Hace poco (12/9/16) cité la opinión de
Deleuze respecto de lo que él supone que sería la función principal de la
filosofía: entristecimiento de las personas. No la comparto; prefiero la
postura de Bertrand Russell: la principal función de la filosofía es la de
disipar la certidumbre. Por eso el dogmatismo ciego, lo mismo que el
escepticismo absoluto, son antifilosóficos, ya que “el uno está seguro de saber, el otro de no
saber” (Ensayos impopulares, “Filosofía
para legos”). En
filosofía nunca se está seguro de nada, y es tan funesto creer que se sabe algo
a ciencia cierta como creer que no sabemos absolutamente nada de ningún tema
relevante.
René Descartes, el padre de la filosofía moderna, intentó basar su
filosofía en postulados indubitables suministrados por la razón y no a partir
de revelaciones bíblicas. El problema fue que no lo consiguió, y era por fuerza
que no lo conseguiría, porque como ya dijimos, los dogmas son lo contrario de
la filosofía, y da lo mismo si son dogmas engendrados por una revelación
religiosa como por una persona que piensa, observa y experimenta. Su famosa
máxima, “pienso, luego existo”, es, según Russell, de gran valor filosófico y
muy probablemente verdadera, pero cuando quiso deducir de ella otros postulados
un tanto más complejos, su pensamiento comenzó a teñirse de ortodoxia. Hasta el
momento del “pienso, luego existo”, nos dice Russell,
todo iba bien. Pero desde ese instante su obra
pierde toda su perspicacia crítica, y acepta un sinfín de máximas escolásticas
a favor de las cuales no se puede alegar más que la tradición de las escuelas.
Cree que existe, dice, porque eso lo ve muy clara y muy distintamente; saca en
conclusión, pues, "que puedo tomar por regla general que las cosas que
concebimos con suma claridad y muy distintamente son todas ciertas".
Comienza entonces a concebir toda clase de cosas "con suma claridad y muy
distintamente", tales como que un efecto no puede tener mayor perfección
que su causa. Puesto que puede formarse una idea de Dios (es decir, de un ser
más perfecto que él), esta idea debe de haber tenido otra causa más perfecta
que él, causa que sólo puede ser Dios; por lo tanto, Dios existe. Puesto que
Dios es bueno, Él no engañaría perpetuamente a Descartes; entonces, los objetos
que Descartes ve cuando está despierto deben de existir realmente. Y así
sucesivamente. Toda la cautela intelectual es arrojada por los aires (Ensayos
impopulares, “Los motivos ulteriores de la filosofía”).
Russell piensa que lo que lleva a Descartes a desbarrancar
y a suponer que ha encontrado verdades indubitables por doquier es el deseo de
que tales postulados, en los que él creía por uno u otro motivo, sean
verdaderos. El deseo de que algo sea cierto, en filosofía, es para Russell
funesto, porque nos inclina sentimentalmente a buscar razones donde no las hay,
a justificar lo injustificable solo porque a nosotros nos place. Y lo peor de
todo es que el pensador realiza estas maniobras inconcientemente, pensando que
razona recta y cabalmente. No es que quiera engañarnos, es que se engaña sí
mismo, y los que lo leemos y aprobamos sus sofismas caemos también en la
enredadera.
En un hombre cuyos poderes de razonamiento son
buenos, los argumentos falaces son prueba de inclinación tendenciosa. Cuando
Descartes se encuentra escéptico, todo lo que dice es agudo y convincente, y
hasta su primer paso constructivo, la prueba de su propia existencia, tiene
mucho en su favor. Pero todo lo que sigue es flojo, descuidado y apresurado,
revelando de este modo la deformante influencia del deseo.
Concuerdo con Russell respecto de lo inconveniente que
resulta que se inmiscuya el deseo dentro de nuestro sistema de pensamientos
racio-empíricos, no intuitivos. Respecto de nuestras ideas intuitivas, es
decir, de nuestras ideas metafísicas, no se puede decir lo mismo, porque aquí es
el deseo el que lleva la voz cantante, como ya lo aclaré en mis anotaciones del
25/7/8. El error de Descartes no consistió en desear que Dios exista, sino en
creer que había demostrado su existencia por medio de argumentos racionales.
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