El desarrollo de la física teorética en el último siglo aportó, incluso para este dominio [el de las “cosas naturales”], la renuncia expresa a estatuir una conexión cerrada bajo leyes exactas. Así, pues, a partir de aquí quedó libre la vía para reconsiderar el problema de la libertad humana. Parecía dada la posibilidad de restituir en su derecho al testimonio inmediato de nuestra conciencia, según el cual podemos determinarnos libremente a nosotros mismos.
Hans Reiner, Vieja y nueva ética, p. 286
No refutaré estas palabras de Hans Reiner porque ya lo ha hecho, y con enorme profundidad, el uruguayo Vaz Ferreira[1], ni tampoco refutaré el ensayo completo en el cual van insertadas. Pero hay algo que me pregunto: este ensayo de Reiner titulado “La libertad del querer humano”, que viene a ser una recapitulación de la disertación con la que se doctoró ante su maestro Husserl, ¿qué pretende? ¿Pretende haber llegado a una demostración positiva respecto de la existencia del libre albedrío, o pretende simplemente destacar la posibilidad de que algún tipo de libre albedrío exista? Si el objetivo era este último, me parece plausible, aunque no hacía falta tanta disertación, pues basta para ello el “testimonio inmediato de nuestra conciencia”, que en la práctica se nos muestra inapelable. Pero si pretendió Reiner, para halagar a Husserl, haber demostrado que el libre albedrío existe, acá la cosa se torna oscura, porque las demostraciones de la existencia del libre albedrío (o las de la existencia del determinismo estricto) se me antojan de similar envergadura que las demostraciones de la existencia de Dios o de la inmortalidad del alma. No es que el pensador filosófico no deba ocuparse del tema del libre albedrío y el determinismo; por cierto que es uno de los temas capitales de la filosofía y hay que tenerlo siempre muy presente. De lo que no hay que ocuparse es de intentar resolver estas cuestiones, porque son, me parece, irresolubles, y el intentar resolverlas se me antoja una pérdida de valioso tiempo en el mejor de los casos, o una peligrosa vía hacia el dogmatismo en el peor. ¿Qué es lo que hay que hacer entonces? Pues adoptar una de esas dos posturas –una sola, no vale conciliarlas, porque son excluyentes en grado mayúsculo-- y, ahí sí, utilizar la lógica para derivar de la postura adoptada las consecuencias éticas, políticas, sociales, etc. que se articulan con ella. No gastemos nuestro tiempo intentando “fundamentar” nuestra creencia en el determinismo o en el libre albedrío; gastémoslo más bien en preguntarnos cómo deberíamos obrar, o pensar, o sentir si el universo fuese determinista, y cómo proceder si existiese el libre albedrío. Y entonces uno dirá: creo en el determinismo; luego, es lógico que yo haga, o piense, o sienta tales cosas y no otras. Y lo mismo para el que crea en el libre albedrío. Lo demás es pura cháchara o mera gimnasia intelectiva.
[1] Cf. Vaz Ferreira, Carlos, Trascendentalizaciones matemáticas ilegítimas, Buenos Aires, Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 1940.
Hans Reiner, Vieja y nueva ética, p. 286
No refutaré estas palabras de Hans Reiner porque ya lo ha hecho, y con enorme profundidad, el uruguayo Vaz Ferreira[1], ni tampoco refutaré el ensayo completo en el cual van insertadas. Pero hay algo que me pregunto: este ensayo de Reiner titulado “La libertad del querer humano”, que viene a ser una recapitulación de la disertación con la que se doctoró ante su maestro Husserl, ¿qué pretende? ¿Pretende haber llegado a una demostración positiva respecto de la existencia del libre albedrío, o pretende simplemente destacar la posibilidad de que algún tipo de libre albedrío exista? Si el objetivo era este último, me parece plausible, aunque no hacía falta tanta disertación, pues basta para ello el “testimonio inmediato de nuestra conciencia”, que en la práctica se nos muestra inapelable. Pero si pretendió Reiner, para halagar a Husserl, haber demostrado que el libre albedrío existe, acá la cosa se torna oscura, porque las demostraciones de la existencia del libre albedrío (o las de la existencia del determinismo estricto) se me antojan de similar envergadura que las demostraciones de la existencia de Dios o de la inmortalidad del alma. No es que el pensador filosófico no deba ocuparse del tema del libre albedrío y el determinismo; por cierto que es uno de los temas capitales de la filosofía y hay que tenerlo siempre muy presente. De lo que no hay que ocuparse es de intentar resolver estas cuestiones, porque son, me parece, irresolubles, y el intentar resolverlas se me antoja una pérdida de valioso tiempo en el mejor de los casos, o una peligrosa vía hacia el dogmatismo en el peor. ¿Qué es lo que hay que hacer entonces? Pues adoptar una de esas dos posturas –una sola, no vale conciliarlas, porque son excluyentes en grado mayúsculo-- y, ahí sí, utilizar la lógica para derivar de la postura adoptada las consecuencias éticas, políticas, sociales, etc. que se articulan con ella. No gastemos nuestro tiempo intentando “fundamentar” nuestra creencia en el determinismo o en el libre albedrío; gastémoslo más bien en preguntarnos cómo deberíamos obrar, o pensar, o sentir si el universo fuese determinista, y cómo proceder si existiese el libre albedrío. Y entonces uno dirá: creo en el determinismo; luego, es lógico que yo haga, o piense, o sienta tales cosas y no otras. Y lo mismo para el que crea en el libre albedrío. Lo demás es pura cháchara o mera gimnasia intelectiva.
[1] Cf. Vaz Ferreira, Carlos, Trascendentalizaciones matemáticas ilegítimas, Buenos Aires, Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 1940.
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