Todo razonamiento necesario es razonamiento
matemático, es decir, se lleva a cabo observando algo equivalente a
un diagrama matemático.
Charles
Peirce, La filosofía y la conducta
de la vida
Charles Peirce fue mucho más lógico que James, y también
más prolífico. Murió en 1914 dejando una extensísima producción:
Los escritos que el mismo Peirce publicó abarcan
aproximadamente doce mil páginas impresas; lo que a quinientas páginas por
volumen, serían veinticuatro volúmenes. Pero los manuscritos conocidos que dejó
sin publicar abarcan ochenta mil páginas manuscritas, lo que representaría
ochenta volúmenes más, constituyendo un total de ciento cuatro (José Vericat,
nota bibliográfica introductoria del libro El
hombre, un signo, de Charles Peirce).
Me mató el
punto: yo apenas escribí, en veinticinco años que en octubre se cumplirán del
comienzo de la redacción de este diario, unas pocas miles de páginas…
Y también me mató el punto en otra cuestión mucho más
importante que la prolificidad: el rigorismo matemático de su pensamiento. “La metafísica que se enseña en nuestras Facultades
de Letras —dice Miguel de Unamuno— es deplorabilísima, porque carece de toda
sólida base científica [...]; disértase en nuestras cátedras de filosofía
acerca de la noción del infinito sin la menor tintura de cálculo infinitesimal”
(“La educación”, ensayo incluido en el tomo 8 de las Obras completas de Miguel de Unamuno, p. 423). Es sumamente
importante colorear nuestro pensamiento, o más que colorearlo, vestirlo
adecuadamente con la escrupulosidad que solo la ciencia matemática puede
suministrarnos, y en esto Charles Peirce ha sido un maestro. Pero la pregunta
que me surge ahora es la siguiente: en lo que respecta a la filosofía, ¿no
habrá un límite, un cierto umbral, de conocimiento, de formalismo y de
inclinación matemática que, si se traspasa, comienza a jugarnos en contra? ¿No
será que en filosofía, siendo nefasta la poca matematicidad del pensamiento, es
también nefasta la matematicidad excesiva? Yo creo que esta pregunta tiene una
respuesta afirmativa, y quien más me ha despejado las dudas en este sentido ha
sido, otra vez, el uruguayo Vaz Ferreira. “Las matemáticas —dice—, desde el
punto de vista de su valor educativo, representan una clase de cultura que
tiene ventajas e inconvenientes”. Las ventajas saltan a la vista:
Hábitos de precisión, [...] de justeza, tanto en el
pensamiento como en el lenguaje. Enseñan, mejor que todas las demás disciplinas
mentales [...] a expulsar, en absoluto, del espíritu lo vago, lo impreciso, lo
indeciso, lo mal sabido, lo mal pensado, o lo no acabado de pensar, etcétera.
Otra virtud muy importante que aparece dentro de la mente
del pensador matemático es la del optimismo intelectual:
De todas las disciplinas del pensamiento humano, no hay
ninguna que produzca en tan alto grado ese efecto; lo que no tiene nada de
extraño, si se reflexiona en que las matemáticas constituyen el triunfo por
excelencia de la inteligencia humana. [...] Tienden, pues, a desarrollar esa
sensación de poder de la inteligencia, que hemos llamado optimismo intelectual.
Por último, otras ventajas no menores:
Desarrollan el poder de atención, el poder de combinación,
la inventiva, y otras cualidades mentales. Lo cual es verdadero en cierto grado
y en cierto sentido; pero no sin restricciones.
Y aquí
empieza lo interesante, en las restricciones que es necesario imponerle al
razonamiento matemático para que no se salga de sus cauces y nos tome por
asalto a la mente toda, aplicándonos lo que podría llamarse un golpe de Estado
matemático al pensamiento. Para ejemplificar esto Vaz Ferreira recurre a los
ajedrecistas:
El juego de ajedrez requiere una atención
excepcional [...], el ajedrez requiere un poder de combinación tan grande, que
quizá nada lo exija igual [...]. Y se podría así seguir enumerando las
facultades que el ajedrez requiere: disciplina, dominio sobre sí mismo,
serenidad, iniciativa, osadía (para el ataque), prudencia (para la defensa),
etc., etc.…
Y sin
embargo, en la realidad, un excelente jugador de ajedrez no tiene, por serlo,
una sola probabilidad más de ser un hombre inteligente —en general— que quien
carezca de las aptitudes ajedrecistas. [...] La facultad de jugar bien el
ajedrez (y a otros juegos), es una facultad muy aparte, muy separada, que no
tiene que ver con la mayor parte de las actividades intelectuales. No garantiza
ni hace presumir nada sobre la mentalidad en general [...].
El ejercicio siempre fortifica, pero fortifica
la parte ejercitada, no el organismo (mental) en su conjunto:
Ejercitar la atención en algo, indudablemente, alguna
influencia tendrá sobre la atención en general; pero no es tanta como parece:
se puede tener una gran atención para ciertas cosas, y no tenerla para otras.
Pues bien: con las matemáticas, hay tendencia a algo parecido.
La
inteligencia matemática es una inteligencia muy especial,
muy separada, muy aislada [...] con
respecto a la inteligencia de la ciencia en general y a la inteligencia de la
vida. [...] La actitud mental del
matemático, o, mejor, la actitud mental del que en un momento dado procede o
piensa como matemático, es distinta y opuesta a la actitud mental, tanto del
que piensa en las ciencias de hechos o de realidades concretas como del que
piensa en la realidad de la vida.
[...] La actitud mental del matemático
[...] consiste en prescindir de lo que no
sea lo supuesto, de lo que no sean los datos del razonamiento, de la
demostración o del problema. En tanto que, en el pensamiento de las ciencias
reales y en el pensamiento de la vida real, la actitud necesaria, y el deber
mental, están en tener en cuenta lo que
no ha sido supuesto, pues se trata de considerar, en lo posible, la
realidad entera.
Estos aprioris de donde se parte cuando
se razona matemáticamente no existen como tales en los razonamientos
ordinarios, o existen en tan gran cantidad que no puede considerárselos a todos
a la hora de resolver una determinada cuestión. De ahí que el pensamiento
matematista, cuando desborda los límites de la operación matemática propiamente
dicha y se extrapola hacia otras direcciones, se torna riesgoso.
En
las ciencias fácticas, en cambio, este peligro no existe:
La clase de razonamiento de las ciencias de
realidad, es [...] la misma de la vida real, la misma de la vida práctica; en
tanto que la actitud matemática, se opone a las dos. Entre el muchacho que recoge una
piedra para tirársela a otro, [...] y el sabio que recoge esa piedra [...] para
analizar sus componentes —hay diferencia: en cuanto a los conocimientos, y en
cuanto al designio con que se procede; pero la actitud mental es exactamente
del mismo orden. [...]
La actitud matemática, es mentalmente
opuesta: consiste en mantenerse consecuente con un supuesto; y, por
consiguiente, es negativa, refractaria, hostil, diremos a todo hecho nuevo. (Se
entiende: no se habla de lo nuevo que pueda venir por vía de demostración, de
lo nuevo que resulta del supuesto desarrollado; esa es otra cosa).
Por consiguiente, se puede ir ya
reflexionando sobre esta diferencia, para anticipar una consecuencia [...]; y
es que la cultura matemática debe ofrecer
peligros, si se abusa de ella.
Si la actitud mental del físico, del
químico, del anatomista [...] es la misma, y es la misma de la vida real, es evidente que, desde ese punto de
vista al menos, no puede existir ningún peligro en cultivar esas ciencias en el grado que se quiera: Pero si la
actitud mental matemática es opuesta a la actitud mental que requieren toda las
ciencias de realidades, y que requiere la vida misma práctica, entonces, es
claro que en el desarrollo excesivo, unilateral, sin contrapeso, de la cultura
matemática, debe haber una tendencia peligrosa.
Hay otra
diferencia, también importante, entre los razonamientos de orden matemático y
los razonamientos de la vida real:
En las proposiciones de la vida
corriente, de nuestra creencia normal sobre realidades, nos vemos obligados
continuamente [...] a introducir restricciones, salvedades, relatividades,
gradaciones, que nunca observamos en las proposiciones o en las afirmaciones
matemáticas.
Continuamente oímos decir: “Pedro es
bueno; pero bueno en cierto sentido y hasta cierto punto. Por ejemplo; como
padre, como hombre de familia, es muy bueno; como político, no: es inmoral, es
complaciente, es débil”. [...] Aquí viene una serie de restricciones y
salvedades, de las que resulta que Pedro es bueno desde ciertos puntos de
vista, y no es bueno desde otros. [...] No encontramos en los tratados de
matemáticas, proposiciones que tengan ese aspecto. Por ejemplo, los tratados de
matemáticas no nos hablan de líneas que sean más o menos tangentes que otras,
ni de líneas que sean relativamente tangentes, ni de un triángulo que sea más
equilátero que tal otro triángulo, y menos que tal otro. [...] El término
“triángulo equilátero” [...] tiene una sola significación, no varias; si algún
término matemático pudiera presentar varios sentidos, inmediatamente los
matemáticos se preocuparían, cumpliendo su deber, de reducirlo a uno solo.
[...] La significación de ese término [...] tiene un límite que es preciso:
se pasa de golpe, y no por grados, de lo que es triángulo equilátero a lo que
no es triángulo equilátero. Si algo es triángulo equilátero, lo es
completamente; y si no, no lo es, en absoluto: aquí no hay penumbras, no hay
transiciones insensibles. [...] Entre tanto, los términos que se emplean en la
vida corriente [...] no solo no son todos como los términos matemáticos, desde
este punto de vista, sino que difieren de ellos en su gran mayoría.
Pone Vaz Ferreira el ejemplo del término
preferido de los eticistas:
Todos los matemáticos del mundo están de
acuerdo sobre lo que quiere decir “triángulo equilátero”; pero serán pocos los
hombres que tengan de la significación del término bueno una idea (o mejor, un estado mental [...]) que coincida en
todo.
Pero además, y sobre todo, la
connotación del término bueno acaba en
penumbra: se va perdiendo poco a poco, se va haciendo cada vez menos
aplicable; pero no deja de serlo de golpe: hay hombres que son claramente
buenos [...]; hay otros hombres que no son tan buenos, pero a quienes todavía
llamamos buenos; y llega un momento en que la palabra bueno va dejando poco a
poco de ser aplicable: los límites, son completamente vagos.
En las ciencias de la realidad, hay
muchos términos cuya aplicación ofrece el mismo carácter que los de la vida
práctica. [...] Lo que no existe en las matemáticas, donde todo término tiene o
debe tener una connotación absolutamente precisa, de límites claros y sin
grados ni distinciones.
Ahora ¿qué resulta de aquí?
Esto: que la disciplina matemática tiende a crear un modo de pensar que, adecuado a
las clases de nociones o de términos que se manejan en matemáticas, resulta
inadecuado, no diremos para todo el pensamiento de la realidad y de las
ciencias de la realidad; pero sí para muchas de sus manifestaciones.
El peligro mayor de todo esto es la
sensación que el pensador de orientación matemática puede llegar a tener
respecto de la seguridad y confiabilidad de la conclusión no matemática a la
que ha llegado a través de sus argumentaciones:
Tendiendo las matemáticas a acostumbrar
al espíritu a tratar todas las nociones como si fueran de connotación precisa y
de límite preciso, uno de sus peligros es que, no solo no acostumbran a manejar
las nociones o términos de connotación vaga, sino que acostumbran a manejarlos
mal, esto es, a manejarlos como si tuvieran connotación precisa. Y de aquí
resulta precisamente que la cultura matemática, en cuanto queda sola, o en
cuanto no es lo suficientemente neutralizada o completada por otras culturas,
tienda, como ninguna otra, a ese defecto mental que se llama el simplismo, y a
engendrar el paralogismo de falsa precisión.
Tiende,
el pensador de orientación excesivamente matemática, a desdeñar los hechos, a
relegarlos siempre a un segundo plano, puesto que los hechos no interesan en
absoluto a la hora de realizar ecuaciones:
El matemático se acostumbra a manejar
muy exclusivamente el raciocinio, y el hábito de proceder así en la realidad
[...] se va haciendo cada vez más peligroso a medida que se trata de realidades
más complejas. Menos impunemente que un astrónomo puede un químico no ser más
que un razonador; y si un médico no fuera más que un razonador, sería un pésimo
médico.
En
síntesis:
Desde el punto de vista educativo, tiende la cultura matemática a producir
simplismo, falsa precisión, prescindencia de la realidad, no tener en cuenta lo
ignorado, ilusión de comprender del todo, gran seguridad falsa y ficticia.
[...]
La práctica nos muestra que, cuando los
matemáticos de cultura exclusivamente matemática se ponen a hablar de cosas no
matemáticas, suelen exhibir un simplismo tan grande, que llega hasta la
incomprensión, a veces, de las mismas cuestiones; y una firme e ilegítima
sensación de seguridad y de superioridad (al matemático [...] lo impresiona mal
lo dudoso, lo incierto, así como el reconocimiento de lo parcial del saber; la
suspensión del juicio, etc.).
Llega
por fin Vaz Ferreira a su conclusión:
La cultura matemática debe darse, pero no
predominantemente, ni menos exclusivamente.
Entiéndase bien: si cada hombre ha de
ser un hombre completo, el hecho de que haya matemáticos que no sean más que
matemáticos, podrá ser útil; pero tomándolos como en una sociedad de hormigas o
de abejas se toma al insecto que no sabe hacer más que una o algunas cosas,
esto es, como un instrumento. Podrá convenir a la humanidad, considerada en
conjunto, que haya matemáticos puros, aun cuando no sepan pensar fuera de las
matemáticas [...]; pero si consideramos las sociedades humanas como compuestas
de individuos que deben, si no ser totalmente completos, por lo menos, serlo
hasta un cierto grado; y si consideramos al individuo mismo que haya de recibir
la cultura, entonces la consecuencia es la que hemos enunciado: la cultura matemática, desde el punto de
vista educativo, ofrece, junto con su gran utilidad, serios peligros;
debiéndosela, por consiguiente, dosificar en un grado adecuado, y completarla y
neutralizarla con otras formas de cultura (Carlos Vaz Ferreira, “Valor
educativo de las matemáticas”, ensayo incluido en el tomo XXI (suplemento) de
sus Inéditos, pp 231 a 252).
Me
mortificaba yo a veces por el hecho de haber abandonado mis estudios
universitarios para la licenciatura en matemáticas a los pocos días de haberlos
comenzado. Me mortificaba no porque continuase con la idea de ser un eximio
matemático, sino porque suponía que las matemáticas me ayudarían a mejor pensar
sobre las cosas que al pensador filosófico más le obsesionan. Creo ahora que el
destino, o como quieran llamarlo, prepara a veces el camino de uno de una mejor
manera que como podría hacerlo uno mismo, desechando obstáculos que no vemos
como tales, y que hasta consideramos auxilios. Creo ahora, si no se me ha
entendido, que las matemáticas que tengo en la cabeza son más que suficientes
para pensar al modo filosófico, y que si me hubiera excedido en la dosis, como
estuve a un paso de hacerlo, varios de mis puntos de vista relacionados con mis
más íntimas creencias se habrían echado a perder.
DOu
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