Vuelvo a internarme en la selva amazónica de la Suma teológica, pero esta vez el guía idóneo se llama Hans Reiner, y el tema es el de la ética de la intención en contraposición con la ética de las consecuencias. Dice Reiner:
El sistema ético de Tomás de Aquino llegó a una conclusión que podemos presentar de la siguiente manera: la verdadera medida de lo éticamente bueno o malo es objetiva. Radica, esencialmente, en la índole del fin de la acción. Y para determinar esta índole, según Tomás, el fin debe ser verdaderamente bueno y no sólo aparentemente bueno [...]. Esta medida sólo tiene valor absoluto en tanto se le presente como tal medida al actuante, que decide con arreglo a ella. Le es dada siempre, pues, en el marco de comprensión de su razón (capaz de error). De esta manera lo que importa para la calificación ética de una acción, no es la índole de su fin, tal como es en sí, sino tal como se presenta al actuante. Dicho de otra forma, lo que importa es la intención (Hans Reich, Vieja y nueva ética, pp. 16-7).
¿En qué quedamos? Si la verdadera medida de lo éticamente bueno o malo es objetiva, no puede concluirse diciendo que lo que importa es la intención, porque la intención del actuante es lo más subjetivo que puede haber dentro del ámbito de la ética, y esto Reiner lo sabe:
La parcial acentuación de la intención conduce a peligrosas consecuencias. Se corre el peligro de que la buena intención justifique incluso los malos medios (como el homicidio). Con ello parece perderse, además, toda medida objetiva de la moralidad, puesto que, por ejemplo, la persecución de los mártires, nacida de una buena intención, llega a presentarse como una buena acción sin más.
Pero medir la bondad o maldad de las acciones en base a las consecuencias que acarrean no es tampoco un criterio fiable, porque ¿cuándo comienzan, y sobre todo cuándo terminan de manifestarse estas consecuencias en el espacio y en el tiempo? Consecuencias que hoy pueden parecernos deseables pueden derivar, a la postre, en consecuencias indeseables y viceversa. Por eso lo mejor, me parece, es volver la vista al individuo, pero no en base a la intención conciente de que hace gala mientras ejecuta la acción, sino en base al concepto de "respuesta al valor" acuñado por Dietrich von Hildebrand. Ante un valor cualquiera, pero extramoral, el individuo responde mediante un valor moral, que es una cualidad psicológica o metapsicológica que, como tal, lo impulsa a ejecutar una acción determinada. Si se pudiese descubrir el tipo de respuesta al valor que el individuo efectúa (adecuada o inadecuada fundamentalmente, pero también descubrir el puntual valor moral que auspicia tal respuesta) estaríamos a las puertas de una verdadera positividad relacionada con las buenas y las malas acciones. Serán, pues, los psicólogos los encargados de suministrarnos este dato. Sólo la observación detallada del individuo que responde a un valor (o disvalor) extramoral valiéndose de un valor (o disvalor) moral podrá entregarnos una pista en este sentido, y la observación repetida e incansable de las respuestas al valor de un individuo en determinadas y cambiantes circunstancias nos suministrará una pauta más o menos confiable acerca del grado de bondad, maldad, valentía, cobardía, etc. que tal individuo posee o ha poseído en el intervalo de tiempo analizado. Así, los juicios de valor del tipo "Juan es bueno" podrán ser por fin considerados verdaderos o falsos tal como sucede con los juicios de hechos y entonces la dicotomía hecho-valor terminará de una vez por todas de desplomarse[1].
[1] Robert Hartman --me ha comentado ayer Ricardo Maliandi-- se hizo millonario implementando un test gracias al cual evaluaba, según él, el grado de bondad o maldad del individuo encuestado. Le practicó incluso este test al propio Maliandi, el cual quedó un poco entristecido por no haberse aproximado en mayor medida al puntaje ideal. Pero ¿puede un test, respondido por el propio interesado, otorgarnos una pauta más o menos confiable acerca de la eticidad de una persona? Lo dudo muchísimo. ¡Quédese tranquilo, pues, amigo Ricardo, que a muchas leguas se nota que es usted buena persona!
El sistema ético de Tomás de Aquino llegó a una conclusión que podemos presentar de la siguiente manera: la verdadera medida de lo éticamente bueno o malo es objetiva. Radica, esencialmente, en la índole del fin de la acción. Y para determinar esta índole, según Tomás, el fin debe ser verdaderamente bueno y no sólo aparentemente bueno [...]. Esta medida sólo tiene valor absoluto en tanto se le presente como tal medida al actuante, que decide con arreglo a ella. Le es dada siempre, pues, en el marco de comprensión de su razón (capaz de error). De esta manera lo que importa para la calificación ética de una acción, no es la índole de su fin, tal como es en sí, sino tal como se presenta al actuante. Dicho de otra forma, lo que importa es la intención (Hans Reich, Vieja y nueva ética, pp. 16-7).
¿En qué quedamos? Si la verdadera medida de lo éticamente bueno o malo es objetiva, no puede concluirse diciendo que lo que importa es la intención, porque la intención del actuante es lo más subjetivo que puede haber dentro del ámbito de la ética, y esto Reiner lo sabe:
La parcial acentuación de la intención conduce a peligrosas consecuencias. Se corre el peligro de que la buena intención justifique incluso los malos medios (como el homicidio). Con ello parece perderse, además, toda medida objetiva de la moralidad, puesto que, por ejemplo, la persecución de los mártires, nacida de una buena intención, llega a presentarse como una buena acción sin más.
Pero medir la bondad o maldad de las acciones en base a las consecuencias que acarrean no es tampoco un criterio fiable, porque ¿cuándo comienzan, y sobre todo cuándo terminan de manifestarse estas consecuencias en el espacio y en el tiempo? Consecuencias que hoy pueden parecernos deseables pueden derivar, a la postre, en consecuencias indeseables y viceversa. Por eso lo mejor, me parece, es volver la vista al individuo, pero no en base a la intención conciente de que hace gala mientras ejecuta la acción, sino en base al concepto de "respuesta al valor" acuñado por Dietrich von Hildebrand. Ante un valor cualquiera, pero extramoral, el individuo responde mediante un valor moral, que es una cualidad psicológica o metapsicológica que, como tal, lo impulsa a ejecutar una acción determinada. Si se pudiese descubrir el tipo de respuesta al valor que el individuo efectúa (adecuada o inadecuada fundamentalmente, pero también descubrir el puntual valor moral que auspicia tal respuesta) estaríamos a las puertas de una verdadera positividad relacionada con las buenas y las malas acciones. Serán, pues, los psicólogos los encargados de suministrarnos este dato. Sólo la observación detallada del individuo que responde a un valor (o disvalor) extramoral valiéndose de un valor (o disvalor) moral podrá entregarnos una pista en este sentido, y la observación repetida e incansable de las respuestas al valor de un individuo en determinadas y cambiantes circunstancias nos suministrará una pauta más o menos confiable acerca del grado de bondad, maldad, valentía, cobardía, etc. que tal individuo posee o ha poseído en el intervalo de tiempo analizado. Así, los juicios de valor del tipo "Juan es bueno" podrán ser por fin considerados verdaderos o falsos tal como sucede con los juicios de hechos y entonces la dicotomía hecho-valor terminará de una vez por todas de desplomarse[1].
[1] Robert Hartman --me ha comentado ayer Ricardo Maliandi-- se hizo millonario implementando un test gracias al cual evaluaba, según él, el grado de bondad o maldad del individuo encuestado. Le practicó incluso este test al propio Maliandi, el cual quedó un poco entristecido por no haberse aproximado en mayor medida al puntaje ideal. Pero ¿puede un test, respondido por el propio interesado, otorgarnos una pauta más o menos confiable acerca de la eticidad de una persona? Lo dudo muchísimo. ¡Quédese tranquilo, pues, amigo Ricardo, que a muchas leguas se nota que es usted buena persona!
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