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sábado, 2 de junio de 2018

¿En dónde se instala la conciencia?


En contra de lo que sugiere David Chalmers, no creo que los termostatos tengan experiencias en un sentido unificado, más allá de que sospecho que los átomos y las moléculas que los componen sí las tienen; y parecidamente, me opongo a la conjetura de Gustav Fechner respecto del alma del planeta Tierra, pese a que afirmo que toda la materia que lo compone, en un sentido individualizado, sí la posee. Ningún planeta ni ninguna estrella representa para mí un sistema material autoorganizado y por lo tanto los procesos que en ellos se operan no obedecen, o no corren paralelos, con algo que podría denominarse “deseos astrales”, sino con los deseos de cada uno de los corpúsculos que componen cada uno de esos astros. No niego que con gran frecuencia los deseos de las partículas se asemejan a los de sus vecinas y se potencian entre sí hasta formar parte de un macrodeseo que, paralelamente, es capaz de producir grandes movimientos al encarnar en poderosas leyes naturales. Las mareas, la erupción de un volcán, incluso la rotación planetaria son ejemplos del accionar de miríadas de deseos sincronizados. Pero no hay nada en estos procesos que me haga suponer que detrás de ellos existe una conciencia unificada que los posibilita de manera integral. No es que a la nieve como entidad unificada se le ocurra caer y formar una avalancha: los corpúsculos de nieve, las moléculas, comienzan a caer y a formar una reacción en cadena, pero el deseo de rodar por la ladera de la montaña, si es que existe, existe en cada molécula de nieve, y estos deseos, como son todos iguales, se suman y se potencian.
Con los rebaños pasa lo mismo. No hay una conciencia del rebaño como un todo, lo que hay es la conciencia de las diferentes ovejas que lo conforman y que desean, todas al unísono, desplazarse hacia un determinado lugar y por eso lo hacen de manera conjunta. Podría suceder que el rebaño estuviese conducido por un perro pastor que señala el camino a seguir y disciplina a las ovejas que pretenden desviarse, y se podría en este caso interpretar que el perro es la conciencia unificada del rebaño, porque todas las ovejas cumplen los deseos de este perro que las pastorea. Pero no hay tal, porque que las ovejas se ven coaccionadas por el perro, es decir, cada una de ellas tiene sus propios deseos, que pueden o no coincidir con los deseos del perro. Si coinciden, todo bien; si no, el perro coacciona y la oveja se somete a pesar suyo. Esto demuestra, me parece, que no hay tal cosa como la conciencia del rebaño sino que hay, en el caso de las ovejas sin perro pastor, muchas conciencias agrupadas que persiguen el mismo fin, y en el caso del rebaño pastoreado, una conciencia que, por ser superior o más potente, se impone a un conjunto de conciencias más débiles que no tienen más remedio que plegarse a un deseo que no es propio.
Llegamos por fin a las sociedades humanas, al rebaño humano, que tampoco posee una conciencia unificada ni nada que se le parezca, sino que comporta un hato de conciencias que van por ahí, cada una con sus propios deseos a cuestas, que a veces coinciden y a veces no con los deseos de sus semejantes. Si coinciden se atraen, y hay amor, y hay placer en esa unificación. Si no coinciden se repelen, y habrá odio y displacer en esa separación. No hay tampoco nada parecido a una conciencia nacional o una conciencia de clase: hay gente que vive en un país y que tiene deseos parecidos a la gente que vive en ese mismo país, y hay gente que es pobre, o que es rica, y que tiene deseos análogos a los deseos del resto de los pobres o el resto de los ricos. Y hay también sociedades rebañegas que se pliegan a la voluntad de su líder, de su pastor, y anulan por propia iniciativa la voluntad individual, convirtiéndose con esto en algo peor que las ovejas. Sí, porque la oveja que va para donde el perro la obliga porque este la muerde y no porque quiera ir para ese lado es una oveja con iniciativa propia que, por circunstancias ajenas a su voluntad, ve su deseo contrariado. El hombre pastoreado, por el contrario, ya no tiene voluntad, la voluntad de su pastor pasa a ser la suya, y cumple todos sus deseos como si fueran propios. El pastor no necesita morderlo para evitar que abandone el redil: nunca se le cruza el deseo de abandonarlo. En estos casos podríamos, con más derecho que en el caso del perro que impone sus deseos por la fuerza, conjeturar la existencia de una conciencia colectiva, encarnada en una persona pero integrada a un grupo humano de cierta extensión. Pero mientras exista la posibilidad de que alguno de los individuos del rebaño se rebele y comience a generar sus propias opiniones y sus propios deseos, el concepto de conciencia colectiva seguirá tornándose problemático. Si al menos uno de los individuos no obedece a su pastor, o si obedece por la fuerza, o si el resto del colectivo osa dudar en algún momento de los beneficios que le concede la obediencia, esa misma dubitación estará demostrando que aquella conciencia omnipresente no es más que una conciencia individual más poderosa que las de sus individuos satélites. Y más poderosa que la del perro pastor, porque este, con sus dientes, anula las voluntades ajenas, mas no los deseos, mientras que el pastor humano anula, con los dientes, las voluntades, y con la palabra los deseos.
En cualquier caso, si me apuran, podría llegar a convencerme de la existencia de este tipo de conciencia colectiva, pero nunca podrán llegar a convencerme de la deseabilidad de esta existencia. No digo que haya que ir por la vida con el cerebro sucio, pero si cuando nos lavamos la epidermis lo hacemos por propia cuenta, corresponde hacer lo mismo con nuestro más importante órgano. Lavárselo uno mismo o que permanezca mugriento; cualquier otra opción es menos recomendable.

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