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jueves, 29 de noviembre de 2012

Jesús y la Iglesia cristiana bajo la lupa de Voltaire


Sobre Jesús y la Iglesia cristiana tenía Voltaire opiniones muy formadas. Gritaba a los cuatro vientos que la historia de Jesús debía estudiarse de manera sistemática y científica, sin partir de ningún dogma establecido:

Sólo un fanático o un bribón [...] podría sostener que no se debe investigar la historia de Cristo a la luz de la razón. ¿Cómo y con qué, entonces, puede enjuiciarse un libro, sea el que fuere? ¿A la luz de la sinrazón, tal vez? (citado por David Strauss en Voltaire, p. 198).

Y estos estudios racionales que sobre la figura de Jesús han de hacerse concluirán, suponía Voltaire, que Jesús ha sido un hombre y sólo un hombre, aunque un hombre de gran carisma y virtud, comparable, bajo muchos aspectos, con Sócrates:

Por lo que se refiere a Jesús, hasta sus enemigos tienen que reconocer [...] que poseía el raro talento de conquistar discípulos. Este dominio sobre los espíritus [...] no se adquiere nunca sin talento y sin buenas costumbres, sin una conducta intachable, libre de abominables vicios. Para convertirse en guía de otros hay que empezar por ganar su respeto; nadie puede inspirar a otros fe si no se le tiene en elevado concepto. No cabe duda, pues, de que Jesús debió de ser un hombre fuerte y activo, que poseía el don de agradar y cuya vida, sobre todo, estaba a salvo de todo reproche. Me atrevería a llamarlo [...] un Sócrates rural. Ambos predicaban la moral, sin poseer una determinada profesión; ambos tenían discípulos que los adoraban y enemigos que querían perderlos; ambos pronunciaron palabras duras contra los sacerdotes de su pueblo; ambos fueron condenados a muerte y ejecutados (citado por Strauss en ibíd., p. 199).

Tanto Jesús como Sócrates se especializaron en predicar la moral, y no caben dudas de que dicha moral era la misma, y que era buena:

Un hombre que se hace pasar por profeta puede decir o hacer locuras y necedades, y no importa que se las echen en cara; en nada perjudica esto a su carrera, como demuestra hasta la saciedad el ejemplo de cuáqueros y metodistas. Lo que no puede predicar es el vicio y el crimen. Para impresionar a las gentes, tiene que exhortarlas necesariamente a la virtud. Por eso Sócrates, como Jesús, sólo podía predicar una moral buena, y la buena moral es siempre y dondequiera la misma (ibíd., pp. 199-200).

"La buena moral es siempre y dondequiera la misma"; no puedo menos que saludar este universalismo ético de Voltaire, imprescindible de señalar en estos tiempos de dudosos relativismos. Y también coincido en la comparación Sócrates-Jesús, y en negar la divinidad de cualesquiera de estos personajes.
Pasando ahora al tema de la Iglesia cristiana, entiende Voltaire que no fue una invención de Jesús, que Jesús no había planeado esa consecuencia de sus predicaciones:

Me atrevo a afirmar, y creo que los hombres más sabios y más razonables estarán de acuerdo conmigo, que Cristo jamás pensó en fundar una nueva religión. El cristianismo, tal como existe desde los tiempos de Constantino, es una religión tan extraña a Jesús como pueda serlo a Zoroastro o a Brahma. Jesús se ha convertido en un pretexto de nuestras fantásticas doctrinas y de nuestras persecuciones religiosas, pero no es su autor. Me jacto [...] de poder demostrar que Cristo no era cristiano, que, lejos de ello, habría rechazado con asco nuestro cristianismo, esta religión que hemos recibido en herencia de Roma (citado por Strauss en ibíd., p. 202).

Y es que Voltaire asociaba la religión cristiana principalmente con el tema de las guerras y las persecuciones, y como era él un hombre de paz y de tolerancia, no podía menos que indignarse ante el sanguinario prontuario que venía exhibiendo el cristianismo desde sus comienzos. "Me atrevo a asegurar --dice Voltaire por boca de Fréret en uno de sus más picantes diálogos-- que desde el Concilio de Nicea hasta la sedición de las Cévennes, no ha pasado un solo año en que el cristianismo no haya vertido sangre", y enumera:

Releed la historia de la Iglesia; ved cómo los donatistas y sus adversarios pelean y se matan; cómo los atanasianos y los arrios [arrianos] llenan de sangre el Imperio por un diptongo[1]; cómo los cristianos bárbaros se quejan amargamente de que el prudente emperador Juliano no les dejó degollarse y aniquilarse. Ved todo ese desfile de espantosas matanzas, a legiones de ciudadanos muriendo en los suplicios, a cientos de príncipes asesinados; ved las hogueras que iluminan con su resplandor vuestros concilios, a doce millones de inocentes, sin más pecado que ser los habitantes de un nuevo hemisferio, abatidos como las bestias de un coto de caza, so pretexto de que se resistían a ser cristianos, y, en nuestro viejo hemisferio, a los cristianos mismos inmolados sin cesar los unos por los otros: ancianos, niños, madres, mujeres, muchachas, sacrificados en masa en la cruzada de los albigenses, en las guerras de los husitas, en las de los luteranos, los calvinistas, los anabaptistas, en la noche de San Bartolomé, en las matanzas de Irlanda, en las del Piamonte, en las de las Cévennes..., en tanto que el obispo de Roma, muellemente reclinado en su trono, se deja besar los pies y cincuenta castrados elevan a los espacios sus trinos, para que no se aburra. Pongo a Dios por testigo de que este retrato es fiel, y no osaréis contradecirme (La comida del conde de Boulainvilliers, citado por Strauss en ibíd., pp. 278-9).

Y como un abate presente en la discusión le reprochara al autor de este alegato que no debe culparse a la religión cristiana de los abusos que se cometen a la sombra de ella, el propio conde de Boulainvilliers lo retruca:

Bien estaría eso si los abusos fuesen pocos. Pero si los sacerdotes han tratado de vivir a costa nuestra desde que Pablo o quien tomara su nombre escribió «Qué, ¿no tenemos potestad de comer y beber, y de traer con nosotros a una hermana o a la mujer, como los otros apóstoles?»; si la Iglesia ha pugnado siempre por invadirlo todo; si ha empleado siempre todas las armas posibles para arrebatarnos nuestros bienes y nuestras vidas [...]; si nos encontramos con que la historia de la Iglesia es una cadena ininterrumpida de querellas, imposturas, vejaciones, engaños, rapiñas y asesinatos, ¿cómo no llegar a la conclusión de que el abuso está en la cosa misma, y no en quienes la manejan, por lo mismo que el lobo es por naturaleza una bestia carnicera, y a nadie se le ocurriría decir que es por un abuso por lo que chupa la sangre de los corderos? (Ibíd., p. 279).

Magistral. Magistral y valiente, por mucho que el autor se haya escondido en las sombras del anonimato al publicar estas palabras.

[1] El diptongo al que hace referencia Voltaire es el siguiente: En el concilio de Nicea se discutía si Cristo era, con respecto al Padre, "HOMOOUSIS" u "HOMOIOUSIS", o sea, "IGUAL" O "PARECIDO". Los arrianos, al igual que hoy los islámicos, consideraban a Cristo un gran profeta, pero agregándole esa "I", le quitaban su divinidad. El caso es que los partidarios de HOMOOUSIS, armados y enfurecidos, sacaron a los arrianos y donatistas del concilio y mandaron a la otra supuesta vida a los que pudieron.

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