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miércoles, 27 de noviembre de 2019

El periodismo de investigación


La verdad no se diluye en su solvente natural —el pueblo— de una manera instantánea, como una cucharada de sal en un vaso de agua. Su disolución requiere tiempo, pero estos tiempos se acortan sensiblemente si se publicita dicha verdad por los canales adecuados. En este sentido, los medios de comunicación adquieren un papel importantísimo en la salud y el bienestar de las personas. Una verdad, pregonada por un vagabundo, tendrá muchas menos probabilidades de ser escuchada y difundida que una mentira pregonada por un rey. Por eso es necesario que los reyes de hoy en día —los periodistas— se tomen muy en serio esta cuestión de la investigación y dejen de ser un simple eco de lo que el aparato científico, o cualquier otro aparato, les recita en el oído.

sábado, 29 de septiembre de 2018

Pessoa y el estilo periodístico


Sé un periodista o sé un artista. Busca el éxito inmediato o la vida eterna.
Fernando Pessoa, Aforismos y afines

A pesar de admirar la literatura de Bernard Shaw y de Gilbert Chesterton[1], Pessoa encontraba en estos autores algo fatal para el aspirante a genio: el oportunismo del aquí y el ahora. En ambos, dice, el estilo de escritura es el mismo:

Consiste en anotar lo que uno piensa sin pensarlo. Esto mismo es el periodismo —en el periodismo porque no hay tiempo; aquí porque hay periodismo—. El deseo fatal de impresionar al público esta tarde, como si no hubiera humanidad, está en la base de esta falta de excelencia (EBI, § 44).

Es un desperdicio de creatividad el tener talento de escritor y escribir como periodista, porque “hay una escisión casi completa, si no completa, entre el periodismo y la superioridad intelectual” (AP 3616). Cuando estos autores no escriben para impresionar a los vecinos, cobran altura. Son escritores a los que el periodismo tienta con su frescosidad. Desbrozados sus artículos de este defecto pueden leerse con fruición, y hasta con asombro y admiración, por quienes no compartimos con ellos ni su época ni su lugar y por tanto ninguno de sus provincianos intereses.

3:34 a.m.
“Entre esos tipos y yo hay algo personal”, dice Pessoa refiriéndose a los periodistas. Tienen una misión muy importante, tan importante, en el siglo XX, como la que tiene la religión. “La religión y el periodismo son las únicas fuerzas verdaderas”. Pero esas fuerzas verdaderas, en el caso específico del periodismo, están mal direccionadas:

Cuando se dice que el periodismo es un sacerdocio, se dice bien, pero el sentido no es el que se atribuye a la frase. El periodismo es un sacerdocio porque tiene la influencia religiosa de un sacerdote; no es un sacerdocio en el sentido moral, pues no existe, ni puede haber moral en el periodismo, que sirve al momento que pasa, en el cual no cabe, ni puede caber, moralidad (“Argumento del periodista”, AP 4075).

Existen, por lo general, en toda sociedad personas cultas y personas medio cultas. Las personas cultas son las que leen libros de alto vuelo; las medio cultas son las que leen principalmente periódicos. Sin embargo, cuando los periódicos que predominan en una sociedad son de muy baja estofa, las personas que los leen ya dejan de ser medio cultas y pasan a engrosar las filas de los ignorantes. Es el caso, según Pessoa, de su país en aquel tiempo:

Hay notables temperamentos críticos [en Portugal], pero nunca escriben en periódicos y a veces sería más justo decir que no escriben en absoluto. Hay mucha gente culta en Portugal, pero no hay medio cultos. La cultura en Portugal es de individuos, no de grupos, y esos individuos viven casi separados, a veces incluso separados de sí mismos (Carta a Rogelio Buendìa del 15/9/1923, AP 3616).


¿Serán estos los desahogos de un resentido que siempre quiso publicar artículos en los periódicos lisboetas y que las veces en que pudo hacerlo por lo general no salió bien parado? Es probable. Schopenhauer habló pestes del profesorado universitario, pero antes de hablar había intentado ser profesor. Pessoa siempre quiso ser la voz de su tiempo y de su país, al menos en lo relacionado a la cultura poética, y para lograr esto le era necesario escribir en periódicos y revistas. Lo logró a medias, y sus colaboraciones para la prensa le dejaron un sabor agridulce. Con todo, sus palabras, eso de que la cultura en Portugal es de individuos y no de grupos, siguen siendo correctas trasladadas a otras geografías y a la época presente.


[1] Muy pronto se olvida de esta admiración: “Dejé de interesarme por personas que son apenas inteligentes —Wells, Chesterton, Shaw” (AP 2809).

domingo, 5 de junio de 2016

Julio Camba, periodista sin títulos

En 1951, a los sesenta y nueve años,

Julio Camba pidió al Gobierno de Franco el título de periodista. [...] En él, el escritor detallaba con letra aplicada y sin un ínfimo borrón todo lo que había sido en esta vida, redactor y corresponsal de muchos periódicos y políglota, añadiendo con igual sinceridad y ante la pregunta de estudios y títulos que ninguno y ninguno y reconociendo, la testuz caída, que en el caso de concederle la gracia iba a ser por el mérito extraordinario (del señor ministro) y sin que sirviera de precedente ("Váyase tranquilo, Camba", artículo de Manuel Jabois publicado en el Diario de Pontevedra el 7/10/10).

 

No sé si el pedido prosperó, pero eso es lo de menos. Lo de más es que, con título o sin él, Julio Camba ha sido un grande de las letras que sobrepasó en mucho los límites de la categoría de periodista.


Si a mí me preguntasen, tal como le preguntaron a Camba, qué estudios y qué títulos tengo como para pertenecer a la categoría de literato, contestaría, igual que Camba, que ninguno y ninguno. Que me juzguen por mi producción, no por mis diplomas.

jueves, 17 de diciembre de 2015

El periodismo que no perece

Siempre consideré al periodismo como un género menor dentro del mundo literario, primero por su carácter mercenario, por necesitar el periodista de una paga como incentivo para mover su pluma, y segundo porque tiende a ocuparse de lo actual, en desmedro de lo importante. En relación con lo primero Julio Camba no fue la excepción, pero sí lo fue muchísimas veces para lo segundo con su sana costumbre de olvidarse de la diosa Actualidad para detenerse en otros considerandos no perecederos. Sus mejores trabajos, los que hoy perduran y perdurarán por siempre gracias a las varias compilaciones que se han hecho y se siguen haciendo, son aquellos que no se detienen en el ahora sino que investigan lo universal y lo eterno, o sin llegar a tanto, se ocupan de cosas más universales y más eternas que la condecoración del mariscal Nosecuánto.

He adquirido la facultad de convertir todas las cosas en artículos de periódicos. Ya pueden ustedes darme las cosas más absurdas: un gabán viejo, un par de gemelos de teatro, una máquina de afeitar, un pollo asado, una mujer bonita… De cada una de esas cosas yo les haré a ustedes una columna de prosa periodística, o, si ustedes lo prefieren, les haré la columna de todas esas cosas juntas. El articulista es algo así como el avestruz. El avestruz lo convierte todo en cosa de comer y lo digiere todo: el articulista lo reduce todo a un artículo de periódico (“Cómo escribo los artículos”, incluido en el compendio titulado Maneras de ser periodista).

Sí, un pollo asado y un gabán viejo son conceptos más eternos y más universales que una circunstancial condecoración o un paquete de medidas económicas, y en los artículos de Camba, para nuestro deleite, hay más pollos y más gabanes que en el resto de los artículos periodísticos que yo haya sabido leer. Por eso este periodista y su manera de hacer periodismo perduran, mientras que los demás articulistas se hunden junto con sus artículos en el oscuro anonimato ni bien transcurren tres o cuatro meses de aparecida la publicación. Hay que consumirlos frescos, porque si no se pudren. Con Camba sucede muy otra cosa[1].




[1]  “Hubo un tiempo —decía— en que lo más semejante al periodismo era la industria piscícola. Usted podía ponerse indistintamente a pescar noticias o a pescar sardinas y, cualquiera de las dos cosas que pescase, tenía que negociarla, forzosamente, en un término de veinticuatro horas. Transcurrido ese plazo, en efecto, las sardinas empezaban a dar demasiado olor y las noticias se pasaban del todo. Había que buscar un procedimiento que permitiese conservar indefinidamente en buen estado ambas mercancías y, por doloroso que ello resulte para nuestro orgullo profesional, debemos reconocer que, mientras los piscícolas encontraron varios, nosotros, los periodistas, todavía no hemos encontrado ninguno. No sabemos salar, prensar ni siquiera ahumar nuestras noticias; no hemos dado con el modo de ponerlas en aceite o en salmuera y, como no podemos, tampoco, llevarlas a ninguna cámara frigorífica, de ahí el que nuestro negocio dé tan poco de sí. […] Yo, sin embargo, no renuncio a la idea de que alguien, en nuestra profesión, encuentre un día el modo de deshidratar las noticias, o de someterlas a cualquier otro tratamiento que, de efímero y transitorio, las transforme en permanentes y duraderas” (“El periodismo y la pesca”, artículo publicado en el diario ABC del 21/11/1942, citado en el compendio Maneras de ser periodista). Y él mismo lo encontró, encontró el modo de ahumar, de deshidratar, si no las noticias mismas, al menos los artículos periodísticos, para que lleguen hasta nosotros, sabrosos y nutritivos, después años y años de haber sido concebidos. ¡Felicitaciones!

viernes, 5 de abril de 2013

El periodismo y el pensamiento profundo


Él no participa en el júbilo patriótico que sucede a la derrota de Napoleón; le preocupa mucho más la cuestión de si, en breve tiempo, «volverá a existir un público para la filosofía».
Rüdiger Safranski, Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía

Los pensadores profundos constituyen hoy día una especie en extinción. Comenzaron a extinguirse a mediados del siglo XX, luego de la segunda guerra mundial y en parte por su causa. Sí, porque una vez que hubo finalizado el conflicto, los pensadores filosóficos sintieron la urgencia de interesarse por las cuestiones políticas, de interesarse y de priorizarlas, en detrimento de otros intereses filosóficos que fueron pasando a un segundo y tercer plano. La metafísica, por ejemplo, sintió el impacto, al punto de que muchos pensadores actuales, si no la mayoría, ya la dan por obsoleta. Y sin metafísica, el pensamiento filosófico indefectiblemente pierde altura. Pero no sólo la metafísica, sino la ética, la estética y la lógica también quedaron eclipsadas por él análisis político, que si las contemplaba, lo hacía en función de tal o cual coyuntura histórico-social que pretendía dilucidarse.
Consecuencia directa de este proceso fue el paso que dio el lector promedio, a partir de dicha época, desde la predominancia por la lectura de libros hasta el favoritismo por los periódicos, lo cual disminuyó a su vez el campo de acción de los pensadores profundos, cuyo destino final, casi ineludiblemente, se traduce en la producción libresca. Y en su reemplazo aparecieron, a modo de plaga, los periodistas.
El periodismo ha reemplazado, en la gran mayoría de los casos, al pensamiento intelectual profundo. Los intelectuales profundos no son leídos; se prefiere leer los artículos periodísticos. De este modo los intelectuales profundos van desapareciendo, o van mutando en periodistas, con el consecuente deterioro de su nivel intelectivo. Este deterioro intelectual que sufre el escritor acostumbrado a la producción libresca puesto a producir artículos en diarios o periódicos, y que explica en parte la actual escasez de esos grandes pensadores que abundaban en otros siglos, es examinado por Carlos Vaz Ferreira de la siguiente manera:

El joven que escribe para los diarios, adquiere, y en poco tiempo, una facilidad que generalmente resulta engañosa; siente que su capacidad para el trabajo ha aumentado. Efectivamente, no era capaz antes, tal vez, de escribir dos o tres párrafos en una hora; después de algún ejercicio en la prensa es capaz de escribir en ese tiempo media columna, o una entera, con facilidad, con corrección, y muy a menudo, con brillo. Siente entonces la sensación de que es más capaz que antes para el trabajo; y en cierto sentido, naturalmente, lo es; pero esta mayor facilidad tiene generalmente una compensación muy triste; a medida que se va adquiriendo la capacidad para el trabajo fácil, se va perdiendo la disposición, y al fin hasta la misma aptitud, para el trabajo concentrado, fuerte, difícil; tanto el estilo, como el mismo pensamiento, se van acostumbrando a la falta de resistencia. [...] Si me fuera dado hacer una comparación, les diría que el buen vino no se puede preparar en recipientes abiertos; en éstos se produce, es cierto, un vino suave y alegre, para el consumo corriente; pero en el fondo, concentrado y fuerte, ése tiene que fermentar y condensarse en recipientes cerrados, con la resistencia y con el tiempo.
Pues bien, con nuestra cosecha intelectual, sucede que casi toda se gasta en esa preparación fácil para el consumo inmediato. Pero no hay reserva; y creo que la prensa tiene bastante culpa (Moral para intelectuales, pp. 104-5).

Yo diría que la culpa no la tiene la prensa, sino el lector que compra el diario y lo consume, lo mismo que no tiene la culpa el narcotraficante de que las ciudades estén sitiadas por la droga sino el drogadicto mismo que va y la compra. Sin drogadictos no habría narcotraficantes, y sin lectores de periódicos no habría periódicos, o los habría menos, y habría entonces muchos más pensadores profundos.
También don Miguel de Unamuno --amigo personal de Vaz Ferreira-- intentó analizar el fenómeno periodístico, procurando graficar al máximo su explicación acerca de por qué los periodistas, en general, son tan poco inteligentes:

Muchas veces me he parado a reflexionar en lo terrible que es para la vida del espíritu la profesión del periodista, obligado a componer su artículo diario, y ese nefasto culto a la actualidad que del periodismo ha surgido. El informador a diario no tiene tiempo de digerir los informes mismos que proporciona. Me imagino la labor mental de un hombre que vive en reconfortante reposo, [...] estudiando con calma y produciendo con calma también, en lento ritmo. Observo en mí mismo que paso temporadas de verdadero anabolismo espiritual, períodos de asimilación, en que leo, estudio, reflexiono y veo surgir en mi mente nuevos núcleos de ideas o empezar a reducirse a sistemas de ellas verdaderas nebulosas ideales, y otros períodos de catabolismo espiritual, en que me doy a escribir, a las veces desordenadamente, para expulsar las ideas. [...] Y ahora, para amenizar esto un poco, voy a permitirme representar esta periodicidad cuando se cumpla en condiciones de normal tranquilidad, sin el apremio de la producción a jornal ni el espectro repulsivo del ídolo Actualidad, con esta curva:
 






Las oscilaciones pueden ser más y de menor amplitud cada una, y tal ocurre cuando esos dos periodos mentales, el de asimilación y el de producción, se suceden con mayor rapidez. Y así tendremos otra curva cuyo desarrollo es
 



igual al de la otra; es decir, que si tiramos de los dos extremos de ambos, las líneas resultarán iguales. Y si continuamos suponiendo que las oscilaciones sean cada vez más en número --dentro de un mismo espacio de tiempo-- y más pequeñas, por lo tanto, tenderá la línea a la recta; es decir, a que el anabolismo y el catabolismo mental coincidan, destruyéndose así.
Tal sería un estado en que se asimilara y se produjera a la vez, en que el recibir y el dar un conocimiento fuera una misma cosa. A tal estado se acercan los desgraciados periodistas (La dignidad humana, pp. 104 a 106).

La superposición entre el anabolismo y el catabolismo mental está matando al pensamiento profundo, y si esto lo aunamos al culto a la actualidad, a lo efímero, a lo que interesa hoy pero no interesará ya mañana, tenemos el cóctel que va envenenando lentamente la capacidad para elaborar o para descubrir ideas memorables, esas que aparecían por doquier en siglos anteriores, cuando no había diarios, ni revistas, ni radio, ni televisión, ni computadoras, y entonces la gente, por puro divertimento nomás, para pasar el rato, dedicábase a leer, a pensar lo que leía y a escribir lo que pensaba. ¡Gloriosos tiempos aquellos!