Dentro del campo ético-social existen dos tendencias antagónicas: el
individualismo y el socialismo. El individualismo considera el esfuerzo
individual de cada persona para la consecución de sus objetivos como el factor
fundamental del progreso de las sociedades, mientras que el socialismo se
recuesta, para esto mismo, en el esfuerzo en conjunto. ¿Y cuál será, entre
estas dos, la tendencia que la ética recomienda? Ninguna, o un poco de ambas.
Esto lo explica Carlos Vaz Ferreira con su acostumbrada claridad:
Saben ustedes que existen dos grandes tendencias que
esquemáticamente se denominan el socialismo y el individualismo. El
individualismo es la doctrina que preconiza una repartición de beneficios «natural»,
proporcionada a los méritos del individuo, de modo que el que vale más, recibe
más; el que tiene más actividad, más energía, más inteligencia, el que está
dotado de una superioridad cualquiera, recibe las consecuencias naturales de
sus actos.
Tal es, justamente, la
«fórmula de la justicia» de Spencer: que cada uno reciba «las consecuencias
naturales de sus actos»: proporción entre las aptitudes y los beneficios.
Tiende, por ejemplo, el
individualismo, a dejar a los hombres la mayor libertad, y a suprimir o a
atenuar en lo posible todo lo que sea restricción ó intervención artificial en
los fenómenos sociales; entre esta intervención artificial, el individualismo
coloca en primera línea la intervención del Estado.
La teoría opuesta, el
socialismo, considera en primera línea no al individuo sino a la sociedad; en
la práctica, tiende sobre todo a recurrir al Estado para intervenir más ó menos
artificialmente en el arreglo natural (ó tenido por natural) de las cosas: a
dictar, por ejemplo, leyes, disposiciones que tiendan a producir una
repartición de los beneficios diferente, y, según los socialistas, mejor que la
que tiende a producirse dejando los fenómenos librados a si mismos.
De estas dos grandes
tendencias, cada una tiene una faz que es notablemente simpática y una faz que
es notablemente antipática.
La tendencia
individualista tiene de profundamente simpático su respeto por la libertad; es
tendencia enemiga de restricciones, de intervenciones de todo género. Y tiene
de antipático cierta dureza, cierta falta de piedad para los que, en esa lucha
por la existencia, sea por falta de méritos ó sea por otras circunstancias
cualesquiera, son vencidos. Adolece de una especie de optimismo que no siempre
se mantiene en un grado justo ó defendible; y [...] tiende sin duda a presentar
atenuados los males sociales y a exagerar la eficacia de los remedios
naturales. El socialismo, al contrario, tiene de simpático, para cualquier alma
bien hecha, el ser profundamente humano, el satisfacer ó el procurar satisfacer
(bien ó mal prácticamente, poco importa) los sentimientos de solidaridad, los sentimientos
de humanidad, la compasión, y en cambio tiene de profundamente antipática esa
intervención continua de la autoridad, recurso que aparece como necesario para
obtener una repartición diferente de la que naturalmente tiende a producirse.
En la práctica, el socialismo parece tender fatalmente a la tiranía del Estado
que impone, prohíbe, ordena, dicta leyes, llena de restricciones la vida de los
hombres, distribuye los beneficios, por ejemplo, apoderándose de ellos y
repartiéndolos después con un criterio diferente...
Ahora bien: un alma
sincera siente [...] lo que hay de bueno y de elevado en las dos
tendencias, cree [...] que tal vez los
hombres no han logrado todavía sacar todo el partido posible de las dos ideas:
que posiblemente es realizable una síntesis de ellas, aun cuando todavía no se
haya encontrado la manera de hacerla de un modo satisfactorio; y, para el caso
de que esa síntesis no fuera realizable, por lo menos esa alma se mantiene en
un estado de sinceridad consigo misma y admite lo que hay de bueno en las dos
tendencias opuestas (Moral para
intelectuales, pp. 175-7).
Una acotación: si bien es cierto
que en la teoría individualista se tiende a suprimir o atenuar la intervención
del Estado, se ensalza la intervención de éste en lo que respecta a su tarea de
policía o seguridad, de suerte que se viola, según mi criterio, con esta
postura el ideal intrínseco del individualismo, el no intervencionismo estatal.
Un individualismo consecuente, pues, debería librar al individuo a sus propias
fuerzas defensivas, sin esperar nada del Estado en este sentido --y en ningún sentido.
Ahora bien; dentro del individualismo así concebido aparece la doctrina
político-económica de los merecimientos individuales, la cual se basa en el
siguiente axioma: "A cada quien según sus merecimientos". Según esta
corriente, es perfectamente lícito, para el hombre que ha sabido amasarse una
cuantiosa fortuna debido a sus propios merecimientos, disfrutarla como se le
antoje, y si se le antoja disfrutarla solo y sin repartirla con nadie, estaría
en su perfecto derecho, por mucho que a su alrededor se esté la gente muriendo
de hambre. Pero existe aquí también otro problema, y es el que se relaciona con
el derecho de herencia. En efecto, las teorías individualistas tienden a apoyarse
en el derecho de herencia, pero entonces ¿cómo se justifica el traspaso de las
fortunas de un padre hacia sus hijos valiéndose del axioma de los
merecimientos, siendo que los hijos aún no han hecho nada por merecer estos
dineros? Parecería este axioma incompatible con el derecho de herencia; pero
por otro lado, el que amasó la fortuna, el padre, ¿no tiene derecho a emplear
esta fortuna como se le antoje? Según esta teoría sí, y entonces tendría
derecho a legársela a sus descendientes. Todo esto es pura teoría, sin nada de
sentimiento. Agreguémosle un poco de sentimentalismo y ya nos daremos cuenta
cuál es la solución correcta, esa que la teoría fría y racionalizada no sabe
descubrir, o aparenta que no sabe. Y aquí doy paso nuevamente a Vaz Ferreira:
No sería extraño que lo que se llama individualismo,
lo que hasta ahora se defiende con el nombre de individualismo, no fuera
tal individualismo; dentro del «individualismo», ha sido englobada, por ejemplo,
la institución de la herencia; como caso de la herencia, la de la propiedad
territorial. Pues bien: cuando dos hombres nacen iguales, y uno de ellos recibe
la fortuna de su padre, ¿recibe ese hombre «las consecuencias naturales de sus
propios actos»? Un espíritu que esté en estado sencillo y sincero, responde: «No:
no recibe las consecuencias naturales de sus propios actos: recibe las
consecuencias de los actos de otros». Y es que podría ser que hubiera una
tercera doctrina, que podríamos llamar familismo: que cada familia reciba
las consecuencias naturales de los actos de sus miembros; y que este sistema, y
no el verdaderamente individualista, fuera el representado por nuestras
instituciones actuales. Y ello no tendría nada de extraño, si se tiene en cuenta
que nuestras instituciones actuales --propiedad territorial, herencia, etc.-- que
es lo que el individualismo tiende a defender, nos vienen del derecho romano, que
era esencialmente familista. Estas cosas puede tal vez pensarlas ó sentirlas un
espíritu libre, pero no las piensa, no las siente un espíritu academizado. Y
aquí vienen mis dos ejemplos: Recuerdo que un día, en una mesa examinadora de
Derecho, y habiéndome expuesto un estudiante la teoría de Spencer, llegó a
justificar muy fácilmente la herencia con la fórmula de la justicia
individualista. Efectivamente, si se empieza a razonar por los padres, la
herencia queda claramente justificada: cada persona recibe las consecuencias
naturales de sus actos, y, una vez que ha acumulado esas consecuencias, en la
forma de dinero, por ejemplo, es perfectamente dueña de disponer de esa
fortuna, destruyéndola, dándola, ó como sea su voluntad… Pero si, en vez de
empezar a razonar por los padres, empezamos por los hijos, ¡entonces resulta
algo formidable! Empiecen ustedes a razonar por los hijos: nacen dos hombres,
y, al nacer, el que vale más, quizá, recibe las consecuencias naturales de los
actos de su padre, que fue, por ejemplo, malo ó inepto, y que lo privó de todo;
otro, el que vale menos tal vez, recibe las consecuencias naturales de los
actos de otro ú otros individuos (no
hay «individualismo», por consiguiente): de los actos de su padre ú
otros ascendientes; y queda toda esa generación, diremos, desarreglada: cada
uno ha recibido consecuencias que no son las naturales de sus propios actos.
Después se produce la lucha, y tiende a producirse la adaptación de las
consecuencias a los actos; una vez que ya está a punto de producirse, los
individuos son viejos: mueren, y entonces la nueva generación empieza otra vez,
nuevamente desarreglada, la repartición desde el punto de vista verdaderamente
individualista... Hago, pues, esa objeción al estudiante, que, naturalmente, no
me puede contestar: --eso no se contesta; y entonces un distinguido examinador,
que estaba a mi lado, me dice: «No hay nada más fácil que responder a su
objeción: fíjese usted en que quien ejerce el derecho no es el que
recibe el legado, sino el que lega». Y se acabó: ¡queda contestado! Traten
ustedes de ir a fondo en este momento; se trata, no de teorías, ni de palabras,
ni de sistemas: se trata de hechos, brutales; se trata de algo que será
evitable ó inevitable, no sé, pero que es espantoso. El hecho de que un ser
nazca igual a todos los demás seres, y no pueda ni habitar en su planeta, es un
hecho que debe hacernos sentir; y, lo que debe hacernos sentir, es
horror (ibíd., pp. 177-9).
Conclusión
provisoria: La teoría individualista --que aun siendo imperfecta, me cae mucho
más simpática que la teoría del socialismo coercitivo--, la teoría
individualista, si ha de ser consecuente con sus propios principios, debe
renegar de la protección policiaca y del derecho de herencia.
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