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viernes, 27 de agosto de 2010

Max Scheler (VII)

Martes 9 de septiembre del 2008/11,19 a.m.
Una duda me asalta respecto del carácter absoluto de la virtud de la veracidad.
Como sabemos, siempre que se actúa motivado por una virtud cardinal se actúa bien en sentido ético, o sea que si la veracidad es una virtud cardinal, nunca podemos actuar mal al decir nuestras verdades. Y si al decir una verdad quebrantamos la confianza que algún ser ha depositado en nosotros, cayendo en el sucio vicio de la delación, lo correcto no sería mentir, sino callar. Ahora bien; ¿qué pasa cuando este mismo silencio constituye un signo de delación? Pongo un ejemplo: un criminal acaba de cometer una fechoría y se ha refugiado en nuestro domicilio. La policía golpea la puerta y nos pregunta si hemos visto a este sujeto. Si decimos que no para quedar a salvo de la delación, estamos mintiendo, pero si callamos la policía sospechará e ingresará a nuestra casa, capturando al malhechor y encerrándolo en un presidio a la espera de su peor degeneramiento. Luego lo correcto en estos casos, me parece, no es callar sino mentir lisa y llanamente, pero para eso debo revocar la definición de la virtud cardinal de la veracidad, que así como está no me permite mentir bajo ninguna circunstancia. Será entonces que de ahora en más llamaré a esta virtud veracidad no delatora, y la definiré como la cualidad que nos impele a decir la verdad en toda circunstancia... con excepción de aquellos casos en que se considere que dicha verdad redundará en un castigo hacia un tercero. En pocas palabras, la evitación de la delación vuelve lícita en sentido ético a la mentira. Esta especificación puede que le quite su prístina pureza al concepto de hombre veraz, pero no hay nada más desagradable y más impuro que un soplón, de modo que me veo en la obligación de modificar el contenido de esta virtud cardinal si deseo conservarla como tal y no degradarla hacia el terreno de las virtudes relativas o temperamentales.
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Jueves 11 de septiembre del 2008/12,45 p.m.
¿Qué es la honestidad? Es una virtud relativa o temperamental. Esto indica que cuando uno actúa de forma honesta generalmente actúa bien, pudiendo suceder que se actúe honestamente e indecentemente a la vez. Si somos contadores y trabajamos para la mafia, por muy honestos que seamos al administrar los fondos de dicha organización, no por eso estaremos actuando conforme a lo que la ética sugiere: seremos honestos e inmorales a la vez, y no sólo eso, sino que seremos inmorales por causa de nuestra honestidad. Y lo mismo sucede con otras virtudes relativas que a simple vista parecen absolutas, como la paciencia (esperar largamente a un individuo para robarle sus dineros), la lealtad (seguir sin vacilación los dictados de un asesino), la mansedumbre (evitar ciertas coacciones hacia los propios hijos que resultan imprescindibles para su correcto desarrollo), la pureza sexual (evitar las relaciones carnales con una persona desesperada y a la que sólo a través del sexo podríamos integrar a nuestro mundo para luego auxiliarla), etc. Estadísticamente hablando, las personas honestas, pacientes, leales, mansas y puras tienden a ser mejores en sentido ético que los deshonestos, los impacientes, los desleales, los violentos y los lujuriosos, pero esta regla no se verifica en todo momento ni en toda circunstancia.
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Viernes 12 de septiembre del 2008/5,24 p.m.
Respecto del disvalor lujuria, lo defino como el deseo persistente y obsesivo de placeres sexuales. La antítesis de este disvalor en la pureza sexual, definida como la imposibilidad de sentir deseos lúbricos ante todo ser que nos tiente con su voluptuosidad. Ahora bien; así definida la pureza sexual, ¿no puede confundirse o superponerse con la frigidez, o, para ser más específico, con cierta indiferencia o ataraxia sexual muy común en ciertos individuos que viven kilométricamente alejados de todo vestigio de santidad? Hildebrand nos advierte una y otra vez que no confundamos la pureza sexual del santo con la patología de la frigidez; luego, tengo que suponer que la virtud de la pureza sexual es una cualidad mental que no impide la aparición del deseo lujurioso, sino que posibilita que la voluntad quede retenida y violentada contra ese deseo. Sería la pureza una mera continencia, una capacidad de represión del acto sexual que se desea fervientemente concretar. A mí me da la sensación de que la pureza de los santos no está relacionada con esta capacidad represiva; me parece que un santo está impedido estructuralmente de desear la mujer del prójimo, no que desea manosearla pero se abstiene de hacerlo como es propio del hombre continente. Pero como Hildebrand sólo se limita a decir que la pureza no es frigidez, sin especificar en qué se diferencian una de otra, pareciera dar a entender que su visión de la pureza sexual pasa más por esta represión activa que por una carencia de impulsividades de orden voluptuoso.
Úrgeme una explicación plausible de la supuesta diferenciación entre pureza y apatía sexual.
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Domingo 14 de septiembre del 2008/1,28 p.m.
También nos insta Hildebrand a no confundir la humildad con el sentimiento de inferioridad, pero aquí las diferencias saltan a la vista por su propio peso: en el sentimiento de inferioridad la persona se siente inferior a quienes la rodean --sobre todo respecto de las cualidades propiciatorias de la sociabilidad--, mientras que el humilde se siente inferior a Dios y sólo a Dios, mostrando por el prójimo un respeto supremo debido a la percepción cabal del valor ontológico de todo ser viviente, pero este respeto por la vida[1] no se funda en inferioridades ni superioridades de ningún tipo --y esto no invalida el hecho de que la persona humilde pueda sentirse en algún punto inferior o superior a quien tiene delante. Si tengo conciencia de mi superioridad ética respecto de tal o cual persona, pero así y todo la respeto y me pongo a sus pies para servirla en lo que fuere menester, mi humildad, lejos de quebrantarse, se revitaliza[2].

6,02 p.m.
La antítesis de la humildad es la soberbia. Esto significa que la soberbia es un vicio mayor, y por ende, todo lo que realizamos merced a ella es pecaminoso y malo en sentido absoluto. Pero entonces alguien podría preguntarme: "Si yo realizo alguna acción altruista motivado por la soberbia, como salvar una vida no por considerarla valiosa sino para confirmar mi propia grandeza, ¿tengo que concluir que habría sido mejor dejar que la persona en peligro muriese?" Pero esto es contradictorio: no se puede actuar altruísticamente motivado uno por la soberbia. La consideración que el soberbio tiene de su propia grandeza no está relacionada en ningún sentido con sus cualidades altruistas; luego no es posible que el rescate se efectúe por causa del impulso soberbio. En la soberbia, como ya se dijo, se produce una inversión de valores, de suerte que para el soberbio la vida es un disvalor y la muerte un valor[3], y entonces el soberbio, mientras permanezca gobernado por esa cualidad, no sólo no podría ir al rescate de una vida, sino que se regodeará observando la desesperación de su prójimo y celebrará el advenimiento de la Parca con bombos y platillos. Sí puede suceder que se realicen acciones altruistas en consideración de lo que los demás podrán pensar y sentir acerca del individuo actuante, pero en estos casos las acciones estarán siendo motivadas por el disvalor vanidad y no por la soberbia. La vanidad es un disvalor ético relativo ( su antítesis podría ser el cinismo en este sentido: la desvergüenza en defender o practicar acciones o doctrinas consideradas vituperables por el inmediato entorno), luego las acciones realizadas con motivo del impulso vanidoso serán generalmente inéticas, pudiendo resultar en ciertos casos beneficiosas para la biomasa espaciotemporal (y lo mismo, pero a la inversa, ocurre con las acciones realizadas por cinismo).
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Martes 16 de septiembre del 2008/6,46 p.m.
Esto de que el cinismo sea una virtud y no un vicio como generalmente se supone merece una explicación.
Si mis acciones y mis pensamientos están del todo conformes al statu quo que me rodea, lo más probable, con mucho, es que dichas acciones y dichos pensamientos estén determinados por el statu quo y no por argumentos extraídos del propio discernimiento. Esto implica vanidad: se hace y se piensa lo mismo que los demás para que los demás aplaudan nuestras acciones y pensamientos, o no se hace ni se dice lo impopular para evitar el dolor de la reprobación masiva. Si la masa de gente que con sus acciones y creencias determina las mías presenta un elevado esclarecimiento ético y gnoseológico, mis impulsos vanidosos redundarán en acciones deseables y sanas doctrinas; habrá determinado la vanidad sucesos éticamente correctos a pesar de ser un vicio (pero pese a que el universo se habrá beneficiado con ello, mi propia individualidad se habrá empobrecido y debilitado, no por el plagio en sí, sino porque todo vicio llevado a la práctica debilita el desarrollo pleno de la personalidad por más que sus consecuencias fuera del propio mundo interior sean positivas y deseables). Mi teoría de los valores contempla esta situación: un vicio menor o relativo puede determinar buenas acciones. Sólo estallaría en el caso de que la mayoría de los efectos que provoca un vicio menor resulten éticamente deseables. Si así fuera, la solución de compromiso sería catalogar como virtud a lo que suponía era un vicio. Pero esto no sucede con la vanidad, pues la masa muchas veces presenta enormes agujeros éticos y gnoseológicos que al copiarlos, nos hacen incurrir en sucesos deletéreos, por más que tal vez ni la masa ni nosotros mismos caigamos en la cuenta de dicha venenosidad. No estoy diciendo aquí que la mayoría de las veces el punto de vista del statu quo sea incorrecto; el mecanismo es un poco más complejo. El quid de la cuestión estriba en suponer una relación inversa entre la vanidad individual y el esclarecimiento general. Cuando el nivel de vanidad de los individuos que componen un determinado conjunto social es elevado, esto será indicativo del enorme grado de putridez de las normativas básicas establecidas por dicha sociedad en forma jurídica o preceptual. Así, la mucha vanidad generalizada se alimentará de un statu quo corrompido y redundará en efectos indeseables. Y cuando nos encontremos con un tejido social en el que los individuos manifiesten poca o ninguna vanidad en la determinación de sus acciones, será esto indicativo de la salud y lozanía del statu quo que integran y de sus recomendaciones. Aquí los individuos vanidosos imitarán lo deseable y honroso, y estaremos en el caso antes apuntado del vicio que produce buenas consecuencias. Pero como siempre habrá más vanidosos en las sociedades corrompidas que en las bien desarrolladas, la vanidad tenderá siempre a producir muchos más efectos indeseables que deseables. Y este aserto vale para todo mundo imaginable: tanto para el nuestro como para un hipotético mundo perfecto o un hipotético mundo caótico, o cualquier opción intermedia[4].
Si el cinismo fuese definido como la complacencia en la defensa o práctica de acciones o doctrinas consideradas vituperables por el inmediato entorno, dejaría instantáneamente de ser virtuoso. No hay mérito moral ni de ninguna otra índole cuando se nada en contra de la corriente por un impulso enfermizo que hace del vituperio recibido un deleite. El cínico virtuoso no siente complacencia sino desvergüenza en ese tránsito a contramano. La desvergüenza no es placentera, sino inhibidora del displacer de la vergüenza. Esto significa que el cínico virtuoso, a diferencia del cínico mal definido, no goza contradiciendo al statu quo, pero tampoco sufre con ello como le sucede al vanidoso. El cínico virtuoso dice sus verdades y actúa de acuerdo a ellas, y el hecho de que sus doctrinas y acciones reciban el apoyo o el rechazo del statu quo lo tiene sin cuidado: ni las amolda para que se ajusten a él como es propio del vanidoso, ni las retuerce deliberadamente para contradecirlo como es propio del cínico estúpido. Este cinismo estupidizante del que lleva la contra por el mero placer de llevarla es elitista en grado sumo; muy poca gente, por fortuna, presenta esta corrosiva inclinación. El verdadero peligro está del otro lado, pues los vanidosos sí que son legión y encima su patología es harto contagiosa. El cínico virtuoso configura una especie de bastión, una roca que resiste firme los embates de aquella marejada comandada por los vientos de la moda dominante. Pero como es una roca pensante, sólo se mantendrá en su sitio cuando la moda dicte frivolidades o canalladas. Si la casualidad o lo que fuere produce una moda interesante y éticamente aceptable, la roca se desprende y se confunde con la marea. Podrá el cínico, en ocasiones, pensar equivocadamente y actuar en consecuencia, y por eso decimos que el cinismo es una virtud relativa, que puede a veces engendrar el mal. Pero al estar libre de vanidad, y siendo este disvalor uno de los mayores distorsionadores de la razón pura y sobre todo de la razón práctica, quien experimenta el cinismo bien definido se posiciona óptimamente como para pensar de un modo objetivo y actuar de un modo correcto. Y si actuando y pensando así alguna vieja se escandaliza, y el cínico sonríe al percibir el escándalo, sepamos perdonarlo. Al fin al cabo no es más que un ser humano[5].
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Miércoles 17 de septiembre del 2008/10,02 a.m.
Y así como el cinismo ha sido infravalorado desde el comienzo mismo de su existencia ideológica, también han ocurrido sobrevaloraciones históricas de algunas cualidades que no merecían tan estruendosa ovación. Estoy pensando en la valentía.
Lo del cinismo es mucho más triste porque siendo un valor ético, se lo considera un disvalor, en cambio nadie duda en calificar como virtud a la valentía. El problema es que desde antiguo, muchas culturas han considerado esta cualidad como el valor supremo[6], siendo en realidad un simple valor relativo o temperamental. Podemos rastrear esta confusión desde Aristóteles:

El que soporta y teme lo que debe y por el motivo debido es valiente, porque el valiente sufre y actúa de acuerdo con los méritos de las cosas [...]. Para el valiente la valentía es algo noble [...]. Por esta nobleza, entonces, es por lo que el valiente soporta y realiza acciones de acuerdo con la valentía (Ética nicomaquea, lll, 7).

Definiendo así a la valentía, es evidente que nunca podría generar acciones inéticas, pero yo no veo por qué deba negársele la cualidad de valiente al individuo que, por ejemplo, se trenza en lucha él sólo contra cuatro por algún motivo pueril o incluso perverso. No niego que las causas nobles envalentonen el ánimo mucho más que las causas pueriles o perversas, pero eso no debe inducirnos a negar la valentía del soldado mercenario, y hasta incluso podría considerarse mayor que la del soldado "patriota" por carecer el mercenario del incentivo extra del deber a cumplir (análogamente, consideramos más valiente al guerrero que se dispone a la lucha con frialdad de temperamento que aquel que combate impulsado por el odio). Así, desligada del factor nobleza que se suponía inherente a ella, la virtud de la valentía cobra su real dimensión[7].
Siguiendo con Aristóteles, su teoría de la virtud como justo medio entre dos vicios coloca esta cualidad entre la exageración irracional de la temeridad y el apocamiento de la cobardía. Yo entiendo que hay un disvalor ético, y sólo uno, enfrentando a su correspondiente antítesis valiosa; la tripolaridad aristotélica se me presenta como muy forzada, como traída de los pelos, no digamos ya --como generalmente se sugiere-- como auspiciante de una "sana mediocridad", lo cual no es correcto achacarle según mi punto de vista. Para mí la valentía tiene una sola contracara y es la de la cobardía. La temeridad es una valentía desmadrada, que no mide riesgos o los mide mal, pero no deja de ser una valentía. Luego la temeridad es una virtud, si bien relativísima y al borde de la neutralidad, pues implica una notable ceguera ante el valor de la propia existencia, lo cual sería de todo punto disvalioso si no estuviese compensada esta ceguera, como generalmente lo está en la temeridad, por el impulso hacia la consecución de otros valores que justifican hasta cierto grado la exposición al peligro. Benito Mussolini, inspirado tal vez por alguna frase nietzscheana, enarbolaba con orgullo su más estentórea consigna: "¡Vive peligrosamente!" Esto es la temeridad por la temeridad misma, lo cual no es, desde luego, una virtud. Pero como son muy pocos los que se someten al peligro sin mayores incentivos que los que la producción de adrenalina puede propiciar, y son muchos los que sólo se comportan temerariamente ante un valor encumbrado que pide realizarse, la temeridad, estadísticamente hablando, queda eximida y puede ingresar, según mi punto de vista, al panteón de las virtudes relativas.
Respecto de la cobardía, sería un gran error emparentarla con el miedo simple y llano que sentimos luego de juzgar un suceso como vitalmente disvalioso[8]. Este sentimiento es inevitable para la práctica totalidad de los mortales --incluidos los más valientes--, y sólo puede considerarse patológico y vicioso cuando el individuo, contrariamente a lo que ocurre cuando aparece la temeridad, presenta una hipertrofia para la captación de los disvalores vitales, de suerte que a los pequeños los juzga enormes e incluso convierte sucesos objetivamente neutrales o valiosos en disvaliosos, y esto a todas horas y en toda circunstancia. Los pecados no se circunscriben tan sólo a las malas acciones: existen también los pecados de palabra y los pecados de omisión[9]. Pues bien: la especialidad del individuo cobarde no pasa por hacer el mal, sino por evitar hacer el bien cuando el bien solicita su participación. Este vicio poderoso puede a veces engendrar consecuencias deseables (como sería el caso, por ejemplo, de un ratero que por temor al presidio se abstiene prolijamente de robar a nadie), pero siempre terminarán opacadas por todas esas buenas obras que nunca verán la luz, por toda esa beneficencia y utilidad anonadadas por este cáncer moral que se ha hecho carne, que se ha enquistado más que nunca en esta sociedad posmoderna que al grito de ¡seguridad, seguridad!, parece hacer alarde de lo que siempre se consideró una vergüenza. Porque si bien es incorrecto entronizar a la valentía como una virtud superior, mucho peor es hacer de la cobardía un modus vivendi, pidiéndole a Dios no que nos haga más buenos, ni más humildes, ni más inteligentes, sino que nos provea de una celosa policía y de unas cuantas pólizas de seguro bien certificadas[10].


[1] Cuando Albert Schweitzer afirmaba que su visión de la ética estaba cimentada en el respeto por la vida, se ponía de frente al problema, en una posición ideal como para encararlo y resolverlo. En general, los eticistas orientales adoptan esta privilegiada postura, aunque muchas veces no se preocupan luego por desarrollar un sistema que permita resolver algunas de las incógnitas que se presentan en este campo, mientras que los eticistas occidentales trabajan con gran empeño pero descaminadamente por no haber partido de aquella verdad fundamental que el catolicismo y el protestantismo se han ocupado de ofuscar durante siglos.

[2] Este punto de vista no es contrario a la parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18. 9-14). Allí el fariseo, sintiéndose superior ética y devotamente al publicano, lo desprecia, permanece ciego a su valor ontológico. El humilde puede considerarse superior a su prójimo pero no sabe hacer gala de ello y se pone a los pies de todos para servirlos en lo que manden con santa obediencia y contentamiento –siempre que lo que manden, desde luego, no sea contrario a la ley de Dios.
[3] Nuevo emparejamiento de la soberbia con el ateísmo: como la vida es un disvalor, quien nos la da o no existe, o es un ser inescrupuloso y sádico. Todo credo pesimista, con el budismo la cabeza, parte de la soberbia y desemboca en la nostalgia de aquel Ser Superior que no puede aprehenderse ni en sí mismo ni en sus efectos.
[4] Este pensamiento, que tiene mucho de metafísico y por eso no es fácil de demostrar, lo vengo ya rumiando desde hace años. Los lectores memoriosos lo asociarán de inmediato con las disquisiciones referentes a la cultura que figuran en mis anotaciones del 2/1/98.
[5] Para que Aristóteles esboce una sonrisa, digamos que la virtud del cinismo constituye un punto intermedio entre el vicio del cinismo complaciente y el vicio de la vanidad. Y si se observa con detalle, se puede llegar a la conclusión de que el cinismo complaciente es también vanidad. Ese cínico bien definido que fue Sócrates conocía esta verdad de primera mano; así fue que pudo ver, según la famosa anécdota, el orgullo de su discípulo Antístenes a través de los agujeros de su túnica.

[6] Los germanos, por ejemplo, penalizaban el hurto con mayor severidad que el robo, pues consideraban, con gran criterio y acierto, que para robar se necesita una dosis de valentía mucho mayor que la empleada en el hurto. La valentía era para ellos un atenuante del delito, tal como para nosotros lo es la borrachera.

[7] James Rachels coincide conmigo: "Consideremos a un soldado nazi que pelea valientemente --enfrentando grandes riesgos--, pero lo hace por una causa mala. ¿Es valiente? [...]. Llamar «valiente» al soldado nazi parece ser un elogio a su desempeño, y no queremos elogiarlo. [...] Empero, no parece ser correcto decir que no es valiente [...]. Para sortear este problema, tal vez deberíamos decir simplemente que demuestra dos cualidades de carácter: una que es admirable (firmeza al enfrentar el peligro) y una que no lo es (disposición a defender un régimen despreciable). Está bien, es valiente, y el valor es una cosa admirable; pero dado que pone su valor al servicio de una causa mala, su conducta es en general mala" (Introducción a la filosofía moral, XIII, 2). Esta subordinación de una virtud a una "causa mala" es indicativa de que la virtud subordinada es relativa y no absoluta.

[8] Hay que tener presente también que los vicios, lo mismo que las virtudes, son cualidades o disposiciones espirituales y no emociones. La cobardía (vicio) predispone al individuo a sentir miedo (emoción).
[9] Cierta teología incluye en esta lista los pecados de pensamiento, pero ¿a quién perjudico al pensar en inmundicias o al desearlas? Y lo que es más inconsistente teniendo en cuenta que dicha teología propugna la existencia del libre albedrío: ¿cómo hago para evitar estos malos deseos y pensamientos?, ¿cómo hago para reprimirlos voluntariamente tal como reprimo mis ansias de pecar o de decir blasfemias?

[10] Y si la policía no cumple con su cometido, ¡a comprar armas y a defenderse por propia cuenta!... Pero esto no es abandonar la cobardía: la hipertrofia enroca en los disvalores económicos (subgrupo de los vitales), y el miedo sistemático a perder la salud se transforma en miedo a perder las propiedades.

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