Sobre Jesús y la Iglesia cristiana tenía Voltaire opiniones muy
formadas. Gritaba a los cuatro vientos que la historia de Jesús debía
estudiarse de manera sistemática y científica, sin partir de ningún dogma
establecido:
Sólo un fanático o un
bribón [...] podría sostener que no se debe investigar la historia de Cristo a
la luz de la razón. ¿Cómo y con qué, entonces, puede enjuiciarse un libro, sea
el que fuere? ¿A la luz de la sinrazón, tal vez? (citado por David Strauss en Voltaire, p. 198).
Y estos estudios
racionales que sobre la figura de Jesús han de hacerse concluirán, suponía
Voltaire, que Jesús ha sido un hombre y sólo un hombre, aunque un hombre de
gran carisma y virtud, comparable, bajo muchos aspectos, con Sócrates:
Por lo que se refiere a
Jesús, hasta sus enemigos tienen que reconocer [...] que poseía el raro talento
de conquistar discípulos. Este dominio sobre los espíritus [...] no se adquiere
nunca sin talento y sin buenas costumbres, sin una conducta intachable, libre
de abominables vicios. Para convertirse en guía de otros hay que empezar por
ganar su respeto; nadie puede inspirar a otros fe si no se le tiene en elevado
concepto. No cabe duda, pues, de que Jesús debió de ser un hombre fuerte y
activo, que poseía el don de agradar y cuya vida, sobre todo, estaba a salvo de
todo reproche. Me atrevería a llamarlo [...] un Sócrates rural. Ambos
predicaban la moral, sin poseer una determinada profesión; ambos tenían
discípulos que los adoraban y enemigos que querían perderlos; ambos
pronunciaron palabras duras contra los sacerdotes de su pueblo; ambos fueron
condenados a muerte y ejecutados (citado por Strauss en ibíd., p. 199).
Tanto Jesús como
Sócrates se especializaron en predicar la moral, y no caben dudas de que dicha
moral era la misma, y que era buena:
Un hombre que se hace
pasar por profeta puede decir o hacer locuras y necedades, y no importa que se
las echen en cara; en nada perjudica esto a su carrera, como demuestra hasta la
saciedad el ejemplo de cuáqueros y metodistas. Lo que no puede predicar es el
vicio y el crimen. Para impresionar a las gentes, tiene que exhortarlas
necesariamente a la virtud. Por eso Sócrates, como Jesús, sólo podía predicar
una moral buena, y la buena moral es siempre y dondequiera la misma (ibíd., pp. 199-200).
"La buena moral
es siempre y dondequiera la misma"; no puedo menos que saludar este
universalismo ético de Voltaire, imprescindible de señalar en estos tiempos de
dudosos relativismos. Y también coincido en la comparación Sócrates-Jesús, y en
negar la divinidad de cualesquiera de estos personajes.
Pasando ahora al tema de la Iglesia cristiana, entiende Voltaire que no
fue una invención de Jesús, que Jesús no había planeado esa consecuencia de sus
predicaciones:
Me atrevo a afirmar, y
creo que los hombres más sabios y más razonables estarán de acuerdo conmigo,
que Cristo jamás pensó en fundar una nueva religión. El cristianismo, tal como
existe desde los tiempos de Constantino, es una religión tan extraña a Jesús
como pueda serlo a Zoroastro o a Brahma. Jesús se ha convertido en un pretexto
de nuestras fantásticas doctrinas y de nuestras persecuciones religiosas, pero
no es su autor. Me jacto [...] de poder demostrar que Cristo no era cristiano,
que, lejos de ello, habría rechazado con asco nuestro cristianismo, esta
religión que hemos recibido en herencia de Roma (citado por Strauss en ibíd., p. 202).
Y es que Voltaire
asociaba la religión cristiana principalmente con el tema de las guerras y las
persecuciones, y como era él un hombre de paz y de tolerancia, no podía menos
que indignarse ante el sanguinario prontuario que venía exhibiendo el
cristianismo desde sus comienzos. "Me atrevo a asegurar --dice Voltaire
por boca de Fréret en uno de sus más picantes diálogos-- que desde el Concilio
de Nicea hasta la sedición de las Cévennes, no ha pasado un solo año en que el
cristianismo no haya vertido sangre", y enumera:
Releed la historia de la Iglesia; ved cómo los
donatistas y sus adversarios pelean y se matan; cómo los atanasianos y los
arrios [arrianos] llenan de sangre el Imperio por un diptongo[1]; cómo los
cristianos bárbaros se quejan amargamente de que el prudente emperador Juliano
no les dejó degollarse y aniquilarse. Ved todo ese desfile de espantosas
matanzas, a legiones de ciudadanos muriendo en los suplicios, a cientos de
príncipes asesinados; ved las hogueras que iluminan con su resplandor vuestros
concilios, a doce millones de inocentes, sin más pecado que ser los habitantes
de un nuevo hemisferio, abatidos como las bestias de un coto de caza, so
pretexto de que se resistían a ser cristianos, y, en nuestro viejo hemisferio,
a los cristianos mismos inmolados sin cesar los unos por los otros: ancianos,
niños, madres, mujeres, muchachas, sacrificados en masa en la cruzada de los
albigenses, en las guerras de los husitas, en las de los luteranos, los
calvinistas, los anabaptistas, en la noche de San Bartolomé, en las matanzas de
Irlanda, en las del Piamonte, en las de las Cévennes..., en tanto que el obispo
de Roma, muellemente reclinado en su trono, se deja besar los pies y cincuenta
castrados elevan a los espacios sus trinos, para que no se aburra. Pongo a Dios
por testigo de que este retrato es fiel, y no osaréis contradecirme (La comida del conde de Boulainvilliers,
citado por Strauss en ibíd., pp.
278-9).
Y como un abate
presente en la discusión le reprochara al autor de este alegato que no debe
culparse a la religión cristiana de los abusos que se cometen a la sombra de
ella, el propio conde de Boulainvilliers
lo retruca:
Bien estaría eso si los
abusos fuesen pocos. Pero si los sacerdotes han tratado de vivir a costa
nuestra desde que Pablo o quien tomara su nombre escribió «Qué, ¿no tenemos
potestad de comer y beber, y de traer con nosotros a una hermana o a la mujer,
como los otros apóstoles?»; si la Iglesia ha pugnado siempre por invadirlo
todo; si ha empleado siempre todas las armas posibles para arrebatarnos
nuestros bienes y nuestras vidas [...]; si nos encontramos con que la historia
de la Iglesia es una cadena ininterrumpida de querellas, imposturas,
vejaciones, engaños, rapiñas y asesinatos, ¿cómo no llegar a la conclusión de
que el abuso está en la cosa misma, y no en quienes la manejan, por lo mismo
que el lobo es por naturaleza una bestia carnicera, y a nadie se le ocurriría
decir que es por un abuso por lo que chupa la sangre de los corderos? (Ibíd., p. 279).
Magistral. Magistral
y valiente, por mucho que el autor se haya escondido en las sombras del
anonimato al publicar estas palabras.
[1] El diptongo al que hace referencia Voltaire es el siguiente: En el concilio de Nicea se discutía si Cristo era, con respecto al Padre, "HOMOOUSIS" u "HOMOIOUSIS", o sea, "IGUAL" O "PARECIDO". Los arrianos, al igual que hoy los islámicos, consideraban a Cristo un gran profeta, pero agregándole esa "I", le quitaban su divinidad. El caso es que los partidarios de HOMOOUSIS, armados y enfurecidos, sacaron a los arrianos y donatistas del concilio y mandaron a la otra supuesta vida a los que pudieron.
[1] El diptongo al que hace referencia Voltaire es el siguiente: En el concilio de Nicea se discutía si Cristo era, con respecto al Padre, "HOMOOUSIS" u "HOMOIOUSIS", o sea, "IGUAL" O "PARECIDO". Los arrianos, al igual que hoy los islámicos, consideraban a Cristo un gran profeta, pero agregándole esa "I", le quitaban su divinidad. El caso es que los partidarios de HOMOOUSIS, armados y enfurecidos, sacaron a los arrianos y donatistas del concilio y mandaron a la otra supuesta vida a los que pudieron.
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