¿Qué es lo que pretenden aquellos que reivindican la “legalidad natural” de la culpa y la culpabilidad? Pretenden, ciertamente, justificar los presidios como instituciones de castigo, en el caso de los pensadores post metafísicos, o justificar el infierno en el caso de los teólogos. Parten de un imperativo ético (los presidios o el infierno deben existir), y encuentran en la culpa ontológica la semiplena prueba de la veracidad de dicho imperativo. Por eso es que se asustan ante quien desestima esta ontología de la culpabilidad y fisura el dogma de la necesidad de castigo. Se asustan de Nietzsche:
Consideremos que el perjuicio causado a la sociedad y al individuo por el criminal es de la misma especie que el que le causan los enfermos: los enfermos producen cuidados, mal humor, no producen nada y devoran la renta de los demás, tienen necesidad de guardianes, de médicos, de sustento, y viven del tiempo y de las fuerzas de los hombres sanos. Sin embargo, se consideraría hoy como inhumano al que quisiera “vengarse” de todo esto en el enfermo. Es verdad que en otro tiempo se procedía así; en las condiciones groseras de la civilización, y aun ahora, en ciertos pueblos salvajes, el enfermo es considerado como un criminal, como peligro para la comunidad y como asiento de un ser demoníaco cualquiera, que, por consecuencia de su falta, se ha encarnado en él; entonces se dice: ¡Todo enfermo es un culpable! Y nosotros ¿no estaríamos aún maduros para la concepción contraria? ¿No tendremos aún el derecho de decir: todo “culpable” es un enfermo? No, todavía no ha llegado la hora. Lo que faltan son médicos, los médicos para quienes lo que hasta aquí hemos llamado moral práctica deberá transformarse en un capítulo del arte de curar; falta aún el interés ávido que debieran despertar estas cosas (Friedrich Nietzsche, Aurora, III, 202).
¡Qué palabras! ¡Qué sabiduría de la compasión salida justamente de la pluma del gran despreciador de este sentimiento! Sí; por un momento Nietzsche se ha vuelto cristiano:
Entre los criminales y los alienados no hay diferencia esencial […] Por lo tanto, no hemos de asustarnos de sacar las consecuencias y tratar al criminal como a un alienado: sobre todo, no tratarlo con caridad altanera, sino con la sabiduría y la buena voluntad del médico. Tiene necesidad de cambio de aires y de sociedad, de un alejamiento momentáneo, quizá de soledad y de ocupaciones nuevas. […] Es preciso hacerle ver claramente la posibilidad y los medios de curarse (de extirpar, de transformar, de sublimar este instinto) […]. Es verdad que hoy todavía aquel a quien se ha hecho un daño, […] quiere tener su venganza y se dirige a los Tribunales para obtenerla; por lo que, provisionalmente, nuestra horrible penalidad subsiste aún, con su balanza de especiero y su “empeño de compensar la falta con la pena”. Pero ¿no habría medio de ir más allá de todo esto? ¿Cómo se aliviaría el sentimiento general de la vida si, con la creencia en la falta, nos pudiéramos desembarazar también del viejo instinto de venganza y si considerásemos que es una sutil sabiduría de los hombres felices el bendecir a los enemigos, como hace el cristianismo, y “hacer el bien” a los que nos han ofendido? Alejémonos del mundo ideal del pecado, y no dejaremos de arrojar luego el espíritu de “castigo” (ibíd.).
¿Desestimar el castigo y la culpa? ¡De ningún modo! replica Nicolai Hartmann, un pensador tan antirreligioso como Nietzsche y que sin embargo, curiosamente, se alía a la Iglesia, su enemigo mayor, en esta cruzada infernal y carcelaria:
Una vez que se ha cargado con la propia culpa, no es posible dejársela quitar sin negarse a sí mismo. El culpable tiene derecho a soportar su propia culpa. Él ha de rechazar la redención de fuera. Con la culpa menospreciaría la mayor acción moral, su condición humana […]. De hecho la redención desemancipa al hombre, le sugiere la renuncia a su libertad (Nicolai Hartmann, Ética).
Al leer estas palabras, nuestro Josef Pieper parece sorprenderse del “insospechado nexo” entre su ética supuestamente cristiana y esta “antropología autonomista”:
Si tomamos estas frases tremendas tal como están ahí, reconoceremos en ellas exactamente lo que la tradición cristiana occidental dice sobre la actitud del ángel caído y los condenados, a saber: el perdón de su culpa es imposible porque ellos lo rechazan como humillación inaceptable, porque, dicho de otro modo, el culpable permanece en su decisión tomada contra Dios (El concepto de pecado, pp. 110-1).
Arderán en el infierno los pecadores que no se arrepientan y se pudrirán en la cárcel los presos, se arrepientan o no. Hartmann y Pieper, el agua y al aceite… unidos bajo la bandera del odio a los pecadores y del resguardo de sus materiales propiedades. Y Nietzsche y quien esto escribe, acuoso también el uno y aceitoso del otro, unidos sin embargo en esta cruzada en contra del pecado mortal, del infierno, del presidio, del remordimiento, en fin, en contra del universo de la burguesía resentida. ¡Qué alianzas extrañas tejemos a veces en el mundo del pensamiento!
Consideremos que el perjuicio causado a la sociedad y al individuo por el criminal es de la misma especie que el que le causan los enfermos: los enfermos producen cuidados, mal humor, no producen nada y devoran la renta de los demás, tienen necesidad de guardianes, de médicos, de sustento, y viven del tiempo y de las fuerzas de los hombres sanos. Sin embargo, se consideraría hoy como inhumano al que quisiera “vengarse” de todo esto en el enfermo. Es verdad que en otro tiempo se procedía así; en las condiciones groseras de la civilización, y aun ahora, en ciertos pueblos salvajes, el enfermo es considerado como un criminal, como peligro para la comunidad y como asiento de un ser demoníaco cualquiera, que, por consecuencia de su falta, se ha encarnado en él; entonces se dice: ¡Todo enfermo es un culpable! Y nosotros ¿no estaríamos aún maduros para la concepción contraria? ¿No tendremos aún el derecho de decir: todo “culpable” es un enfermo? No, todavía no ha llegado la hora. Lo que faltan son médicos, los médicos para quienes lo que hasta aquí hemos llamado moral práctica deberá transformarse en un capítulo del arte de curar; falta aún el interés ávido que debieran despertar estas cosas (Friedrich Nietzsche, Aurora, III, 202).
¡Qué palabras! ¡Qué sabiduría de la compasión salida justamente de la pluma del gran despreciador de este sentimiento! Sí; por un momento Nietzsche se ha vuelto cristiano:
Entre los criminales y los alienados no hay diferencia esencial […] Por lo tanto, no hemos de asustarnos de sacar las consecuencias y tratar al criminal como a un alienado: sobre todo, no tratarlo con caridad altanera, sino con la sabiduría y la buena voluntad del médico. Tiene necesidad de cambio de aires y de sociedad, de un alejamiento momentáneo, quizá de soledad y de ocupaciones nuevas. […] Es preciso hacerle ver claramente la posibilidad y los medios de curarse (de extirpar, de transformar, de sublimar este instinto) […]. Es verdad que hoy todavía aquel a quien se ha hecho un daño, […] quiere tener su venganza y se dirige a los Tribunales para obtenerla; por lo que, provisionalmente, nuestra horrible penalidad subsiste aún, con su balanza de especiero y su “empeño de compensar la falta con la pena”. Pero ¿no habría medio de ir más allá de todo esto? ¿Cómo se aliviaría el sentimiento general de la vida si, con la creencia en la falta, nos pudiéramos desembarazar también del viejo instinto de venganza y si considerásemos que es una sutil sabiduría de los hombres felices el bendecir a los enemigos, como hace el cristianismo, y “hacer el bien” a los que nos han ofendido? Alejémonos del mundo ideal del pecado, y no dejaremos de arrojar luego el espíritu de “castigo” (ibíd.).
¿Desestimar el castigo y la culpa? ¡De ningún modo! replica Nicolai Hartmann, un pensador tan antirreligioso como Nietzsche y que sin embargo, curiosamente, se alía a la Iglesia, su enemigo mayor, en esta cruzada infernal y carcelaria:
Una vez que se ha cargado con la propia culpa, no es posible dejársela quitar sin negarse a sí mismo. El culpable tiene derecho a soportar su propia culpa. Él ha de rechazar la redención de fuera. Con la culpa menospreciaría la mayor acción moral, su condición humana […]. De hecho la redención desemancipa al hombre, le sugiere la renuncia a su libertad (Nicolai Hartmann, Ética).
Al leer estas palabras, nuestro Josef Pieper parece sorprenderse del “insospechado nexo” entre su ética supuestamente cristiana y esta “antropología autonomista”:
Si tomamos estas frases tremendas tal como están ahí, reconoceremos en ellas exactamente lo que la tradición cristiana occidental dice sobre la actitud del ángel caído y los condenados, a saber: el perdón de su culpa es imposible porque ellos lo rechazan como humillación inaceptable, porque, dicho de otro modo, el culpable permanece en su decisión tomada contra Dios (El concepto de pecado, pp. 110-1).
Arderán en el infierno los pecadores que no se arrepientan y se pudrirán en la cárcel los presos, se arrepientan o no. Hartmann y Pieper, el agua y al aceite… unidos bajo la bandera del odio a los pecadores y del resguardo de sus materiales propiedades. Y Nietzsche y quien esto escribe, acuoso también el uno y aceitoso del otro, unidos sin embargo en esta cruzada en contra del pecado mortal, del infierno, del presidio, del remordimiento, en fin, en contra del universo de la burguesía resentida. ¡Qué alianzas extrañas tejemos a veces en el mundo del pensamiento!
No hay comentarios:
Publicar un comentario