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martes, 14 de agosto de 2012

La verdadera democracia

Insisto con reflexiones de orden político. Sepan disculpar mi inconsecuencia, ya que siempre afirmé que las reflexiones políticas eran como un vuelo gallináceo en comparación con las reflexiones filosóficas, pero es que ya no dispongo del tiempo suficiente como para emular a los cóndores.
¿Cuál es el auténtico, el irrecusable disvalor mayor de la democracia? Descubrámoslo a través de la palabra del seudo fachista Pío Baroja:

He leído, como todo el mundo, algo acerca de la democracia, pero no tengo una idea clara de lo que es; etimológicamente significa gobierno del pueblo, pero yo creo --quizás me engañe-- que el pueblo no ha mandado nunca ni en los tiempos más revolucionarios y que tampoco mandará en el porvenir (Pío Baroja, Comunistas, judíos y demás ralea, p. 77).

Es éste un gran disvalor de la democracia, el de traicionar a su propia etimología, porque ni siquiera en tiempo de los griegos se cumplió eso de que el pueblo gobernara.

¿Que tienen representantes o delegados que mandan por él? Riámonos de eso. Es la farsa más estupenda que se ha inventado (ibíd, p. 77).

Sí: pretender que en una democracia el pueblo gobierna, o que los presidentes, diputados y senadores representan al pueblo y velan por él, es para reírse. Pero no es aquí en donde deberemos buscar su mayor podredumbre, sino más bien en esa manía que tienen los demócratas, y los políticos idealistas en general, de pretender arribar al "estado de bienestar" como consecuencia de un ascenso generalizado no del espíritu de la gente, sino de su rango. La democracia, la bendita democracia,

ha inculcado en todos el ansia del perfeccionamiento social, el anhelo de escalar posiciones y ha hecho que el hombre busque su progreso de fuera, su progreso que se podría decir objetivo, más que el subjetivo o de su ser moral (p. 78).

Vivir en democracia, hoy en día, es vivir de espaldas al hecho moral y de frente al hecho cívico o político. He ahí el quid de la cuestión, el porqué de la escasa búsqueda de valores que impera en nuestras actuales sociedades, presas del qué dirán y del qué no dirán, atribuladas por lo que se ve con los ojos de fuera y desdeñosas de lo que se percibe con los ojos de dentro.
Pero ¿será éste un vicio inherente a la democracia o sólo de la democracia tal como nos tiene acostumbrados en estos tiempos? Democracias espirituosas necesitamos, las cuales son concebibles, al menos en teoría; pero, paradójicamente, la democracia espirituosa sería una democracia de minorías. Una democracia espirituosa vendría a ser algo así como la cerveza sin alcohol: aunque pudiera ser que exista, prácticamente nadie la consumiría. La cerveza, la verdadera cerveza, pide alcohol, y la verdadera democracia pide vanidad, engreimiento, escalafones, pan y circo. 

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