El señor Chotapirí se jactaba de cumplir al pie de la letra ese sabio precepto ético que dice que no hay que hacerles a otros lo que no deseamos que otros nos hagan. En eso pensaba cuando se fue a dormir a su habitación en esa noche que amenazaba tormenta. Y soñó. Soñó que se hallaba en un bosque inmenso y agradable, rodeado de una tranquilidad enaltecedora que aplacaba cualquier espíritu. Buscando qué comer, se internó en la vegetación y avistó una brillosa manzana que parecía pender de la nada. La tomó con sus manos y procedió a hincarle el diente, pero en ese preciso momento la manzana se transformó en un clavo grueso y puntiagudo que fue a incrustársele justo en medio de las amígdalas. (La señora de Chotapirí recuerda muy bien ese día porque su marido, dormido como estaba junto a ella, ensayó un alarido ensordecedor que "salió de su alma misma, no de su garganta".) De la cabeza del clavo nació una larga cadena. El señor Chotapirí se sirvió de ella para intentar deshacerse de su dolor, jalando la con fuerza y rogando a Dios que la cadena le arrancase la razón de su tormento. Pero no lo logró; el clavo estaba muy arraigado. Decepcionado, y atemorizado tanto por el sufrimiento como por la ignorancia de no saber qué ocurría, se dejó caer sobre la hierba del bosque. Parecía que el dolor lo abandonaba, o como que ya se había acostumbrado y no lo sentía, cuando de repente la cadena se tensó y comenzó a querer llevárselo. Al principio se resistió, pero cuanto más se oponía más se agudizaba el suplicio, y además llegó un momento en que la cadena se tensaba con tanta fuerza que ni siquiera rodeando a los árboles con sus brazos lograba impedir el éxodo.
El arrastre duró unos pocos segundos, pero al señor Chotapirí le parecieron lustros. Cuando comprendió que era inútil luchar, simplemente caminó hacia donde la cadena lo llevaba. Pero los tirones dejaron de ser lentos y uniformes y se hicieron despiadadamente convulsivos, y a partir de ahí ya no pudo incorporarse.
La cadena continuó con los sacudimientos hasta llevar al señor Chotapirí hasta los confines del bosque. Más allá de la vegetación estaba la playa, y más allá de la playa, el mar.
El señor Chotapirí iba tragando arena mientras se arrastraba zigzagueante por los médanos, abierta su boca cual draga que hace huella en tierras secas. Pero la ingesta de arena no era su mayor inquietud: la cadena se perdía en el mar, y hacia el mar lo llevaba.
Desesperado, el señor Chotapirí logró ponerse de rodillas y avanzar unos metros en dirección opuesta a la marea. Pero sólo gracias a un respiro que se tomó la cadena. Instantes después, su cuerpo ya estaba en el agua.
Chapoteó y chapoteó sin parar para evitar ahogarse, pero la cadena lo llevaba cada vez más hacia la hondura, hasta que sintió que no hacía pie. Nadando un poco en la superficie, lograba respirar, pero enseguida la cadena lo lanzaba aguas adentro, y se ahogaba. Sin importarle los desgarramientos de su garganta, braceaba en contra de la fuerza que lo sojuzgaba buscando las burbujas de aire que llegaban detrás de las olas, pero al fin todo fue profundidad y agua salada.
Contuvo la respiración todo el tiempo que pudo. Luego comenzó a inflamarse, a llenarse de agua los pulmones.
En eso estaba cuando divisó quién era el causante de la sucia maniobra. La cadena era jalada por un horrible y gigantesco monstruo que vivía en las profundidades marinas. La expresión de la inhumana bestia era terrorífica, pero también se adivinaba en ella una cierta insipidez: ojos enormes, redondos y sin párpados que miraban fijamente a ninguna parte; boca también redonda que abría y cerraba sin cesar como si todo el tiempo quisiese pronunciar una "o" que nunca salía de sus labios; cabeza descomunal pero finita... Chotapirí se dio tiempo para suponer, en medio de su agonía, que aquella criatura era mucho más estúpida que él, a pesar de que era él quien estaba en la trampa.
Así murió, ahogado ante la vista de su asesino. Un asesino frío, tonto y malo. Sus últimos pensamientos tuvieron que ver precisamente con eso: ¿es una casualidad que todos los tontos y feos sean malos?, se preguntó antes de tragar el último sorbo de agua.
Pero al tiempo que moría, despertaba. Se alivió hasta el infinito al comprender que todo había sido una pesadilla, y que lo que había él vivido no podría vivirlo ningún hombre sino en sueños. Después le contó a su esposa lo soñado, y ésta le comentó que hacía escasos instantes había él gritado de un modo escandaloso. El señor Chotapirí le dijo a su amada que seguramente el mal sueño había sido causado por la comida ingerida esa noche. "Nunca más cocines pescado para la cena", le dijo. Luego se volvió a tapar con la sábana, giró hacia la pared y se posicionó para seguir durmiendo. Pero al rato se volvió sobre su esposa, y, con gesto serio, abrevió y a la vez extendió el mandato: "Nunca más cocines pescado". Y entonces sí se durmió tranquilo.
Excelente... Comparto
ResponderEliminarY quién es el autor?
ResponderEliminarYo, Cornelio Cornejín.
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