¿Qué significa ser un pensador metafísico lógico? Un pensador metafísico lógico es aquel que no reniega de las proposiciones metafísicas (indemostrables a partir de la experiencia), pero que las elige cuidadosamente para que no se contradigan las unas con las otras. En mi caso, cuento con una gran variedad de proposiciones metafísicas a las que adhiero fervorosamente, como podría ser la recientemente mentada hipótesis panpsiquista, o la infaltable hipótesis determinista, o, más polémicas, las hipótesis mecanicista y finalista. Respecto de estas dos últimas, se da muchas veces por supuesto que un pensador metafísico lógico debe decidirse por una o desechar ambas, pero nunca adoptarlas al unísono. ¿Y por qué no? Yo no creo que sean hipótesis incompatibles; es más, creo que se complementan a la perfección, y a la vez dan lugar, y lugar de privilegio, a otra teoría metafísica que reivindico: la irrealidad del tiempo como entidad objetiva por ser solamente, tal como afirmara Kant en la primera edición de su Crítica de la razón pura, un marco de referencia que nuestra conciencia proyecta para comprender de algún modo la realidad que la circunda. No creo, pues, estar pecando de ilógico cuando afirmo ser mecanicista, finalista y "atemporalista". Y si no pregúntenle a Henri Bergson, el único pensador (al menos de los que yo conozco) que razonó con exactitud en este campo:
Dijo Du Bois-Reymond: "Podemos imaginar el conocimiento de la naturaleza llegado a un punto en el que el proceso universal del mundo fuese representado por una fórmula matemática única, por un solo inmenso sistema de ecuaciones diferenciales simultáneas, de donde se extrajesen, en cada momento, la posición, la dirección y la velocidad de cada átomo del mundo". Huxley, por su parte, ha expresado, en una forma más concreta, la misma idea: "Si la proposición fundamental de la evolución es verdadera, a saber: que el mundo entero, animado e inanimado, es el resultado de la interacción mutua, según leyes definidas y fuerzas poseídas por las moléculas de que estaba compuesta la nebulosidad primitiva del universo, entonces no es menos cierto que el mundo actual descansa potencialmente en el vapor cósmico y que una inteligencia suficiente hubiese podido, conociendo las propiedades de las moléculas de este vapor, predecir, por ejemplo, el estado de la fauna de la Gran Bretaña en 1868, con tanta certidumbre como cuando se dice lo que ocurrirá al vapor de la respiración durante un frío día de invierno". En una doctrina tal, se habla aún del tiempo, se pronuncia esta palabra, pero apenas se piensa en ella. Porque el tiempo está ahí desprovisto de eficacia y, desde el momento que no hace nada, no es nada. El mecanicismo radical implica una metafísica en la que la totalidad de lo real es poseída en bloque, en la eternidad, y en la que la duración aparente de las cosas expresa simplemente la debilidad de un espíritu que no puede conocerlo todo a la vez. Pero la duración es para nuestra conciencia cosa muy distinta, es decir, para lo que hay de más indiscutible en nuestra experiencia. Percibimos la duración como una corriente que no sabríamos remontar. Es el fondo de nuestro ser y, de ello nos damos perfecta cuenta, la sustancia misma de las cosas con las que estamos en comunicación. En vano se hace brillar ante nuestros ojos la perspectiva de una matemática universal; no podemos sacrificar la experiencia a las exigencias de un sistema. Por lo cual rechazamos el mecanicismo radical.
Pero el finalismo radical nos parece también inaceptable, y por la misma razón. La doctrina de la finalidad, en su forma extrema, tal como la encontramos en Leibniz por ejemplo, implica que las cosas y los seres no hacen más que realizar un programa ya trazado. Pero si no hay nada de imprevisto, ni invención ni creación en el universo, el tiempo se convierte en algo inútil. Como en la hipótesis mecanicista, se supone también aquí que todo está dado. El finalismo así entendido no es más que un mecanicismo al revés. Se inspira en el mismo postulado, con la sola diferencia de que, en la carrera de nuestras inteligencias finitas a lo largo de la sucesión completamente aparente de las cosas, pone delante de nosotros la luz con la que pretende guiarnos, en lugar de colocarla detrás. La atracción del futuro sustituye al impulso del pasado. Pero la sucesión no queda menos como una pura apariencia, como, por lo demás, la carrera misma. En la doctrina de Leibniz, el tiempo se reduce a una percepción confusa, relativa al punto de vista humano, y que se desvanecería, semejante a la niebla, para un espíritu colocado en el centro de las cosas.
[...]
Para actuar, comenzamos por proponernos un fin; hacemos un plan, luego pasamos al detalle del mecanismo que lo realizará. Esta última operación sólo es posible si sabemos con qué podemos contar. Es preciso que hayamos extraído, de la naturaleza, similitudes que permiten anticipar el porvenir. Es preciso, pues, que hayamos aplicado, consciente o inconscientemente, la ley de causalidad. Por lo demás, cuanto mejor se dibuja en nuestro espíritu la idea de la causalidad eficiente, más toma ésta la forma de una causalidad mecánica. Esta última relación, a su vez, es tanto más matemática cuanto que expresa una más rigurosa necesidad. Por lo cual, no tenemos sino que seguir la pendiente de nuestro espíritu para devenir matemáticos. Pero, por otra parte, esta matemática natural no es más que el apoyo inconsciente de nuestro hábito consciente de encadenar las mismas causas a los mismos efectos; y este hábito mismo tiene por objeto ordinariamente guiar acciones inspiradas por intenciones o, lo que equivale a lo mismo, dirigir movimientos combinados a la vista de la ejecución de un modelo: nacemos artesanos lo mismo que podemos nacer geómetras, e incluso no somos geómetras porque somos artesanos. Así, la inteligencia humana, en tanto que habituada a las exigencias de la acción humana, es una inteligencia que procede a la vez por intención y por cálculo, por la coordinación de medios a un fin y por la representación de mecanismos en formas cada vez más geométricas. Ya nos figuremos la naturaleza como una inmensa máquina regida por leyes matemáticas, ya se vea en ella la realización de un plan, no se hace, en los dos casos, más que seguir hasta el fin dos tendencias del espíritu que se complementan la una a la otra y que tienen su origen en las mismas necesidades vitales. Por ello, el finalismo radical está muy cerca del mecanicismo radical en la mayor parte de los puntos (Henri Bergson, La evolución creadora, pp. 44, 45 y 49).
Rechaza Bergson, todo dentro de un mismo paquete, al mecanicismo, al finalismo, al atemporalismo y al determinismo (concepto este último que viene a ser como el ordenador de todos los anteriores), y los rechaza en bloque porque así, en bloque, es como se presentan cuando se analizan estas ideas de manera exhaustiva. El gran acierto de Bergson fue descubrir y explicar esta abroquelación de ideas; el gran acierto mío es el de rotularlas como verdaderas.
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