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sábado, 8 de abril de 2017

El ascetismo en el mundo contemporáneo

Ya no sirve vivir para sufrir. /
Te das cuenta, sacate el mocasín. 
Charly García, No me dejan salir

Una característica insoslayable de la santidad es el ascetismo. Según la Real Academia Española, el asceta es aquella persona que, “en busca de la perfección espiritual, vive en la renuncia de lo mundano y enla disciplina de las exigencias del cuerpo”. También dice, en su segunda acepción, que un asceta es una persona que vive voluntariamente de forma austera. Acepto y apruebo estas dos definiciones y las tomo como parámetro para sugerir que ciertas conductas que describe William James en su libro, si son ascéticas, son deformaciones y exageraciones de lo que la ascesis religiosa en realidad prescribe.
Hablemos, por ejemplo, del ascetismo tal como lo entendía el teólogo y místico alemán Enrique Suso. Suso, nos cuenta James,

poseía un temperamento lleno de fuego y vida, y cuando comenzó a darse cuenta fue muy penoso para él y buscó mediante todo lo que pudo sujetar su cuerpo. Durante mucho tiempo llevó una camisa de piel rugosa y una cadena de hierro hasta que sangró y tuvo que quitársela; en secreto se hizo confeccionar ropa interior donde había tiras de piel con ciento cincuenta agujas de latón, puntiagudas y afiladas, dirigidas hacia la carne. [...] después todavía inventó algo nuevo: dos guantes de piel donde hacía adaptar un dedal lleno de tachuelas de latón muy afiladas. Se los ponía por la noche de forma que si intentaba quitarse la ropa interior durmiendo [...], las tachuelas se le clavaban en el cuerpo. Y así vivía. [...] Cuando las heridas se le curaban, al cabo de algunas semanas, se desgarraba de nuevo haciéndose nuevas heridas. Siguió con este ejercicio terrible durante siete años. [...] Suso [en su biografía] explica cómo, para emular las penas del Señor crucificado, se hizo una cruz con treinta agujas y clavos de hierro puntiagudos, la llevó sobre la espalda desnuda día y noche: La primera vez que se puso la cruz en la espalda su cuerpo se estremeció de terror y despuntó los afilados clavos contra una piedra. Pero en cuanto se arrepintió de su cobardía femenina, los afiló de nuevo con una lima y se volvió a poner sobre la espalda la cruz, haciendo que ésta le sangrara y supurara. Cuando se sentaba o agachaba parecía que tuviese una piel de erizo encima y apenas alguien le tocaba sin querer o palpaba sus ropas se desgarraba. [...] Durante el mismo tiempo, el Servidor se procuró una puerta vieja, inservible, y por la noche se acostaba sin ropa de cama que la hiciese confortable; se quitaba los zapatos y se envolvía en un abrigo recio. Tenía una almohada miserable, ya que se ponía tallos de guisantes bajo la cabeza; la cruz con los clavos enganchada a la espalda, los brazos vendados, la ropa interior de pelo de caballo encima, el abrigo demasiado pesado y la puerta demasiado dura. Así dormía [...]. En el invierno sufría mucho con las heladas, si estiraba los pies tocaban el suelo desnudo y se helaban; si los encogía, la sangre se le encendía en las piernas y le hacía sufrir grandemente. Tenía los pies completamente llagados, las piernas hidrópicas, las rodillas sangraban y supuraban, la espalda cubierta de las cicatrices de la ropa interior, su cuerpo devastado, la boca reseca por la sed y sus manos temblorosas por la fiebre. Pasaba días y noches en medio de estos tormentos [...]. Al cabo de un tiempo abandonó la penitencia de la puerta y en su lugar ocupó una celda muy pequeña usando el banco, demasiado estrecho y corto, para acostarse como si fuera una cama. Así durmió, en este agujero o en la puerta descrita durante ocho años. [...] Nunca, durante estos años, se bañó; ni siquiera un solo baño de agua o de vapor, y lo hacía para mortificar el cuerpo, que buscaba comodidades. [...] Durante un tiempo considerable intentó conseguir un grado de pureza tan elevado que no se rascaba ni tocaba parte alguna de su cuerpo excepto las manos y los pies. Les ahorro el relato de las torturas que se autoinflingía el pobre Suso con la sed. Bueno es saber que después de mortificarse cuarenta años, el Señor le dio a entender, mediante una serie de visiones, que ya había estropeado bastante al hombre natural y que debía abandonar los ejercicios (William James, Las variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap. XI, pp. 345-348).

Tenemos también el caso de San Pedro de Alcántara, quien

había pasado casi cuarenta años sin dormir más de una hora y media al día. De todas sus mortificaciones, esta era la que más le costaba. Para conseguirlo, siempre permanecía arrodillado o de pie. El poco sueño que se permitía lo tomaba sentado, con la cabeza reclinada en un trozo de madera clavada en la pared. Si hubiese querido tumbarse le habría sido imposible, ya que su habitación medía cuatro pies y medio de largo. Durante todos estos años nunca se puso la capucha, sin importarle ni el ardor del sol ni la fuerza de la lluvia. Nunca se puso un zapato. Llevaba un vestido de basta arpillera, sin nada más sobre la piel. [...] Era frecuente que solo comiese una vez cada tres días [...]. Su pobreza era extrema y su mortificación, incluso de joven, era tal [...] que había pasado tres años en una de las casas de su orden sin conocer a ninguno de los otros monjes; solo los conocía por el sonido de sus voces, ya que nunca levantó los ojos, y encontraba su camino siguiendo a los otros (ibíd., cap.XIV, pp. 399-400).

Es evidente que estos santos especímenes tenían por único Dios no a Jesucristo, sino al sufrimiento. Con santa Margarita María de Alacoque, la fundadora de la orden del Sagrado Corazón, finalizo esta muestra y confirmo mi conclusión:

Su amor por el dolor y el sufrimiento era insaciable [...]. Decía que podía vivir alegremente hasta el día del juicio, siempre que tuviese materia para sufrir por Dios, pero que vivir un solo día sin sufrimiento sería intolerable. Decía también que se sentía devorada por dos fiebres que no se podían mitigar, una por la santa comunión y otra por el sufrimiento, la humillación y la aniquilación. “Nada, excepto el dolor —repetía siempre en sus cartas— hace mi vida soportable” (ibíd. cap. XI, p. 348).

Me parece incontestable la idea de que morigerando los placeres del cuerpo, el espíritu se aviva y purifica, pero una cosa es disminuir los placeres sensitivos hasta el mínimo posible y otra muy distinta es procurarse los más agudos y variados dolores con el fin de alcanzar la pureza o la unión con la divinidad. El ascetismo bien entendido, pues, procura la austeridad extrema en cuanto a placeres carnales, pero nunca busca el dolor. La renuncia de lo mundano, si es renuncia real y no fingida, no puede aprobar esas prácticas de mortificación, justamente porque el dolor corporal es cosa de lo más mundana, de modo que quien lo busca, busca lo mundano, sépalo el mortificado o no lo sepa. Quien renuncia a lo mundano en favor de lo espiritual renuncia, desde luego, al placer mundano, pero también renuncia al dolor. Y si vive en la pobreza debido a esta renuncia, y esa pobreza le provoca sufrimientos y privaciones, los acepta con alegría, pero nunca busca estos sufrimientos y estas privaciones por sí mismos, porque esa búsqueda es señal inequívoca de mundanidad.
Hoy en día, dice James, “un beato Suso o un san Pedro de Alcántara, se nos presentan más bien como trágicos saltimbanquis que como hombres sensatos que nos inspiren respeto”. Suponían estos individuos que sus dolores eran bien vistos por la divinidad, pero “la noción de que Dios se deleita en el espectáculo de los sufrimientos autoinflingidos en su honor es abominable”. Así como ya no tiramos gente dentro de los volcanes para apaciguar a los dioses, tampoco nos autoflagelamos para complacerlos. Y esto es un avance, me parece, respecto de los pretéritos ascetismos. Pero el ascetismo, lo repito una y otra vez, no es esto. Esto es una exacerbación del espíritu ascético. Debido a esta exacerbación que se dio en siglos anteriores, “probablemente estarán ustedes dispuestos [...] a tratar la tendencia general del ascetismo como patológica” (pp. 399 a 401). Sería este un grave yerro. Si hay algo que necesita el mundo actual, y el mundo religioso en particular, es comportarse de modo ascético. El ascetismo ha quedado mal parado por causa de aquellos desbordes y es preciso reivindicarlo. Esa disciplina de las exigencias del cuerpo, tan necesaria para llegar a Dios y tan despreciada por los bien alimentados clérigos modernos, muy poco propensos a la renuncia y a la pobreza, esa disciplina está escondida bajo el barniz de la búsqueda desesperada del placer momentáneo que es el signo de estos tiempos. De un extremo espantoso como lo era esa apología del sufrimiento, hemos caído en el otro extremo, y el uno es tan pernicioso como el otro. Entre la ropa interior de Enrique Suso y el Livin’ la vida loca de Ricky Martin existe un espacio intermedio en el que la persona que anhela religiosidad debe situarse. Si se bandea demasiado hacia uno u otro extremo, su espiritualidad se verá seriamente contaminada.

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