Hablando de la creciente popularidad
de Nietzsche, Miguel de Unamuno se la adjudica “a la decadencia de los estudios
filosóficos, a la extensión del diletantismo” (De esto y de
aquello, tomo
II, p. 148). Pero yo me considero, y a mucha honra, un diletante de la
filosofía; ¿caigo entonces entre los decadentes que menciona Unamuno? Siempre
no. La palabra diletante proviene del
italiano dilettante, que significa que se deleita. Ese es el sentido que yo
le atribuyo a esta palabra cuando me considero yo mismo un diletante
filosófico: una persona que estudia filosofía no para aprobar un examen ni para
ganar dinero, sino por placer. La palabra tiene tres acepciones en el
diccionario de la Real Academia Española. La primera habla de un “conocedor de
las artes o aficionado a ellas”; la segunda, de una persona “que cultiva
algún campo del saber, o se interesa por él, como
aficionado y no como profesional”. Esta segunda acepción es la que yo utilizo
para definir a un diletante filosófico. Unamuno, en cambio, al hablar de la
extensión del diletantismo le da a este vocablo una definición similar a la
tercera acepción de la Academia: “Que cultiva una actividad de manera
superficial y esporádica”. Una cosa es cultivar un campo del saber como aficionado,
sin cobrar por ello, y otra muy distinta es cultivarlo de manera superficial y
esporádica. Yo cultivo la filosofía como aficionado, sin duda, pero de ningún
modo de manera superficial y esporádica. Siempre que puedo y que me dejan trato
de quebrar la superficie y nadar hacia lo profundo, y si bien durante estos
últimos años es verdad que filosofé de manera harto esporádica, en el balance
general, en el promedio, creo tener más horas de filosofía que cualquier
profesor con dedicación completa. Yo entiendo, en definitiva, que lo que separa
a un diletante de un no diletante en lo que respecta a los estudios filosóficos
es el profesionalismo, es el dedicarse a la filosofía por placer y no para
ganarse la vida.
Los que simpatizan con Nietzsche --no todos
pero en gran medida-- son diletantes en el sentido de que cultivan la filosofía
de manera superficial y esporádica; yo soy diletante en el sentido de cultivar
la filosofía por deleite y no por obligación o por dinero. Y este último modo
de cultivarla, el diletantismo bien entendido, es el único que nos garantiza
llegar a buen puerto, o al menos arrimarnos al muelle:
Nuestra facultad de pensar nos incita a plantear preguntas para las
cuales nuestras respuestas se antojarán siempre insatisfactorias. ¿Por qué
existo? ¿Por qué existe algo? ¿Porque hay algo más bien que nada? ¿Cuál es el
sentido de la vida? ¿En qué consiste vivir bien? La filosofía se bandea
incómoda entre la apertura de los interrogantes y la pretensión de haber
hallado las respuestas. No pretendo trivializar estas preguntas. Tampoco aspiro
a responderlas. La tesis que defiendo tiene que ver con la naturaleza de la
actividad que, presumiblemente, ha de lidiar con tales interrogantes. No tiene
aquí cabida un proyecto profesional, cuasicientífico. Si estoy en lo cierto, la
filosofía es, por su propia naturaleza, un asunto de aficionados (Mattheu
Stewart, La verdad sobre todo, p. 19).
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