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lunes, 1 de agosto de 2011

Los caminos de Marx hacia la virtud (parte III)

Según la profecía marxista, la miseria de los pueblos incrustados en el sistema capitalista debería ir en aumento hasta que esa misma miseria provocase la rebelión y la subsiguiente caída del modelo económico, reemplazado entonces por el comunismo. Pues bien, esto no se dio ni en Inglaterra ni en ningún otro país del primer mundo: la clase obrera de aquellas regiones ha logrado llegar a un nivel económico impensado para el Marx de mitad de siglo. Incluso en vida pudo este pensador percatarse de tal tendencia, solucionando la brecha que se abría en su doctrina con un argumento para mí perfectamente válido, aunque no para Popper: Marx y Engels, comenta este crítico pro capitalista,

Comenzaron a elaborar una hipótesis auxiliar destinada a explicar las razones por las que la ley del aumento de la miseria no operaba de acuerdo con sus previsiones. Según esta hipótesis, la tendencia hacia [...] el aumento de la miseria, es contrarrestada por los efectos de la explotación colonial o, como suele llamárselo, por el «imperialismo moderno». La explotación colonial es, según esta teoría, un método de transmitir la presión económica al proletariado colonial, grupo que, tanto económicamente como políticamente, es más débil aún que el proletariado industrial interno. «El capital invertido en las colonias» --expresa Marx-- «puede producir un porcentaje superior de beneficios por la sencilla razón de que el coeficiente de beneficio es superior allí donde el desarrollo capitalista se halla todavía en una etapa atrasada y por la razón adicional de que los esclavos, indígenas, etc., permiten una explotación más exhaustiva del trabajo. No hay ninguna razón para que estos porcentajes de beneficios superiores [...] no pasen a engrosar, al ser remitidos al país de origen, el coeficiente medio del beneficio, contribuyendo a mantenerlo elevado». [...] Engels avanzó un paso más que Marx en el desarrollo de la teoría. Obligado a admitir que en Gran Bretaña la tendencia prevaleciente no era hacia el aumento de la miseria sino más bien hacia un mejoramiento considerable, señaló como su causa probable el hecho de que Gran Bretaña «explotara a todo el mundo», y atacó despectivamente a «la clase trabajadora británica» que, en lugar de sufrir según lo previsto por la teoría, «se tornaba cada vez más burguesa». Y prosigue diciendo: «Pareciera que Inglaterra, la más burguesa de todas las naciones, quisiera llevar las cosas a un punto tal en que la aristocracia burguesa y el proletariado burgués convivieran, codo con codo, con la burguesía». [...] No creo que esta hipótesis auxiliar pueda salvar la ley del aumento de la miseria, pues la experiencia la ha refutado. Existen países, por ejemplo las democracias escandinavas, Checoslovaquia, Canadá, Australia, Nueva Zelandia, etc., por no decir nada de los Estados Unidos, donde el intervencionismo democrático ha asegurado a los obreros un alto nivel de vida, pese a no haber gozado allí de la explotación colonial o de haberla llevado a cabo en grado insuficiente para justificar la hipótesis. Además, si comparamos a ciertos países que «explotan» colonias, como Holanda y Bélgica, con Dinamarca, Suecia, Noruega y Checoslovaquia, que no «explotan» colonias, no hallamos que los obreros industriales se beneficien por la posesión de colonias pues la situación de la clase trabajadora en todos estos países es sorprendentemente similar. Por otra parte, si bien la miseria infligida a los indígenas mediante la colonización constituye uno de los capítulos más sombríos de la historia de la civilización, no puede afirmarse que dicha miseria se haya acrecentado con posterioridad a Marx. Muy por el contrario, las condiciones de vida han mejorado considerablemente y no obstante, si fueran correctas la hipótesis auxiliar y la teoría original, la miseria tendría que ser allí más que ostensible (ibíd., cap. 20, secc. VI).

No es el caso, estimado Popper, que los países colonialistas, y sólo ellos, se beneficien de la materia prima y de la mano de obra económica de las colonias; así no funciona el capitalismo. En el capitalismo bien entendido cada quien exprime lo que le es dable exprimir, y luego el jugo se reparte hacia todos los distritos económicamente poderosos, sin importar si tales distritos poseen o no colonias. ¿Cuál era, en el siglo XVI, el país colonialista por excelencia? ¡España, desde luego! Y sin embargo no fueron los españoles, sino los ingleses, quienes más se capitalizaron en ese siglo por causa del saqueo ibérico a las Américas. Primera ley del capitalismo: "El poder económico vale más que cualquier colonia; mejor es saber negociar que saber colonizar". La brutal explotación colonial cubrió de prosperidad a las grandes potencias económicas, y los obreros industriales de aquellos países ligaron algo de rebote; esa es la verdad, mi verdad, mejor dicho.


Dice Popper que la miseria de los pueblos colonizados no se acrecentó con posterioridad a Marx, que las condiciones de vida "han mejorado considerablemente" también en aquellas latitudes. Pero ¿de qué habla Popper cuando se refiere a las condiciones de vida? En 1850, obviamente, un habitante de Sudamérica no podía prepararse un licuado de banana ni podía mirar el noticiero de las doce; ¿hemos de concluir por eso que el nivel de vida de los sudamericanos ha mejorado? Yo entiendo que no. Una cosa son los adelantos tecnológicos, muchos de los cuales llegan tarde temprano a las capas económicamente menos favorecidas del mundo subdesarrollado, permitiendo que hasta ellas los disfruten, y otra cosa es el nivel real de disfrute de la propia existencia, para lo cual es indispensable, en principio, tener comida, algo que siempre tuvieron, con excepción de algunas ocasionales hambrunas, los indígenas precolombinos, y algo de lo que hoy en día carecen muchas personas incluso en una ciudad tan moderna y desarrollada como Buenos Aires, en donde la gente aguarda el cierre nocturno de los McDonalds para procurarse algún recorte de hamburguesa que aparezca en sus bolsas de residuos. Esta gente hambrienta tal vez posea un aparato de radio; tal vez lo escuche mientras espera, muerta de frío en la vereda, la promisoria llegada de su "botín". Los aztecas no podían darse ese lujo, no podían escuchar los partidos de fútbol por radio. Pero comían, y comían todos los días. ¿De qué mejora en las condiciones de vida me están hablando?


Y después está el tema del tiempo libre. No se puede pretender que las condiciones de vida son hoy mejores en el subdesarrollo que lo que lo eran en la etapa precolonialista sabiendo como sabemos que si un operario quiere alimentarse bien y alimentar a su familia deberá permanecer en su puesto de trabajo muchas más horas que las que podría dedicar a otros fines más elevados, al "reino de la libertad" que tanto agradaba, y con razón, a Marx y a Engels. Desde ya que el reino de la libertad, el reino del cultivo del espíritu, estaba casi negado a los amerindios por causa de su retraso cultural y por más que dispusieran del tiempo suficiente como para disfrutarlo; no, lo que hacían ellos cuando les sobraba el tiempo era dormir u organizar juergas. En este sentido, y por muy saturadas que hoy estén las agendas de los trabajadores, ellos pueden acceder a este reino con mayor facilidad que sus antepasados. Podrán también holgazanear y enfiestarse durante los fines de semana siguiendo la tradición, y de hecho la mayoría continúa vaciando su ahora escaso tiempo libre de acuerdo a esas antiguas pautas, pero siempre queda la opción de cultivarse que antes no existía. Por otra parte, sería necio atribuir esta nueva bendición a los avances del imperialismo capitalista en suelo americano. El habitante promedio de América es más espirituoso ahora que hace unos siglos porque la cultura europea, la cultura toda, y no su sistema económico, se impuso en parte dentro de la mentalidad del indígena. El capitalismo, con su ideal del destajo, quema el tiempo del obrero de modo inmisericorde, obligándolo a producir superfluidades para luego consumirlas en lugar de producir, o cuando menos consumir, espiritualidad y cultura. La jornada reducida de trabajo, sabiamente propagandeada por Marx y por su yerno Lafargue, abriría de par en par las puertas del ocio para que todo trabajador disfrute de su bondades. Si después este ocio se transforma en el ocio improductivo y hasta perjudicial de los indígenas, o si resulta un acicate para el crecimiento espiritual de la sociedad, eso es algo que una ley laboral nunca podrá determinar. La ley, la ley social, prepara el campo, pero son los hombres y su individualidad psicológica los que deciden sembrar --y cosechar-- en él o echarse a dormir una siesta. Hay que darles, en fin, la posibilidad de que opten; haciéndolos trabajar como burros o como máquinas, el capitalismo no les concede alternativa. Se me dirá que varios países capitalistas, encabezados casi siempre por Francia, han reducido notablemente las jornadas laborales. ¡Enhorabuena!... Cuando eso mismo suceda en los países colonizados como el mío, comenzaré a dudar de la malevolencia intrínseca del capitalismo.


Si las condiciones de vida del trabajador promedio han mejorado o empeorado en los países del subdesarrollo con respecto a la época precapitalista, eso es algo que no está claro, y menos claro aún está el hecho de que, en el caso de haber mejorado, la causa detonante de la mejoría sea la implantación del sistema económico capitalista en esas tierras. Lo que sí está claro, según mi modesto parecer, es que en el mundo, y sobre todo en el mundo subdesarrollado, se produce muchísimo alimento, y sin embargo este alimento no siempre llega a las bocas de los hambrientos. También está claro que, pese al descontrolado --y a mi criterio deseable-- avance del maquinismo, la industria tercermundista es incapaz de darle un respiro al operario --o se lo da de golpe y lo transforma en un desocupado. Todo esto me hace suponer que lo que Popper veía de bueno en el capitalismo lo veía desde Inglaterra, y que si no echaba pestes sobre él era porque nunca se mezcló con su componente residual, con su residuo metabólico, que hace ya tiempo no aparece por las calles londinenses porque se ha decidido enderezarlo hacia estos alejados contornos para que su hedor no afecte las delicadas narices de quienes cobijan la esperanza de construir un mundo mejor en base a un postulado económico emparentado indisolublemente con el egoísmo, un egoísmo tal vez atenuado por el intervencionismo estatal, pero egoísmo al fin y por siempre. Y es que no se puede tener compasión --Popper mismo lo admitió-- por aquellos seres demasiado alejados de nosotros. Los intelectuales primermundistas lucharon contra el capitalismo mientras la estela de miseria que a su paso sigue se dejaba ver, se dejaba palpar, en su atmósfera, asfixiándolos. Ahora los que sufren están lejos; por más esfuerzos que hagan los noticieros, es imposible compadecerlos. Cierto que para eso, para reemplazar la compasión esfuminada, tenemos la reflexión profunda y el análisis; pero un hombre que se ha casado con la palabra democracia como se casó Karl Popper, y que de yapa tiene que convivir con su suegra --la economía capitalista-- sin avergonzar a su mujer, ese hombre ya no puede pensar claramente ni desinteresadamente sobre ningún asunto político y/o económico. Y un hombre que no puede pensar claramente ni tampoco compadecer claramente, será fácil presa del egoísmo institucionalizado que hoy impera en el planeta por más buena voluntad que desee poner en arreglar las cosas. Porque, eso sí, buena voluntad era lo que le sobraba, pero ¡qué poco que se hace con sólo ella!

1 comentario:

  1. Comparto el análisis de que Karl Popper no puede pensar desinteresadamente sobre ningún asunto político y/o económico. Popper es condenable además porque no profesa la fe marxista leninista fuera de la cual no hay salvación. Ese es el problema de casi todos los seres humanos, excepto del autor de este artículo que al parecer si puede "pensar claramente y compadecer claramente".

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