En contra de lo que sugiere David
Chalmers, no creo que los termostatos tengan experiencias en un sentido
unificado, más allá de que sospecho que los átomos y las moléculas que los
componen sí las tienen; y parecidamente, me opongo a la conjetura de Gustav
Fechner respecto del alma del planeta Tierra, pese a que afirmo que toda la
materia que lo compone, en un sentido individualizado, sí la posee. Ningún
planeta ni ninguna estrella representa para mí un sistema material autoorganizado
y por lo tanto los procesos que en ellos se operan no obedecen, o no corren
paralelos, con algo que podría denominarse “deseos astrales”, sino con los
deseos de cada uno de los corpúsculos que componen cada uno de esos astros. No
niego que con gran frecuencia los deseos de las partículas se asemejan a los de
sus vecinas y se potencian entre sí hasta formar parte de un macrodeseo que,
paralelamente, es capaz de producir grandes movimientos al encarnar en
poderosas leyes naturales. Las mareas, la erupción de un volcán, incluso la
rotación planetaria son ejemplos del accionar de miríadas de deseos
sincronizados. Pero no hay nada en estos procesos que me haga suponer que detrás
de ellos existe una conciencia unificada que los posibilita de manera integral.
No es que a la nieve como entidad unificada se le ocurra caer y formar una
avalancha: los corpúsculos de nieve, las moléculas, comienzan a caer y a formar
una reacción en cadena, pero el deseo de rodar por la ladera de la montaña, si
es que existe, existe en cada molécula de nieve, y estos deseos, como son todos
iguales, se suman y se potencian.
Con los rebaños pasa lo mismo. No hay
una conciencia del rebaño como un todo, lo que hay es la conciencia de las
diferentes ovejas que lo conforman y que desean, todas al unísono, desplazarse
hacia un determinado lugar y por eso lo hacen de manera conjunta. Podría
suceder que el rebaño estuviese conducido por un perro pastor que señala el
camino a seguir y disciplina a las ovejas que pretenden desviarse, y se podría
en este caso interpretar que el perro es la conciencia unificada del rebaño,
porque todas las ovejas cumplen los deseos de este perro que las pastorea. Pero
no hay tal, porque que las ovejas se ven coaccionadas por el perro, es decir,
cada una de ellas tiene sus propios deseos, que pueden o no coincidir con los
deseos del perro. Si coinciden, todo bien; si no, el perro coacciona y la oveja
se somete a pesar suyo. Esto demuestra, me parece, que no hay tal cosa como la
conciencia del rebaño sino que hay, en el caso de las ovejas sin perro pastor,
muchas conciencias agrupadas que persiguen el mismo fin, y en el caso del
rebaño pastoreado, una conciencia que, por ser superior o más potente, se
impone a un conjunto de conciencias más débiles que no tienen más remedio que
plegarse a un deseo que no es propio.
Llegamos por fin a las sociedades
humanas, al rebaño humano, que tampoco posee una conciencia unificada ni nada
que se le parezca, sino que comporta un hato de conciencias que van por ahí,
cada una con sus propios deseos a cuestas, que a veces coinciden y a veces no
con los deseos de sus semejantes. Si coinciden se atraen, y hay amor, y hay
placer en esa unificación. Si no coinciden se repelen, y habrá odio y displacer
en esa separación. No hay tampoco nada parecido a una conciencia nacional o una
conciencia de clase: hay gente que vive en un país y que tiene deseos parecidos
a la gente que vive en ese mismo país, y hay gente que es pobre, o que es rica,
y que tiene deseos análogos a los deseos del resto de los pobres o el resto de
los ricos. Y hay también sociedades rebañegas que se pliegan a la voluntad de
su líder, de su pastor, y anulan por propia iniciativa la voluntad individual,
convirtiéndose con esto en algo peor que las ovejas. Sí, porque la oveja que va
para donde el perro la obliga porque este la muerde y no porque quiera ir para
ese lado es una oveja con iniciativa propia que, por circunstancias ajenas a su
voluntad, ve su deseo contrariado. El hombre pastoreado, por el contrario, ya
no tiene voluntad, la voluntad de su pastor pasa a ser la suya, y cumple todos
sus deseos como si fueran propios. El pastor no necesita morderlo para evitar
que abandone el redil: nunca se le cruza el deseo de abandonarlo. En estos
casos podríamos, con más derecho que en el caso del perro que impone sus deseos
por la fuerza, conjeturar la existencia de una conciencia colectiva, encarnada
en una persona pero integrada a un grupo humano de cierta extensión. Pero
mientras exista la posibilidad de que alguno de los individuos del rebaño se
rebele y comience a generar sus propias opiniones y sus propios deseos, el
concepto de conciencia colectiva seguirá tornándose problemático. Si al menos
uno de los individuos no obedece a su pastor, o si obedece por la fuerza, o si
el resto del colectivo osa dudar en algún momento de los beneficios que le
concede la obediencia, esa misma dubitación estará demostrando que aquella
conciencia omnipresente no es más que una conciencia individual más poderosa
que las de sus individuos satélites. Y más poderosa que la del perro pastor,
porque este, con sus dientes, anula las voluntades ajenas, mas no los deseos,
mientras que el pastor humano anula, con los dientes, las voluntades, y con la
palabra los deseos.
En cualquier caso, si me apuran, podría
llegar a convencerme de la existencia de este tipo de conciencia colectiva,
pero nunca podrán llegar a convencerme de la deseabilidad de esta existencia.
No digo que haya que ir por la vida con el cerebro sucio, pero si cuando nos
lavamos la epidermis lo hacemos por propia cuenta, corresponde hacer lo mismo
con nuestro más importante órgano. Lavárselo uno mismo o que permanezca
mugriento; cualquier otra opción es menos recomendable.
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