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domingo, 16 de abril de 2017

La visión extática y la visión mística

Muchos creyentes afirman que el misticismo es la piedra de toque de la religiosidad. William James es uno de ellos: “Pienso que puede afirmarse que la religión personal tiene la raíz y el centro en los estados de conciencia místicos” (Las variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap. XVI, p. 419). Pero ¿cómo distinguir un estado de conciencia místico de un estado de conciencia ordinario? Según James, existen cuatro características que, cuando se presentan unidas, conforman un indicio fiable de que estamos ante una experiencia mística. La primera es la inefabilidad. Concluida la experiencia,

no puede darse en palabras ninguna información adecuada que explique su contenido. [...] No puede comunicarse ni transferirse a los demás. Por esta peculiaridad los estados místicos se parecen más a los estados afectivos que a los estados intelectuales (ibíd., p. 420).

La segunda característica es la cualidad de conocimiento:

Son estados de penetración en la verdad insondables para el intelecto discursivo. Son iluminaciones, revelaciones repletas de sentido e importancia, todas inarticuladas pero que permanecen y como norma general comportan una curiosa sensación de autoridad duradera (pp. 420-1).

La tercera es la transitoriedad:

Los estados místicos no pueden mantenerse durante mucho tiempo. Salvo en caso de excepción, media hora o como máximo una hora o dos parece ser el límite más allá del cual desaparecen (p. 421).

La cuarta y última es la pasividad:

Cuando el estado característico de conciencia se ha establecido, el místico siente como si su propia voluntad estuviese sometida y, a menudo, como si un poder superior lo arrastrase y dominase (p. 421).

Creo que es imprescindible hacer aquí un distingo entre lo que yo llamaría estados de conciencia extáticos y los estados místicos propiamente dichos. Los estados de conciencia extáticos son todo lo que dice James. Son inefables, porque no se pueden comunicar a otros de manera fiel; son portadores de conocimiento, porque nos abren una puerta perceptiva diferente de las ordinarias, lo que implica conocer algo nuevo, o al menos ayudan a contemplar lo viejo desde otras perspectivas; son transitorios, porque la emoción fuerte es incompatible con la duración prolongada, y son inmovilizantes, porque el espectáculo es tan grandioso que el sujeto ni atina ni quiere atinar a hacer nada excepto presenciarlo por temor de que con su acción se desvanezca. Ahora bien; estos estados extáticos podrán ser patológicos en algunos casos o señales de bienaventuranza en otros, pero no son, bajo ningún concepto, visiones místicas.
Tomemos como ejemplo de visión extática esta que nos describe Amiel en su diario íntimo:

¿Nunca volveré a tener alguno de aquellos prodigiosos ensueños que tenía antaño? Un día, en mi juventud, al salir el sol, sentado en las ruinas del castillo de Faucigny; otro día en las montañas, bajo el sol de mediodía, sobre Lavey, al pie de un árbol y con la compañía de tres mariposas; de nuevo, por la noche, sobre la costa pedregosa del mar del Norte, mi espalda sobre la arena y mi vista vagando por la Vía Láctea; ¡ensueños grandiosos y dilatados, inmortales y cosmogónicos, cuando se alcanzan las estrellas, cuando se posee el infinito! Momentos divinos, horas extáticas en las que nuestro pensamiento vuela de mundo en mundo, penetra el gran enigma, respira con un aliento tranquilo y profundo como el del océano, sereno y sin límites como el firmamento azul... Instantes de intuición irresistible en los que uno siente su yo inmenso como el universo y tranquilo como Dios... ¡Qué horas, qué recuerdos! Los vestigios que dejan son suficientes para llenarnos de confianza y entusiasmo, como si fuesen visitas del Espíritu Santo (citado por James en ibíd, pp. 435-6).

O esta de Jacob Boehme, de características más teológicas que la visión de Amiel:

En un cuarto de hora vi y conocí más que si hubiese pasado muchos años en la Universidad. A través de la sabiduría divina vi y conocí el ser de todas las cosas, el Abismo y la eterna generación de la Santísima Trinidad, la descendencia y el origen del mundo y de todas las criaturas. Vi y conocí en mí mismo los tres mundos, el mundo externo y visible que es una procreación o nacimiento de los mundos interno y espiritual, y vi y conocí toda la esencia creadora en el bien y en el mal [...]. De manera que no solo quedé maravillado, sino que también disfruté mucho, aunque difícilmente podía aprehenderlo con mi exterioridad humana y explicarlo con la pluma. Tuve una visión clara del universo como un caos donde todas las cosas permanecían yacientes y envueltas, pero me era imposible explicarlo (citado en ibíd, pp. 453).

Estos dos ejemplos de visión extática, el último más intelectual, el primero más emocional, tienen en común el hecho de que se han presentado de manera consciente, bien que no a través de los sentidos externos, pero sí a través de la imaginería interna, de la cavilación y la pasión. Por eso no son visiones místicas.
El capítulo 11 del libro segundo de la Subida del monte Carmelo está dedicado a resaltar lo nocivo de las aprehensiones sensitivas a los efectos de la fe y la unión con Dios. Dice San Juan de la Cruz que el creyente debe luchar, para alcanzar la perfecta caridad, con la bestia del Apocalipsis, que tiene siete cabezas. La primera cabeza que hay que cercenar está representada por “las cosas sensuales del mundo” (§ 10), que es preciso negar y aborrecer. La segunda cabeza la constituyen “las visiones del sentido”, como pueden ser las apariciones por ejemplo, que también, al igual que los deleites sensitivos, no pueden ser proporcionado medio para llegar a la unión con Dios. Y aparece entonces la tercera cabeza de la bestia, la que más nos interesa, “que es acerca de los sentidos sensitivos interiores”. Estos sentidos interiores, si se activan, también nos impiden “entrar en lo puro del espíritu”. Al estado de meditación, que es el paso previo al estado de contemplación en el que el espíritu se une a Dios y absorbe su sabiduría, se accede, pues, sin echar mano de ningún sentido externo, de ningún sentido interno y de ninguna imagen ni sensación de ningún tipo que pudiese ingresar a nuestra conciencia. “Lo que se les da a los sentidos, [...] es lo que más deroga a la fe. Luego claro está que estas visiones y aprehensiones sensitivas no pueden ser medio para la unión, pues que ninguna proporción tienen con Dios” (§ 11 y 12). Estos estados “ninguna proporción tienen con Dios”. Dios es tan excelso que ninguna imagen, externa o interna, ni ninguna emoción, puede proporcionarnos una idea fidedigna de su grandeza ni auxiliarnos en la tarea de descubrir algunos de sus secretos. La visión interior, la visión mística, está impedida de manifestársenos a través de nuestro sensorio. Sería una contradicción: una visión interior que se manifestase a través de nuestros órganos de percepción de lo exterior, ya no sería una visión interior. ¿Puede presentársenos entonces en la mente a modo de construcción intelectiva? Tampoco, ya que las construcciones intelectivas pertenecen exclusivamente al terreno de la lógica. ¿Será entonces que se nos hace real a través de la imaginación? Menos: la imaginación es auspiciada por nuestras experiencias sensoriales archivadas en la memoria y moldeadas al antojo de nuestras construcciones intelectivas. Cuando un "místico" entra en trance y afirma ver o haber visto luces de colores, imágenes divinas, melodías celestiales, voces de ultratumba, etc., yo creo que tal místico está confundido en el mejor de los casos, o está mintiendo en el peor. Si el místico se valió de sustancias alucinógenas para propiciar sus beatas percepciones, como lo hacían los chinos con el opio, los indios con el hachís o los amerindios con el peyote y el san pedro, parece correcto suponer que esas suprapercepciones no nos muestran las cosas tal cual son en sí mismas, sino que tergiversan las cosas aún más --y mucho más-- que lo que las tergiversan nuestros sentidos en estado sobrio. Algo así sucedería también con el ermitaño que, después de largos periodos de ayuno o de alimentación pobre, cree percibir realidades últimas que vienen del más allá sin darse cuenta de que la mala nutrición le ha hecho bajar su nivel de glucosa en la sangre a tal punto que ha comenzado a mezclar sus deseos íntimos con el mundo exterior que percibe, haciendo que surjan las alucinaciones, igual que lo que le sucede a quien, vagando por el desierto y muerto de sed, cree ver un oasis en donde solo hay arena. Y los gimnosofistas hindúes, que dominan el arte de retardar a voluntad el ritmo cardíaco y respiratorio, o incluso detenerlos durante cierto tiempo, andan en la misma que los ermitaños, solo que sus visiones beatíficas se les producen por falta de oxígeno en el torrente sanguíneo en lugar de por falta de glucosa, o una combinación de ambas carencias.
Según yo pienso, la verdadera visión mística no puede de ningún modo hacerse notar en nuestra conciencia. La visión mística es una visión interior, y por lo tanto se presenta en nuestro interior, en nuestro inconsciente. Por eso sostengo que los procesos de captación mística se dan mayormente mientras dormimos, y en cierta forma puede decirse que todos los seres vivos necesitan dormir no tanto para que sus órganos se recuperen del desgaste diario como para que sus espíritus puedan conectarse diariamente con el Todo. Los sueños, que se arriman a nuestra conciencia esquivamente y tienden a olvidarse con facilidad, serían, según esta teoría, parte de la visión mística que por error o no sé por qué se nos presenta en la conciencia, pero que, precisamente por ser consciente, ha perdido todo valor místico.
Pero si la visión mística no puede nunca surgir a la conciencia, ¿de qué nos sirve? Pues nos sirve de alimento, de alimento a la intuición, que es la fuerza que nos impele a creer en algo sin saber por qué creemos, o la que nos sugiere hacer algo sin saber por qué lo hacemos. Esta fuerza es absolutamente consciente, ya que sentimos su influencia en nuestra voluntad y en nuestra mente, pero sus motivos se mantienen lejos de nuestra conciencia: son motivos místicos. La intuición es la planta que vemos y la visión mística es el alimento inorgánico que la nutre y que no vemos por ser sus partículas demasiado pequeñas para nuestros órganos perceptivos. Sin minerales que la nutran, la planta moriría, y sin visiones místicas que la nutran, nuestra intuición también perecería.
Pretender que una visión mística es susceptible de apreciarse con nuestros órganos sensitivos o con nuestro intelecto consciente es como decir que nuestros estómagos están capacitados para digerir la tierra. Aquel místico que deseare continuar tragándola, que lo haga, pero sepa que así como la trague la cagará, sin provecho alguno ni para su cuerpo ni para su espíritu --con excepción de los saludables efectos purgativos que suelen acompañar a las ingestas telúricas y a los ascetismos extremos--[1].




[1] Según Vicente Fatone, en el pensamiento upanishádico, “si quiere hablarse de estados de lo real –siempre como si lo real pudiese tener estados, que no los tiene-- ha de decirse esto: los estados son cuatro: el de vigilia, el de ensoñación, el de sueño profundo y el que está más allá del sueño profundo; solo este último es el inexpresable, el inefable […]. Porque Brahman es, por así decir, el misterio: misterio tremendo para nosotros en cuanto estamos sumergidos en la ignorancia que cree ser conocimiento simplemente porque es conciencia” (Obras completas, tomo I, pp. 117-8). Según Fatone (p. 118), para los hindúes el conocimiento puro tiene su imagen en el sueño profundo, “ese sueño que, según un canto, no es «ni vivo ni muerto, sino un feto inmortal de los dioses»” (p. 134).

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