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miércoles, 4 de marzo de 2020

Kant y el castigo a los criminales


Sigo criticando conceptos vertidos por Immanuel Kant, en este caso relacionados con el derecho. “El malhechor —dijo— debe ser juzgado digno de castigo antes de que se haya pensado en sacar de su pena alguna utilidad para él o para sus conciudadanos”. Si el Estado o la sociedad se disolvieran, “debería ser previamente ejecutado hasta el último asesino que se encontrara en prisión, para que cada cual sufra lo que sus hechos merecen y la culpa de la sangre no pese sobre el pueblo que no ha exigido ese castigo” (La metafísica de las costumbres, p. 166). Estas declaraciones se oponen de plano tanto a la teoría correccional (la pena debe servir para corregir la conducta futura del encarcelado) como a la teoría de la intimidación (la pena debe servir como amenaza y aviso a los otros potenciales delincuentes). Es una reivindicación de la ley del talión, una justificación legal del instinto de venganza: “Considero el derecho del talión, en cuanto a la forma, como la única idea determinante a priori (no tomada de la experiencia [...]) como principio del derecho de castigar” (Kant, Principios metafísicos del derecho, conclusión). Ya Jesús había dicho que no se debe devolver mal por mal; Kant lo desestima y se queda con el Antiguo Testamento. Retrocede.
Distinta, muy distinta, es la opinión de otro moralista, del francés Jean-Marie Guyau. Según él, lo mejor que podemos hacer, tanto en favor del criminal como de la sociedad, es intervenir lo menos posible:

En el fondo, el deseo de ver castigado al «culpable» parte de un «natural bueno». Se explica, sobre todo, por la imposibilidad del hombre para permanecer inactivo, indiferente ante un mal cualquiera; desea intentar algo, tocar la llaga, ya sea para cerrarla o para aplicarle un revulsivo, y su inteligencia es seducida por esa simetría aparente que nos ofrece la proporcionalidad del mal moral y el mal físico. No sabe que es una de esas cosas que vale más no tocar. Los primeros que hicieron excavaciones en Italia, y que hallaron varias Venus con un brazo o una pierna de menos, experimentaron esa indignación que nosotros sentimos aún hoy ante una voluntad mal equilibrada: quisieron reparar el mal, colocar un brazo tomado de otra parte, añadir una pierna; hoy, más resignados y más tímidos, dejamos las obras maestras tal cual están, soberbiamente mutiladas; nuestra admiración hacia las más bellas obras se produce también con algún sufrimiento: pero preferimos más sufrir que profanar. Este sufrimiento ante un mal, ese sentimiento de lo irreparable, debemos experimentarlo con mayor fuerza todavía ante el mal moral. Únicamente la voluntad interior puede corregirse eficazmente a sí misma, como solo los lejanos creadores de las Venus de mármol podrían devolverles esos miembros pulidos y blancos que han sido rotos; nosotros estamos constreñidos a la cosa más dura para el hombre: a aguardar el porvenir. El progreso definitivo casi no puede provenir más que del interior de los seres. Los únicos medios que podemos emplear son todos indirectos (la educación, por ejemplo) (Esbozos de una moral sin obligación ni sanción, pp. 187-8).

Existe para Guyau una relación inversa entre la evolución moral de una determinada sociedad y la gravedad de los castigos que le inflige a sus delincuentes:

Sigamos la marcha de la sanción penal a través de la evolución de las sociedades. En su origen, el castigo era mucho más fuerte que la falta, la defensa superaba al ataque. Irritad a una fiera, os destrozará; atacad a un hombre de mundo, os responderá con un rasgo de ingenio; injuriad a un filósofo, no os responderá nada. Es la ley de economía de la fuerza la que produce ese suavizamiento creciente de la sanción penal. El animal es un resorte groseramente regulado cuya distensión no es siempre proporcional a la fuerza que la provoca; igual ocurre con el hombre primitivo y también con la penalidad de los primitivos pueblos. Para defenderse contra un agresor se lo aplastaba. Más tarde se aperciben de que no hay necesidad de castigar tan duramente; tratan de que la reacción reflejada sea exactamente proporcional al ataque; es el período resumido en el precepto: ojo por ojo, diente por diente --precepto que expresa un ideal todavía infinitamente elevado para los primeros hombres, un ideal al que, nosotros mismos, hoy día, estamos muy lejos de haber llegado completamente, aunque lo superemos desde otros puntos de vista. Ojo por ojo, es la ley física de la igualdad entre la acción y la reacción que debe regir un organismo perfectamente equilibrado y que funcione de una manera muy regular. Solo con el tiempo se apercibe el hombre de que no es útil, ni siquiera para su conservación personal, que la pena infligida sea absolutamente proporcional al sufrimiento recibido. Tiende, pues, y lo hará cada vez más en el porvenir, a disminuir la pena; economizará los castigos, las prisiones, las sanciones de toda clase; son gastos de fuerza social perfectamente inútiles por cuanto sobrepasan el único fin que lo justifica científicamente: defensa del individuo y del cuerpo social atacado. Hoy día, se reconoce cada vez más que hay dos maneras de herir al inocente: 1) herir al que es absolutamente inocente; 2) herir demasiado al culpable. El rencor mismo, el odio, el espíritu de venganza, ese empleo tan vano de las facultades humanas, tienden a desaparecer para dejar lugar a la comprobación del hecho y la búsqueda de los medios más racionales para impedir que se repita. ¿Qué es el odio? Una simple forma del instinto de conservación físico, el sentimiento de un peligro siempre presente en la persona de otro individuo. Si un perro piensa en algún niño que le ha tirado una piedra, un mecanismo natural de imágenes asocia actualmente para él a la idea del niño, la acción de arrojar la piedra: he ahí la cólera y el rechinar de los dientes. El odio ha tenido, pues, su utilidad y se justifica racionalmente en un estado social poco avanzado: era un precioso excitante del sistema nervioso y, por intermedio de éste, del muscular. En el estado social superior, en que el individuo no tiene ya necesidad de defenderse por sí mismo, el odio no tiene ya sentido. Si uno es robado, se queja a la policía; si es lastimado, pide indemnización por daños y perjuicios. En nuestra época ya no hay más quien pueda experimentar odio, fuera de los ambiciosos, los ignorantes o los tontos (op. cit., pp. 193-4-5).

Excelente pasaje; pero para mí, quien se queja a la policía o pide indemnización por daños y perjuicios, aunque no llegue a odiar, igual entra en el rubro de los ambiciosos, los ignorantes y los tontos. El rasgo distintivo del superhombre del mañana será el de hacer caso omiso a cualquier emoción que se le presente relacionada con la venganza, o a cualquier idea que se le presente relacionada con la retribución al daño que se le ha causado. “Irritad a una fiera, os destrozará; atacad a un hombre de mundo, os responderá con un rasgo de ingenio; injuriad a un filósofo, no os responderá nada”. Todos apuntarán, cuando la humanidad madure, a comportarse como el filósofo, y como este comportamiento es incompatible con cualquier teoría del derecho y con cualquiera de sus escuelas, habrá que echarlas a todas por la borda, a las de índole kantiana y también a las otras, y empezar de nuevo. Para comenzar a construir sobre las ruinas de algo es menester ante todo demoler ese algo hasta que no quede nada. Si nuestra justicia tuviese al menos uno que otro principio justo, podríamos construir sobre ella, hacerle agregados a la construcción original para que crezca como una planta, desde sus raíces. Pero nuestra planta está ya podrida; preciso es arrancarla de la tierra y plantar una nueva, una que dé frutos comestibles y no rosas con espinas. Yo y mi amigo Guyau nos especializamos en arrancar la malayerba, otros vendrán luego a preparar y abonar el suelo, más tarde llegarán los que plantarán la semilla y, por fin, llegarán los nuevos cristianos encargados de regar el árbol naciente. De regarlo con su sangre si fuera el caso, pero nunca con la sangre de los criminales.

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