Se preguntaba Kant, sobre el final de su
vida y a tono con el espíritu de la modernidad, si el género humano, bajo el
aspecto moral, progresaba continuamente. La experiencia le ofrecía datos
inciertos y ambiguos, y en su sentir continuaría de ese modo a menos de poder
mostrarse un hecho que atestiguase la existencia en la naturaleza humana de una
disposición moral, de una propensión hacia el bien. Este hecho creyó
encontrarlo Kant en el entusiasmo general provocado en toda Europa por la
Revolución Francesa:
Esta revolución de un pueblo lleno de
espíritu, que estamos presenciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar,
puede acumular tal cantidad de miseria y de crueldad que un hombre honrado, si
tuviera la posibilidad de llevarla a cabo una segunda vez con éxito, jamás se
decidiría a repetir un experimento tan costoso, y, sin embargo, esta
revolución, digo yo, encuentra en el ánimo de todos los espectadores (que no
están complicados en el juego) una participación
de su deseo rayana en el entusiasmo [enthusiasmus],
cuya manifestación, que lleva aparejado un riesgo, no puede reconocer otra
causa que una disposición moral del género humano (Immanuel Kant, “Si el género
humano se halla en progreso constante hacia mejor” (1798), incluido en Filosofía de la historia, pp. 105-6).
Yo coincido con Kant, y con la modernidad en general, en que
la moral de los pueblos y de los individuos progresa constantemente, en un
sentido estadístico y en gráfico de serrucho, hacia el bien y hacia el amor, y
hace unos años intenté demostrar este juicio de manera más o menos científica,
fracasando en el intento pero no por ello abandonando la hipótesis (véase la
entrada del 21/5/11). Ahora bien; el fenómeno que toma Kant para certificar
esta evolución, y que considera un ejemplo de la disposición moral de la
especie humana, es para mí más bien lo contrario: un ejemplo de la
retrogradación, del regreso a la barbarie. Es verdad que, como dice aquel
eslogan kantiano que tanto se ha popularizado, nada que valga la pena puede
hacerse sin entusiasmo, y que a los revolucionarios franceses el entusiasmo les
sobraba, pero con el solo entusiasmo no se construyen los acontecimientos que
hacen progresar el universo de la ética. Hay entusiasmos y entusiasmos, y el de
los revolucionarios franceses, si bien al principio fue un entusiasmo ingenuo,
terminó por entusiasmar a Robespierre, a Napoleón y a tantos otros, con las
consecuencias que ya conocemos. No, la Revolución Francesa no fue lo que Kant
sospechaba sino lo contrario: una prueba de que aún existe en la naturaleza
humana una disposición hacia la maldad y hacia el egoísmo[1].
[1] "Si algo hemos aprendido desde entonces —comenta Alejandro
Oliveros en alusión al anterior pasaje kantiano—,
es a desconfiar de ese “pueblo lleno de espíritu”, cuyo entusiasmo termina
convertido en apoyo sectario a los más oscuros intereses, como ocurrió en Rusia
y Cuba y ahora sucede en Venezuela. Porque «el sueño de la razón, produce
monstruos»” ("El juicio de Kant", artículo disponible en internet).
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