¿Se puede ser
el mejor, o, para no entrar a polemizar, uno de los mejores ensayistas en
lengua española del siglo XX y, a la vez, odiar el oficio de escritor? Sí, se
puede: Julio Camba es la prueba. Cuando quiso explicar cómo hacía para escribir
tan en continuado, tan en serie sus artículos, sin aguardar la visita de musa
ninguna, comparó el arte de la escritura —al menos en su caso-- con una
evacuación intestinal:
Yo me encierro por las tardes en un cuarto con un
poco de papel, como para hacer otra cosa pudiera encerrarme en otro cuarto con
otro poco de papel. Allí comienzo a hacer esfuerzos y el artículo sale. Unas
veces sale fácil, fluido, abundante; otras sale duro, difícil y escaso, pero
siempre sale (“Cómo
escribo los artículos”, incluido en el compendio Londres, pp. 151-2).
La literatura
le brotaba como le brotaban los soretes. Esto desacraliza todo su trabajo, al tiempo
que nos brinda una clara metáfora de lo que opinaba de sus propios escritos. Su
opinión era falsa, por supuesto; y él, creo yo, en el fondo sabía que muchos de
sus artículos eran valiosos. Pero lo que sí es verdad es que no le gustaba
escribir, y tal vez se sintiera más a gusto sentado en el inodoro y haciendo
fuerza que no sentado en una silla y con la pluma en la mano. "¿Qué aspiración tiene usted?", le preguntaron en una ocasión.
"Ninguna. No tener que escribir". ¿Y cómo puede ser que haya escrito
tan bien una persona que odiaba escribir? No lo sé. A mí me gusta escribir, y
cuando no me siento con deseos de escribir, simplemente no escribo. Claro que
si me garantizan que en esos momentos en que no deseo escribir voy a manejar el
idioma de manera magistral como lo manejaba casi siempre Julio Camba, tal vez
haga una excepción y escriba a desgano. La vanidad todo lo puede.