En
Los libros de gran dictador, Timothy
Ryback analiza los gustos literarios de Hitler a través de un minucioso
análisis de su biblioteca privada. Llega a la conclusión de que Hitler era un
lector furibundo e insaciable, pero intelectualmente muy pobre. Leía muy poco
sobre política y mucho menos sobre filosofía. Se jactaba de haber leído a
Schopenhauer, pero escribía su apellido con dos pes, “como atestiguan las notas
que escribió para sus discursos” (p. 81). Leía mucho sobre astrología,
espiritismo, dietética, cuestiones eclesiásticas y le fascinaban sobre todo las
novelas populares, policíacas, de aventuras y románticas. Era sin dudas un
lector diletante. Diletante es aquel lector que se deleita leyendo y que lo
hace por mera afición, sin que lo mueva un interés profesional, pero también es
diletante quien cultiva una actividad de manera superficial o esporádica.
Hitler era un lector diletante en ambos sentidos. No hay nada de malo en leer
por afición y por placer y no por interés profesional; lo malo es leer cosas
indignas de ser leídas, y Hitler, la mayoría de las veces, leía simplonerías.
Dime
qué lees y te diré quién eres. Leyendo Los
libros de gran dictador pude comprender mejor el alcance y la potencialidad
que tienen los libros para formar y deformar el pensamiento de una persona[1].
[1] No estoy diciendo aquí que los libros que
Hitler leyó hayan sido la causa detonante de su necrofilia, solo digo que sus
lecturas la incentivaron y exacerbaron. Para un análisis de los comienzos del
temperamento necrofílico de Hitler, recomiendo el libro Anatomía de la destructividad humana de Erich Fromm.
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