Vistas de página en total

domingo, 9 de abril de 2017

La concupiscencia del espíritu

Eso en cuanto a la mortificación del cuerpo, pero también enseña el ascetismo la mortificación del alma. Si acallar la concupiscencia de la carne no es ocupación sencilla, más complejo aún es evitar la soberbia, que es la concupiscencia del espíritu y que es mucho más dañina que la primera[1]. Para intentarlo tenemos la receta de San Juan de la Cruz:

Lo primero, procurar obrar en su desprecio y desear que todos lo hagan. Lo segundo, procurar hablar en su desprecio y desear que todos lo hagan. Lo tercero, procurar pensar bajamente de sí en su desprecio y desear que todos lo hagan (Subida del monte Carmelo 1.13.9).

Pero estas reglas no parecen del todo acertadas. Sí me parece acertado desear que todos nos desprecien con sus acciones, sus palabras y sus pensamientos, pero este deseo de ningún modo debe incluirnos a nosotros mismos. La cosa es sencilla: si el objetivo es que nos creamos personas despreciables, los más bajos seres humanos que existen sobre la tierra, el camino perfecto para cumplimentar este anhelo, si somos personas decentes, es el comportamiento indecente. Yo solamente me siento un ser despreciable cuando actúo, hablo o pienso como un ser despreciable, de modo que la fórmula de San Juan de la Cruz, tomada al pie de la letra por quienes anhelan perfeccionarse espiritualmente, redundaría en un fenomenal acrecentamiento de la hijoputez. Gran ejercicio de humildad es agachar la cabeza y recibir el desprecio de los otros, de nuestra familia incluso, con mansedumbre y alegría; pero si nosotros mismos, luego de realizar las más abnegadas acciones, nos creemos indignos, es porque sospechamos que nuestras acciones no fueron en absoluto abnegadas. Si lo fueron, tenemos que sentirnos orgullosos de nosotros mismos, que este orgullo propio no es en absoluto incompatible con la humildad que debemos manifestar ante el prójimo. Si yo salvo una vida poniendo en riesgo la mía y, no obstante, al hacerlo me siento un hombre mezquino, no soy un santo, soy un orate. Desde ya que no iré por ahí narrando este suceso para que todos me feliciten, sino todo lo contrario; pero felicitarme yo mismo por lo acaecido es espiritualmente enaltecedor. Para llamarse uno mismo, como santa Teresa de Jesús, “el peor de los pecadores”, hay que pecar, pecar y no cansarse de pecar. O si no hay que ser un gran hipócrita. Ninguna de estas dos opciones me satisface[2].




[1] "Toda la filosofía y teología cristianas consideran que el orgullo es la raíz más fundamental y profunda del mal moral" (Dietrich von Hildebrand, Ética, cap. 35).  “Si bien todos los vicios nos alejan de Dios, solo la soberbia se opone a Él; (a ello se debe) la resistencia que Dios ofrece a los soberbios” (Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 162, a. 6).
[2] Para evitar el ensoberbecimiento de creerse uno mismo bueno, o más bueno que el resto, lo adecuado no es el autodesprecio sino la convicción de que nuestra virtud es generada por la Providencia que actúa a través de nosotros. “La soberbia es el menosprecio de Dios. Cuando alguno se atribuye las buenas acciones que ejecuta y no a Dios, ¿qué otra cosa hace más que negar a Dios?” (Teófilo, Catena Aurea). Es, pues, la creencia en el libre albedrío muy perjudicial a la hora de mantener a raya a la soberbia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario