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miércoles, 2 de enero de 2019

Mi propio palacio de Cascáis



Lo que yo quería ser y nunca seré, me daña las calles.
¿Pero entonces, esto no acaba?
¿Es destino?
Sí, es mi destino.
Distribuido por lo que encontré entre la basura
y mis propósitos a orillas del camino;
lo que encontré rasgado por los niños,
y mis propósitos meados por mendigos,
y toda mi alma una toalla sucia que arrastraron por el suelo.
Álvaro de Campos, “O descalabro a ócio e estrelas...”

No hay cosa que yo haya querido, o en que haya puesto, aunque fuese un momento, el sueño solo de ese momento, que no se me haya deshecho debajo de las ventanas como polvo que pareciese piedra, caído de una maceta de un piso alto. Parece, incluso, que el Destino ha procurado siempre, primero, hacerme amar o querer aquello que él mismo había dispuesto para que al día siguiente viese que no lo tenía o tendría.
Bernardo Soares, Libro del desasosiego

Él no quería trabajar todos los días, porque quería días solo para él, para su vida, que era su obra.
Ofelia Queiroz, “O Fernando e eu”

En 1919, cuando su juventud ya se iba, Fernando Pessoa soñó con ser un escritor “instalado”:

La cosa esencial [...] es conseguir una casa donde haya bastante espacio, una buena área y bien distribuida, para arreglar todos mis papeles y libros en el orden debido. [...] Alquilar una casa fuera de Lisboa —por ejemplo, en Cascáis— y poner allí todas mis pertenencias (Escritos autobiográficos, automáticos y de reflexión personal, pp. 95 y 96).

Con el paso del tiempo, y cada vez más, Pessoa siguió soñando, junto con Bernardo Soares, con vivir “en un pueblo tranquilo de provincias” y pasear por “las huertas, los pomares, el pinar de la quinta”. La vida lo fue llevando por otros rumbos más tormentosos y nunca pudo cumplir ese anhelo de la casa suburbana, con tiempo y dinero suficientes como para dedicarse sin sobresaltos a lo que vino a hacer a este mundo. Anduvo de pensión en pensión, o viviendo con parientes, y nunca en un lugar propio y cómodo, hasta que finalmente recaló en la casa de la calle Coelho da Rocha, donde vivió con su madre, su hermana, su cuñado y sus sobrinos, arrinconado en un cuarto pequeño, oscuro, caliente y sin ventanas.
“Por ejemplo, en Cascáis”.
Cierta vez, en 1932, cuando el único lazo afectivo que le quedaba, su madre, ya había fallecido y el alcohol lo tenía contra las cuerdas y su vida se tornaba cada vez más marginal y abúlica, se le presentó a Pessoa la oportunidad de convertirse en un escritor más formal y desahogado:

Se encontraba vacante el lugar de conservador del Museo Biblioteca Conde de Castro Guimarães, en Cascáis. El poeta conocía muy bien ese bello palacio rodeado de árboles y espeso verdor, con sus torres y sus loggias al gusto italiano abiertas sobre el horizonte del océano que viene a explayarse en sus contrafuertes. Feliz aquel que pudiera aislarse dentro de sus murallas vestidas de hiedra, seguro contra todo: el mal humor de los patrones comerciantes, la flaqueza de los honorarios que se dignaban pagarle, ¡y la vulgaridad de la vida a que lo condenaban! (João Gaspar Simões, Vida y obra de Fernando Pessoa, p. 489).

Pessoa decide concursar por el lugar vacante, con la ilusión de poder, como el escéptico Montaigne, como el melancólico Burton, treparse a su torre de marfil y vivir allí sin contratiempos, leyendo y escribiendo —o más bien escribiendo solamente, puesto que su pasión por la lectura ya lo había abandonado—. “Enciérrate, pero sin dar un portazo, en tu torre de marfil”, había escrito el desasosegado Soares. No pudo ser. Su solicitud fue rechazada y el elegido fue un tal Bonvalot, un pintor que el jurado consideró mejor preparado para el puesto que nuestro poeta.

Fue la primera y la última tentativa de Fernando Pessoa para “instalarse” confortablemente en la vida. Los astros no lo querían “fútil, cotidiano y tributante”[1]. Así, impedido para refugiarse en los alrededores de Lisboa como era su sueño, helo ahí de regreso a su existencia de “corresponsal extranjero en casas comerciales”, su única forma de ganarse el pan, día a día menos resignado al arrastrarse sin sentido de su vida (ibíd., p. 491).

Aquel día en que rechazaron su solicitud podría conocerse como el día que Pessoa lloró:

Luís Pedro Moitinho de Almeida afirma: Un día estaba tan desesperado que llegó a caer sobre la mesa del café Montanha, llorando. Fue cuando no consiguió el ingreso como bibliotecario en el museo de Castro Guimarães. El hecho fue confirmado por otro amigo, Francisco Peixoto, que declaró haberlo visto bañado en lágrimas (José Paulo Cavalcanti Filho, Fernando Pessoa: casi una autobiografía, pp. 672-3).

Bernardo Soares confirma su desgracia: “He asistido, desconocido, al desfallecimiento gradual de mi vida, al zozobrar lento de todo cuanto he querido ser”. Más triste que nunca, se resignó a continuar con sus vicios, con su desorganización y su apatía, y así la publicación de sus obras en varios tomos, que venía planificando desde hacía unos meses, quedó en suspenso por falta de todo, de tiempo, de dinero, de ganas, de salud. Una palabra lo resume: le faltaba tranquilidad. Pero los astros —dice Simões — no lo querían tranquilo. ¿Sería porque tranquilo no habría podido escribir nada que merezca ser leído? ¿Sería porque los astros sabían mejor que Pessoa lo que Pessoa necesitaba para mejor escribir? ¿Cómo escribiría un Pessoa sosegado el Libro del desasosiego? El jurado de Cascáis tal vez obró con mayor sabiduría que la que nosotros, en un análisis provisorio, le adjudicamos.
No pudo Pessoa “instalarse”. Ni físicamente ni tampoco —como un par de años antes parecía que podría— en la preferencia de los críticos literarios de su época, quienes no terminaron nunca de catapultarlo a la fama que, diga lo que dijere Bernardo Soares, Pessoa tanto anhelaba. Sin fama, sin torre de marfil, sin sosiego, sin afectos, tomado del brazo de un solo hombre, Álvaro de Campos, “ese mal compañero, ese demonio titánico, caño de residuos de su alma ácida, a través de cuya poesía solo le era dado expresar el disgusto que le quedaba de sí mismo cuando los humos del alcohol se desvanecían” (Joao Gaspar Simões, op. cit., p. 492), con amigos que no eran amigos (ellos lo buscaban a él, jamás a la inversa), la debacle alcohólica, que llegó incluso al delirium tremens, se le hizo inevitable. “¡Si pudiera encerrarse en una casa —solo suya—, lejos de todo y de todos, sin aquella penosa tarea de la máquina de escribir y de los patrones apurándolo!”, grita quien quiso ser su amigo y no pudo. Simões tal vez pensaba que un Pessoa cimentado y sobrio habría podido crear muy buena literatura durante otros muchos años. Nunca lo sabremos.
No pudo “pertenecer”. No pudo abandonar ese odioso trabajo que lo tiranizaba y le quitaba tiempo y fuerzas para escribir y ordenar lo que escribía. Y así murió, odiando su trabajo y desinstalado. Y este humilde discípulo de ese gran maestro que soy yo (yo soy el discípulo no el maestro) ha tomado nota de la situación y no quiere repetir ese trágico destino. Y como yo no necesito, como tal vez necesitaba Pessoa, el desasosiego para mejor escribir, he decidido instalarme confortablemente en esa casa amplia y cómoda con la que Pessoa soñaba, y he decidido renunciar a ese trabajo odioso que me comía el tiempo y la salud, para dedicarme, ahora sí, del lleno, a leer, a escribir y a preparar lo ya escrito para una posible —aunque todavía lejana— publicación. Heme aquí, lector, ya instalado, ya burgués de pies a cabeza, y a la espera de que aparezca la inspiración. El sueño de Pessoa hecho realidad. Mi propio palacio de Cascáis, mi propia torre de marfil. ¡Adiós, lonería! Veintiséis años preso. Larga, excesivamente dura condena para quien solo cometió el delito de querer, como meta primaria en la vida, ser deglutido por su prosa y que a esta le aproveche.


[1] Alusión al poema “Lisbon revisited” (1923), de Álvaro de Campos: “¿Me querían casado, fútil, cotidiano y tributante? / ¿Me querían lo contrario de eso, lo contrario de cualquier cosa? / Si yo fuese otra persona, les haría caso [...]” (AP 153).

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