“¿Sentir? ¡Que sienta el que lee!”,
dijo Fernando Pessoa desde la última estrofa de un poema titulado “Esto”.
También, en ese mismo poema, aclara que cuando escribe no utiliza el corazón,
que los sentimientos que aparecen volcados en las palabras no provienen de ahí,
sino de la imaginación. Esta manera de escribir, mucho más fría de lo que el
público supone cuando se trata de un gran poeta, proviene del clasicismo y
contrasta con la de los poetas europeos del siglo XVIII y XIX, que solo lo
hacían cuando su espíritu se hallaba preso de un estado emotivo intenso y
extático. Solo bajo esta experiencia casi religiosa el genio artístico puede
dar sus verdaderos frutos, pensaban los románticos de aquel entonces. Leamos el
siguiente pasaje:
Cuando hemos experimentado algo
grande en nuestro interior, si, partiendo del profundo movimiento del ánimo,
volvemos la mirada hacia fuera, buscando en los fenómenos naturales y
artísticos algo semejante a la conmoción y violencia experimentadas, ¡qué
pálidas resultan muchas impresiones artísticas que nos sugestionan en los
momentos insignificantes! Entonces nos sentimos inclinados tal vez a exagerar
la superioridad de las vivencias interiores sobre las imágenes y
transcripciones artísticas. ¿De qué sirven, nos decimos, todas las copias,
transcripciones y representaciones si la sencilla realidad de la conmoción
interior es mucho más poderosa? De esta suerte nos hemos colocado en un estado
de ánimo que más que ningún otro nos capacita, sea para la producción artística
original, sea para la comprensión de una obra extraordinaria de arte y su
inefable contenido (Heinrich von Stein, Die Entstehung
Der Neueren Ästhetik, citado por Harald Høffding en Rousseau,
p. 83).
Estos “movimientos del ánimo”, como los llama Stein, creo yo
que nos capacitan de manera óptima para la comprensión y el disfrute de una
obra de arte extraordinaria, o de un extraordinario paisaje, o de lo que sea
que posea algún tipo de belleza, pero no me parece que sea ese momento de
conmoción interior el más a propósito para producir una obra de arte. Que nos
facilitan la comprensión del arte, y sobre todo el disfrute, no lo niego y lo
afirmo con toda convicción, porque me parece que la única manera de vivenciar
el arte a todo trance pasa por ahí, cuando nuestro ánimo es presa de tales
conmociones —conmociones que se originan por un motivo equis que no se
relaciona en lo más mínimo con la obra de arte que estamos a punto de
percibir—; pero para la producción,
uno tiene que estar sereno y concentrado. No digo frío ni desapasionado, pero
tiene que ser uno dueño de sí para poder crear algo que a los demás conmueva.
Estando el artista conmovido, mejor es que se predisponga a percibir obras
artísticas, y potenciar así su conmoción, en lugar de originarlas. Que disfrute
la conmoción, que disfrute también la comprensión metafísica de la obra que tal
conmoción suscita, y que después, ya despejado y calmoso, se valga del recuerdo
de aquel momento para crear su obra.
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