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jueves, 16 de agosto de 2012

La fama del viejo Schopenhauer, y la mía también



La obra cumbre de Schopenhauer, nos cuenta Rüdiger Safranski, "se gesta entre 1814 y 1818. Termina esta fase de su vida con la consciencia de haber culminado la auténtica tarea de su existencia. Después se presenta al público y tiene que comprobar, con desolación, que no hay audiencia para él" (Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, p. 13). Mi obra cumbre también se ha gestado ya, porque no puedo calificar de otro modo a las investigaciones éticas que absorbieron mi tiempo intelectual entre los años 2007 y 2008. Y, al igual que Schopenhauer, compruebo que no hay audiencia para este conglomerado de magnas ideas.
El gran pensador pesimista se armó de paciencia, esperando que algún día lo "descubrieran", y ese día llegó, en abril de 1853, cuando Schopenhauer ya tenía sesenta y cuatro años. Sesenta y cuatro años siendo un don nadie y tan sólo siete para disfrutar los beneficios de la fama. Pero ¿de qué le sirve la fama a un pobre viejo? No de mucho si la comparamos con la fama en la juventud o en la madurez, que le brinda al individuo que la tiene una ilusoria pero no por ello menos vívida sensación de omnipotencia. Pero igual la disfrutó. Téngase por seguro que Schopenhauer disfrutó de sus últimos siete años mucho más, muchísimo más, de lo que la lógica le permitía visto y considerando su postura filosófica.
¿Y yo? ¿Podré disfrutar de algunos años de notoriedad, aunque más no sea en la senectud de mi existencia? Mi vanidad, lo que tengo de vanidoso, lo desea fervientemente; pero lo que tengo de filósofo, por poco que sea, me pide a gritos que rehúya el beso de la viuda negra.

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