerle descender del automóvil para que vaya a pie como los demás (p. 267).

Por eso, concluye Stern, no tienen peso en los Estados Unidos los partidos de izquierda como sí lo tienen en Francia. Y es que "en la jerarquía del código francés de valores la igualdad ocupa un lugar fuera de toda comparación". Tiene Francia, además del de la igualdad, otros proyectos colectivos, como el del "buen gusto" o el del "refinamiento", tanto en el orden social como en el arte (p. 276), pero son proyectos menores en comparación con la poderosa idea de la igualdad que respiran en el alma de la mayoría de los franceses.
A veces, continúa Stern, los proyectos colectivos nacionales se fusionan en un proyecto colectivo supranacional. En la Edad Media, un gran proyecto colectivo supranacional fue el de las cruzadas, que convirtió a las naciones cristianas de Occidente en una comunidad de valores e ideales (p. 278). Y para dar un ejemplo actual, refiere un proyecto colectivo supranacional que, a diferencia del anterior, no implica una teleología ultraterrena sino terrenal: "La implantación en todo el mundo de la civilización científica y tecnológica" (p. 280). Este proyecto colectivo supranacional es tan amplio que incluye por igual a los dos grandes proyectos colectivos afianzados en el siglo XX: el capitalismo y el comunismo, pues tanto los capitalistas como los (ex) comunistas se valen de la ciencia y la tecnología como medios instrumentales para afianzar sus ideas políticas.
Todos estos análisis, lo repito, son harto interesantes y describen con certera elocuencia el estado espiritual general de un buen porcentaje de los habitantes de estas naciones o comunidades, pero poco afirman respecto de la verdadera eticidad de cada uno de estos pueblos. Se centra Stern para sus descripciones en lo que yo denominé "valores éticos relativos o temperamentales" (ver entrada del 16/8/7), pero no menciona ningún valor ético absoluto, ninguna virtud cardinal, más allá de esa difusa priorización de la vida y la salud generales. No dice, por ejemplo, que los franceses sean más o menos veraces que los ingleses, o que los alemanes sean más o menos humildes que los estadounidenses, datos que ciertamente nos harían vislumbrar una diferencia ética importante a favor o en contra de algunas de estas naciones en relación con las otras. Y así todo, y aunque no descarto la idea de analizar a una nación en su conjunto para determinar, en un sentido estadístico, su nivel de eticidad, no es en este terreno general en donde la ética mejor se aplica, sino en la individualidad. No que los norteamericanos sean malas personas, sino que tal o cual norteamericano, o que tal o cual francés, lo es, a diferencia de este otro norteamericano y de este francés que son buena gente. La ética, al menos como yo la entiendo, se propone, ciertamente, convertir naciones, civilizar naciones, pero no existe otra manera de civilizar a una nación en su conjunto que civilizar a cada uno de sus individuos por separado --en especial a sus individuos más influyentes, ya que éstos, al ramificar la cadena, aceleran el proceso. De aquí se deduce, me parece, que los auténticos problemas éticos, los que realmente trascienden al hombre, son problemas individuales y no sociales, son decisiones individuales y no grupales. ¿Que un Estado decide abrazar el comunismo político? ¡Que lo abrace! A mí, en tanto individuo perteneciente a ese Estado, no se me modifica en nada, con esta decisión conjunta, mi panorama ético, que reposa en otros valores mucho más profundos que tal o cual tipo de organización política. ¿Que un Estado, o conjunto de Estados, decide hacerle la guerra a otras naciones, o declararse oficialmente ateo, o entronar a su ciencia y a su técnica como las diosas más reverenciables? Enhorabuena si mi Estado anhela embarcarse en estas aventuras; mi ética intrínseca no se inmutará por ello, son vaivenes exteriores al individuo sano. No niego que la ética pueda acusar el zangoloteo, pero ¿depender de él? ¡Jamás! Aquel individuo que modifica sus valores éticos a seguir en dirección a los patrones que su Estado le sugiere, es un individuo que carecía ya de antemano de valores éticos profundos. A menos, claro está, que su Estado se embarque en una campaña de bondad a todo trance, pero esto no se ha visto jamás ni se verá en los próximos siglos. No niego que cada nación en particular o que determinados conglomerados de naciones posean sus propios códigos colectivos de valores, pero estos códigos colectivos, por el hecho mismo de ser colectivos, son superficiales. Todo lo profundo es individual (o a lo sumo binario). Un pueblo, en su conjunto, no ama; aman solamente algunos de sus individuos. Tampoco un pueblo es veraz en su conjunto, ni en su conjunto es humilde, ni posee una inteligencia trascendente conjunta, ni crea conjuntamente grandes obras de arte. Son todas éstas virtudes individuales, que a los historicistas raramente atañen, porque no se dan en bloque. De ahí que los pensadores historicistas, o los que son afines a esta tendencia, no se interesen por el estudio de la ética, o se interesen de un modo poco criterioso. Entre estas dos opciones, yo prefiero la última, así me dan ocasión de criticarlos y reafirmar mis propias convicciones.

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