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sábado, 29 de abril de 2017

Las visiones extáticas y la mescalina

Las drogas nos aburren con su paraíso. Que nos den más bien un poco de saber. No estamos en una época de paraíso.
Henri Michaux, Conocimiento por los abismos

La droga más utilizada para propiciar las “visiones místicas” ha sido la mescalina. Desde que en 1897 Arthur Hefter consiguiera aislar esta sustancia, alcaloide del peyote, fueron muchos los científicos y los pensadores que decidieron probar sus efectos, no con motivos recreativos como ocurre con la mayoría de la gente que se acerca a los narcóticos, sino por curiosidad intelectual. El primero y más renombrado fue el sexólogo Havelock Ellis, quien después de la experiencia aseguró haber percibido “gloriosos campos de joyas”, formas monstruosas y paisajes fabulosos. William Yeats, ansioso por vivir esa experiencia, consultó a Ellis, quien le suministró algunos botones de mescal, los cuales hicieron efecto en una avenida de Chelsea, en donde el poeta alucinó con dragones. El propio William James la probó, luego de varios experimentos con gas hilarante, pero se abrumó de tal manera con las náuseas que no pudo sacar partido de esta droga en cuanto a sus efectos alucinógenos.
En los años 50 del pasado siglo, con la generación beat en su apogeo, resurgió el interés por la experiencia mescalínica, sobre todo a partir de los ensayos de Aldous Huxley y Henri Michaux. Michaux no era un beat, era un hombre de lo más sobrio, ni siquiera tomaba alcohol con sus comidas. Experimentó con la mescalina —y también con la psilocibina— no para deleitarse, sino con la esperanza de saber más, de conocer más cosas que las que ya conocía. No era un místico sino un artista, pero se asemejaba a los místicos en esa su búsqueda de lo no revelado. Concluyó que “toda droga modifica los puntos de apoyo. El punto de apoyo que usted tiene en sus sentidos, el apoyo que sus sentidos tenían en el mundo, el apoyo que usted tenía en su impresión general de ser” (Conocimiento por los abismos, p. 12). Las drogas psicodélicas, pues, evidencian “la enorme actividad semioculta del espíritu” (ibíd., p. 144). Pero esto mismo, a saber, sacar a la luz de la conciencia las actividades del subconsciente, es lo que hace (o intenta hacer) el psicoanálisis, y nadie podría calificar de místicos a los psicoanalistas. No nos hemos movido ni un milímetro del suelo firme de la ciencia, por más que la ciencia de hoy día no comprenda muy bien la sicología que opera por debajo de los umbrales conscientes. Aldous Huxley opinaba lo mismo respecto de sus propias experiencias, pese a haber sido un escritor mucho más interesado que Michaux en cuestiones religiosas y esotéricas:

No soy tan insensato que equipare lo que sucede bajo la influencia de la mescalina o de cualquier otra droga, preparada ya o que se prepare en lo futuro, con la realización del fin último y definitivo de la vida humana: el Esclarecimiento, la Visión Beatífica (Las puertas de la percepción; Cielo e infierno, p. 70).

Pero a la vez entendía que sus “viajes” lo habían enriquecido:

Ser arrancados de raíz de la percepción ordinaria y ver durante unas horas sin tiempo el mundo exterior e interior, no como aparece a un animal obsesionado por la supervivencia o a un ser humano obsesionado por palabras y nociones, sino como es percibido, directa e incondicionalmente, por la Inteligencia Libre, es una experiencia de inestimable valor para cualquiera y especialmente para el intelectual.

La cuestión de si estas percepciones enriquecen o no al espíritu de quien las experimenta es secundaria para mí, y ya he dicho que los artistas pueden sacarles gran provecho —suspendo por hora el juicio del provecho o el inconveniente que pueden traerles a los pensadores—. La cuestión principal no es esa sino el determinar si tales percepciones nos introducen en un universo paralelo al universo físico, al universo cerebral, y la respuesta de Huxley, al igual que la mía, es que no:

En cuanto a los efectos fisiológicos de la mescalina, sabemos poco. Probablemente —no estamos seguros de ello—, causa perturbaciones en el sistema de enzimas que regula el funcionamiento cerebral. Al obrar así, disminuye la eficiencia del cerebro como instrumento para concretar la mente en los problemas de la vida sobre la superficie de nuestro planeta. Esta disminución en lo que podría llamarse la eficiencia biológica del cerebro parece permitir la entrada en la conciencia de ciertas clases de sucesos mentales que normalmente están excluidos, porque no poseen valor de supervivencia. La enfermedad o la fatiga pueden originar intrusiones análogas de material biológicamente inútil, pero estética y a veces espiritualmente valioso. Cabe también que se llegue a lo mismo por el ayuno o por un período de confinamiento en un lugar oscuro y de completo silencio (ibíd., p. 86).

Las palabras de Huxley son radicales. Equipara a los ascetas ayunadores y comedores de raíces, y a los ermitaños que buscan a Dios enclavados por años en la soledad de una cueva, con los consumidores de mescalina, en el sentido de que las “visiones” que todas estas personas experimentan no vienen en ningún caso del más allá escatológico, sino del más allá cerebral, de lo que hay debajo de nuestro cerebro animal adaptado durante millones de años a la tarea de mantenernos vivos y a poco menos que a otra cosa. La mescalina suspende los resortes biológicos que nos obligan a diagramar nuestras percepciones dentro del rango lógico necesario para sobrevivir. Quedamos indefensos, pero esa indefensión tiene como contrapartida la percepción de un mundo que, al carecer de valor para la supervivencia, se hizo propietario de otro tipo de valores. Estos mismos valores son los que percibe el asceta en su oscura celda, luego de una tanda de flagelaciones, y que supone religiosos o divinos. Pero no llegan a eso: apenas son valores estéticos. Son gollerías espirituales.

Dijo William Blake: “Si las puertas de la percepción quedaran depuradas, todo se habría de mostrar al hombre tal cual es: infinito”. Coincido. El problema es que para depurar estas puertas hace falta bastante más que un botón de mescalina o una estadía con escasos víveres en el desierto de Cachemira.

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