Otro
escritor, anterior a Pessoa, que se consideró en algún momento incomprendido y
desdeñado por los lectores, fue Henry David Thoreau. Antes de escribir Walden, su obra cumbre, escribió otro
libro que no tuvo tanto éxito: Una Semana en
los Ríos Concord y Merrimac. Con los costes a cuenta y cargo del escritor, un editor conocido de
Emerson se lo publicó en 1849 con una tirada de mil ejemplares, de los cuales
vendió poco y nada. Así se queja Thoreau de este episodio en la entrada de su
diario fechada el 28 de octubre de 1853:
Desde hace un año o dos, mi editor, así mal llamado, me escribe de
vez en cuando para preguntarme qué debiera hacerse con las copias que todavía
quedan de A
week on the Concord and Merrimack rivers, informándome finalmente de que
necesitaría el espacio que estas ocupan en su sótano. Así que tuve que decirle
que me las mandara aquí, y han llegado hoy, por correo exprés, en un vagón de
correos que llenaban completamente. 706 copias de una edición de 1000
ejemplares que yo mismo compré [...] hace cuatro años y que, desde entonces, y
hasta hoy todavía, vengo pagando. Ahora me han enviado la mercancía, lo que me
da, finalmente, la oportunidad de inspeccionar mi compra. Esto es algo bastante
más sustancial que la fama, como bien sabe ahora mi espalda, después de haber
tenido que transportarlos por las escaleras, dos pisos arriba, para dejarlos en
un lugar parecido a aquel del que provienen. De los doscientos noventa y pico
restantes, setenta y cinco fueron regalados y el resto se vendieron. Me veo
ahora con una biblioteca de casi novecientos volúmenes, de los que, más de setecientos,
han sido escritos por mí mismo. ¿No es bueno que el autor contemple los frutos
de su trabajo? Mis obras están apiladas contra una de las paredes de mi cuarto,
en un montón que tiene mi altura [...]. Esto es la autoría, este es el trabajo
de mi cerebro. [...] Ahora veo para qué escribo, y cuál es el resultado de mis
esfuerzos.
Sin
embargo, a pesar de este resultado, sentado junto a la masa inerte de mis
obras, tomo el lápiz esta noche y anoto el pensamiento o la experiencia que
haya podido tener, con tanta satisfacción como siempre. Y, de hecho, creo que
este resultado es mejor para mí, me inspira más que si un millar hubiera
comprado mi mercancía. Afecta menos mi privacidad, y me deja más libre (El Diario (1837-1861), pp. 314-5).
Se
nota que a Thoreau le molestaba no ser leído, como le molesta a todos los
escritores que publican. Después tuvo su revancha con Walden, que fue muy leído en vida de Thoreau y más leído aún
después de que muriera, pero hasta que eso sucedió tuvo que apurar este trago
amargo que le dejó esta tirada que acogió en su propia casa, y lo apuró
bastante bien, con fina ironía y humor envidiable.
¿Qué
sucedería conmigo si en el 2043 mi libro primero —seguramente costeado por mí
mismo— no se vendiese y tuviese que llevarme los ejemplares a mi propio
domicilio? Ojalá me lo tome con soda como se lo tomó el gran escritor
norteamericano[1].
[1] A otro enorme talento del siglo XIX le pasó
algo parecido: “Rimbaud, en 1873, hizo que Una temporada en el infierno se
editase a su caigo, pero casi la totalidad de los quinientos ejemplares quedaron
en la imprenta, porque no los pudo pagar” (Robert Bréchon, Extraño extranjero, p. 590). Ese libro de poemas es considerado hoy
en día una obra maestra.
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