Sigo criticando conceptos vertidos por
Immanuel Kant, en este caso relacionados con el derecho. “El malhechor —dijo—
debe ser juzgado digno de castigo antes de que se haya pensado en sacar de su
pena alguna utilidad para él o para sus conciudadanos”. Si el Estado o la
sociedad se disolvieran, “debería ser previamente ejecutado hasta el último
asesino que se encontrara en prisión, para que cada cual sufra lo que sus
hechos merecen y la culpa de la sangre no pese sobre el pueblo que no ha
exigido ese castigo” (La metafísica de las costumbres, p. 166). Estas
declaraciones se oponen de plano tanto a la teoría correccional (la pena debe
servir para corregir la conducta futura del encarcelado) como a la teoría de la
intimidación (la pena debe servir como amenaza y aviso a los otros potenciales
delincuentes). Es una reivindicación de la ley del talión, una justificación
legal del instinto de venganza: “Considero el derecho del talión, en cuanto a la forma, como la única
idea determinante a priori (no
tomada de la experiencia [...]) como principio del derecho de castigar” (Kant, Principios metafísicos del derecho,
conclusión). Ya Jesús había dicho que no se debe
devolver mal por mal; Kant lo desestima y se queda con el Antiguo Testamento.
Retrocede.
Distinta, muy distinta, es la opinión de
otro moralista, del francés Jean-Marie Guyau. Según él, lo mejor que podemos
hacer, tanto en favor del criminal como de la sociedad, es intervenir lo menos
posible:
En el fondo, el deseo de ver castigado
al «culpable» parte de un «natural bueno». Se explica, sobre todo, por la
imposibilidad del hombre para permanecer inactivo, indiferente ante un mal
cualquiera; desea intentar algo, tocar la llaga, ya sea para cerrarla o para
aplicarle un revulsivo, y su inteligencia es seducida por esa simetría aparente
que nos ofrece la proporcionalidad del mal moral y el mal físico. No sabe que
es una de esas cosas que vale más no tocar. Los primeros que hicieron
excavaciones en Italia, y que hallaron varias Venus con un brazo o una pierna
de menos, experimentaron esa indignación que nosotros sentimos aún hoy ante una
voluntad mal equilibrada: quisieron reparar el mal, colocar un brazo tomado de
otra parte, añadir una pierna; hoy, más resignados y más tímidos, dejamos las
obras maestras tal cual están, soberbiamente mutiladas; nuestra admiración
hacia las más bellas obras se produce también con algún sufrimiento: pero
preferimos más sufrir que profanar. Este sufrimiento ante un mal, ese
sentimiento de lo irreparable, debemos experimentarlo con mayor fuerza todavía
ante el mal moral. Únicamente la voluntad interior puede corregirse eficazmente
a sí misma, como solo los lejanos creadores de las Venus de mármol podrían
devolverles esos miembros pulidos y blancos que han sido rotos; nosotros
estamos constreñidos a la cosa más dura para el hombre: a aguardar el porvenir.
El progreso definitivo casi no puede provenir más que del interior de los
seres. Los únicos medios que podemos emplear son todos indirectos (la
educación, por ejemplo) (Esbozos de una
moral sin obligación ni sanción, pp. 187-8).
Existe para Guyau una relación inversa entre la
evolución moral de una determinada sociedad y la gravedad de los castigos que
le inflige a sus delincuentes:
Sigamos la marcha de la sanción penal
a través de la evolución de las sociedades. En su origen, el castigo era mucho
más fuerte que la falta, la defensa superaba al ataque. Irritad a una fiera, os
destrozará; atacad a un hombre de mundo, os responderá con un rasgo de ingenio;
injuriad a un filósofo, no os responderá nada. Es la ley de economía de la
fuerza la que produce ese suavizamiento creciente de la sanción penal. El animal
es un resorte groseramente regulado cuya distensión no es siempre proporcional
a la fuerza que la provoca; igual ocurre con el hombre primitivo y también con
la penalidad de los primitivos pueblos. Para defenderse contra un agresor se lo
aplastaba. Más tarde se aperciben de que no hay necesidad de castigar tan
duramente; tratan de que la reacción reflejada sea exactamente proporcional al
ataque; es el período resumido en el precepto: ojo por ojo, diente por diente
--precepto que expresa un ideal todavía infinitamente elevado para los primeros
hombres, un ideal al que, nosotros mismos, hoy día, estamos muy lejos de haber
llegado completamente, aunque lo superemos desde otros puntos de vista. Ojo por
ojo, es la ley física de la igualdad entre la acción y la reacción que debe
regir un organismo perfectamente equilibrado y que funcione de una manera muy
regular. Solo con el tiempo se apercibe el hombre de que no es útil, ni
siquiera para su conservación personal, que la pena infligida sea absolutamente
proporcional al sufrimiento recibido. Tiende, pues, y lo hará cada vez más en
el porvenir, a disminuir la pena; economizará los castigos, las prisiones, las
sanciones de toda clase; son gastos de fuerza social perfectamente inútiles por
cuanto sobrepasan el único fin que lo justifica científicamente: defensa del
individuo y del cuerpo social atacado. Hoy día, se reconoce cada vez más que
hay dos maneras de herir al inocente: 1) herir al que es absolutamente
inocente; 2) herir demasiado al culpable. El rencor mismo, el odio, el espíritu
de venganza, ese empleo tan vano de las facultades humanas, tienden a
desaparecer para dejar lugar a la comprobación del hecho y la búsqueda de los
medios más racionales para impedir que se repita. ¿Qué es el odio? Una simple
forma del instinto de conservación físico, el sentimiento de un peligro siempre
presente en la persona de otro individuo. Si un perro piensa en algún niño
que le ha tirado una piedra, un mecanismo natural de imágenes asocia
actualmente para él a la idea del niño, la acción de arrojar la piedra: he ahí
la cólera y el rechinar de los dientes. El odio ha tenido, pues, su utilidad y
se justifica racionalmente en un estado social poco avanzado: era un precioso
excitante del sistema nervioso y, por intermedio de éste, del muscular. En el
estado social superior, en que el individuo no tiene ya necesidad de defenderse
por sí mismo, el odio no tiene ya sentido. Si uno es robado, se queja a la
policía; si es lastimado, pide indemnización por daños y perjuicios. En nuestra
época ya no hay más quien pueda experimentar odio, fuera de los ambiciosos, los
ignorantes o los tontos (op. cit., pp. 193-4-5).
Excelente pasaje; pero para mí, quien se queja a la
policía o pide indemnización por daños y perjuicios, aunque no llegue a odiar,
igual entra en el rubro de los ambiciosos, los ignorantes y los tontos.
El rasgo distintivo del superhombre del mañana será el de hacer caso omiso a
cualquier emoción que se le presente relacionada con la venganza, o a cualquier
idea que se le presente relacionada con la retribución al daño que se le ha
causado. “Irritad a una fiera, os destrozará; atacad a un hombre de mundo, os
responderá con un rasgo de ingenio; injuriad a un filósofo, no os responderá
nada”. Todos apuntarán, cuando la humanidad madure, a comportarse como el
filósofo, y como este comportamiento es incompatible con cualquier teoría del
derecho y con cualquiera de sus escuelas, habrá que echarlas a todas por la
borda, a las de índole kantiana y también a las otras, y empezar de nuevo. Para
comenzar a construir sobre las ruinas de algo es menester ante todo demoler ese
algo hasta que no quede nada. Si nuestra justicia tuviese al menos uno que otro
principio justo, podríamos construir sobre ella, hacerle agregados a la
construcción original para que crezca como una planta, desde sus raíces. Pero
nuestra planta está ya podrida; preciso es arrancarla de la tierra y plantar
una nueva, una que dé frutos comestibles y no rosas con espinas. Yo y mi amigo
Guyau nos
especializamos en arrancar la malayerba, otros vendrán luego a preparar y
abonar el suelo, más tarde llegarán los que plantarán la semilla y, por fin,
llegarán los nuevos cristianos encargados de regar el árbol naciente. De
regarlo con su sangre si fuera el caso, pero nunca con la sangre de los
criminales.
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