… una envidia negra de la vida dulce de los ricos, avidez de las moscas que se reúnen alrededor de las deyecciones.
León Tolstoi, citado por Romain Rolland en Tolstoi, pp. 126-7
Charles Péguy se quejaba, o más bien se entristecía, constatando una realidad que para él era evidente: el pueblo francés, a principios del siglo XX, vivía sumergido en la indignación y en la tristeza y no, como antaño, en la alegría:
Aunque no se crea, hemos sido nutridos en un pueblo alegre. En ese tiempo una obra era un lugar de la tierra donde los hombres eran felices. Hoy una obra es un lugar de la tierra donde los hombres recriminan, se detestan, se golpean, se matan. En mi tiempo todo el mundo cantaba […]. En la mayor parte de las corporaciones de oficios se cantaba. Hoy se protesta (El dinero, pp. 15 ss).
Han pasado casi 100 años desde que Péguy escribiera esto y a mí me parece haber sucedido lo mismo con mi pueblo, sobre todo con eso de la gente que cantaba mientras marchaba hacia su trabajo o en el trabajo mismo. Cantar es sinónimo de estar contento. ¿Y por qué la gente ya no está contenta? Porque el dinero no le alcanza. Pero antes, en la época del niño Péguy, ¿el dinero alcanzaba? Sí, alcanzaba:
En ese tiempo se ganaba, por así decir, nada. Los salarios eran tan bajos como uno no puede darse idea. Y sin embargo todos comían. En las casas más humildes había una especie de bienestar cuyo recuerdo se ha perdido. […] Y uno podía criar a los hijos. Y se los criaba. No existía esta especie de espantosa estrangulación económica que hoy cada año nos ajusta con una vuelta más; no se ganaba nada, no se gastaba nada; y todos vivían (ibíd., pp. 17-8).
No existía, en aquellos tiempos gloriosos,
este estrangulamiento económico de hoy, esta estrangulación científica, fría, rectangular, regular, limpia, nítida, sin desperdicio, implacable, juiciosa, común, constante y cómoda, como una virtud en la cual no hay nada que objetar y en la que el estrangulado es quien evidentemente no tiene razón.
No, las leyes del mercado no nos estrangulaban todavía tanto, por eso se cantaba, se vivía cantando, se trabajaba con orgullo y con placer…
Iban, cantaban. Trabajar era toda su alegría y la raíz profunda de su ser. Había un increíble honor del trabajo, el más bello de todos los honores, el más cristiano, el único quizá que permanezca de pie.
Pero sucedió algo verdaderamente revolucionario. El obrero, el pobre, el proletario, comenzó a renegar de su condición, comenzó a querer parecerse al burgués, a querer poseer los bienes que el burgués poseía.
Porque nunca se lo repetirá demasiado. Todo el mal ha venido de la burguesía. Toda la aberración, todo el crimen. La burguesía capitalista es la que ha infectado al pueblo. Y lo ha precisamente infectado de espíritu burgués y capitalista.
El pobre se avergonzó de sí mismo. Por primera vez en la historia del hombre, quiso ser lo que no era, y esto porque la burguesía lo infectó.
La burguesía capitalista […] ha contaminado todo. Se ha infectado a sí misma y ha infectado el pueblo de la misma infección.
Ella fue, la burguesía, la que modificó la concepción histórica del trabajo:
La burguesía es quien comenzó a sabotear y todo sabotaje tuvo nacimiento en la burguesía. Porque la burguesía se puso a tratar como un valor de bolsa el trabajo del hombre, el trabajador se puso, él también, a tratar como un valor de bolsa su propio trabajo.
Y se acabó de una vez y para siempre el paraíso del trabajador, la felicidad del trabajador…
Todo ese antiguo mundo era esencialmente el mundo de ganarse la vida.
Para hablar con más precisión, ellos creían que el hombre que se acantona en la pobreza y que tiene aunque medianamente, las virtudes de la pobreza, encuentra en ella una pequeña seguridad total. O para hablar más profundamente creían que el pan cotidiano está asegurado, por medios puramente temporales, por el juego mismo de las oscilaciones económicas, para todo hombre que, teniendo las virtudes de la pobreza, consiente […] a limitarse en la pobreza. (Lo que por otra parte era para ellos, al mismo tiempo y en sí mismo no solamente la felicidad mayor, sino hasta la única felicidad que se pueda imaginar.) Alojarse bien en una pequeña casa de pobreza.
Había, lógicamente, gente que quería egresar de la pobreza. Pero eran los menos, y sabían a lo que se exponían:
Nosotros hemos conocido, hemos tocado un mundo (siendo niño hemos participado en él), en el que un hombre que se limitaba a la pobreza estaba al menos garantido en la pobreza. Era una especie de contrato sordo entre el hombre y el azar y a este contrato el azar no había jamás faltado, antes de la inauguración de los tiempos modernos. Se sobrentendía que quien fantaseaba, hacía arbitrariedades, que quien introducía un juego, que quien quería evadirse de la pobreza arriesgaba todo. Puesto que introducía el juego, él podía perder. Pero quien no jugaba, no podía perder. Ellos no podían sospechar que vendría un tiempo, que ya estaba allí y es precisamente el tiempo moderno, en el que quien no jugase perdería continuamente, y seguramente aún más que el que juega.
Las leyes del mercado, que otrora no se metían con el pobre, se meten ahora, y pretende reducir al pobre a la indigencia.
Quien intentaba, quien quería evadirse de la pobreza […] corría el riesgo evidentemente de volver a caer en las miserias más extremas. Pero quien no jugaba, quien se limitaba a la pobreza, […] no corría tampoco ningún riesgo de caer en ninguna miseria. […] La pobreza era un reducto. Era un asilo. Y él era sagrado. Nuestros maestros no preveían y cómo hubiesen sospechado, cómo hubiesen imaginado este purgatorio, por no decir, este infierno del mundo moderno en el que quien no juega pierde y pierde siempre, en el que quien se acantona en la pobreza es incesantemente perseguido hasta en el mismo retiro de la pobreza.
¡Ah!... Esos tiempos en que la pobreza, en que quien se desposaba con la pobreza, tenía garantías de fidelidad…
A nosotros nos estaba reservado que hasta la pobreza fuese infiel. Nos estaba reservado que hasta el matrimonio de la pobreza fuese un matrimonio adúltero.
Y es que el imperio del capital no soporta los tonos grises: o hay gente que tiene todo el dinero, o hay gente que no lo tiene en absoluto.
Siempre ha habido ricos y pobres y habrá siempre pobres entre vosotros y la guerra de los ricos y los pobres ocupa la mitad más importante de la historia griega y de muchas otras historias y el dinero no ha cesado nunca ejercer su poder y no ha esperado el comienzo de los tiempos modernos para efectuar sus crímenes. No es menos cierto que la alianza del hombre con la pobreza no había sido jamás rota. Y en el comienzo de los tiempos modernos no fue solamente rota sino que el hombre y la pobreza entraron en una infidelidad eterna.
Pero ¿qué fue lo que sucedió? ¿Por qué los pobres comenzaron a caer, por el solo hecho de ser pobres, en la indigencia? Ya lo dijimos: por los fatales engranajes del capitalismo, pero por sobre todas las cosas por esa realidad psicológica que el capitalismo se encargó de incrustar en el cerebro del trabajador: el inconformismo económico. Ya no eran “algunos” quienes querían egresar de la pobreza, sino la gran mayoría, y ese factor hundió a la gran mayoría en la indigencia. “En cuanto a los obreros, no tienen sino una idea, hacerse burgueses”. He ahí el meollo, el quid de la cuestión: nadie quiere ser pobre, todos quieren ser burgueses. ¡Asco debía de darle a Charles Péguy el vivir rodeado de burgueses o de aspirantes a burgueses y no de pobres felices de su condición, felices de su pobreza, trabajando y cantando, cantando y trabajando, y asco me da también a mí que las personas que quiero y que me rodean también pretendan hacerse burgueses o afirmarse en su burguesismo, renegando de aquella feliz pobreza de los viejos buenos tiempos!
Pero así estamos, y quienes pretendemos ser pobres, quienes pretendemos ser felices en la pobreza, somos tratados de orates, y a fin de cuentas, somos desechados.
Ya no cantamos. ¡La tristeza no tiene fin!
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