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lunes, 4 de julio de 2011

Filosofía y retórica (parte I)

¿Qué es la retórica? Según el diccionario de la Real Academia Española, es “el arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover”. Sentado esto, yo me pregunto: ¿hay lugar para la retórica dentro de la filosofía escrita? ¿Es inmoral valerse de ella, puesto que se estaría utilizando “el arte de bien decir”, en lugar de la fría lógica, para convencer a los lectores?
¿Qué es lo que buscan los escritos de filosofía? Están, en primer término, los escritos que lo único que pretenden es ayudar al pensador a discurrir, que facilitan sus discernimientos. Estos escritos no se conciben para la publicación, y por ende la retórica no tiene aquí sentido, como no lo tiene –o no lo debería tener-- dentro de nuestros cerebros mientras pensamos. Pero los pensadores que así escriben son los menos, o en todo caso no nos interesa en este momento este tipo de material, sino aquel material que se concibe para la publicación. Un escrito de filosofía que se publica tiene el objetivo prioritario de persuadir, y en filosofía se persuade, fundamentalmente, mediante la lógica, pero no exclusivamente, en tanto y en cuanto no es la filosofía una ciencia exacta. La lógica es el armazón necesario de toda filosofía sana, pero la filosofía que busca persuadir al lector debe utilizar, además de la lógica, la retórica, pues como decía Novalis, “la poesía es una parte de la técnica filosófica”. Y una parte importantísima. Platón, sin su retórica, jamás habría llegado a persuadir a tanta gente.
Lo que busca el pensador filosófico es llegar a la verdad. Pero una vez que llega, o mejor dicho, que cree haber llegado a algún tipo de verdad, absoluta o relativa, lo que generalmente desea es persuadir al mundo, publicitar esta buena nueva a los cuatro vientos para que todos la comprendan. Descartes coincidiría conmigo en este punto, pero entendería que para dar a publicidad sus ideas filosóficas la retórica no sirve, puesto que las bastardea:

Vale sin duda más no estudiar nunca, que ocuparse de objetos de tal manera difíciles, que no pudiendo distinguirse en ellos lo verdadero de lo falso, nos obliguen a admitir por cierto lo que es dudoso, pues que en este estudio menos debe esperarse el acrecentamiento que el menoscabo del saber. Rechazamos, pues, por esta regla todos los conocimientos que sólo son probables, y elevamos a principio que no debemos entregarnos sino a los que son ciertos y de los cuales no es posible dudar (Reglas para la dirección de la mente, regla II).

¿Y qué tipos de conocimientos son aquellos que revisten la categoría de indubitables? Pues los de la lógica formal y las matemáticas, y nada más. Es en estas ciencias puras en donde la retórica no tiene lugar: o entendemos lo que se nos dice, o no lo entendemos. Nadie va a comprender mejor el teorema de Pitágoras por el hecho de que alguien se lo enuncie bajo la forma de un soneto. Pero Descartes suponía que la filosofía toda debía manejarse more geometrico:

Siempre que dos hombres formulan sobre la misma cosa juicios contrarios, es seguro que uno u otro se engaña; mas aún, me parece que ninguno de ellos conoce la verdad, porque si las razones del uno fuesen ciertas y evidentes, podría exponerlas al otro de tal suerte que acabaría por convencerle igualmente.

De aquí se deduce que si un hombre dice que Dios existe y otro dice que no, ninguno de ellos conoce verdaderamente la existencia o no existencia de la divinidad. ¡Y por supuesto que es así! No conocen la verdad, o mejor dicho no están seguros de conocerla, porque la existencia o no existencia de Dios no se les impone a sus espíritus con el rigor lógico de una deducción matemática[1]. Está en el corazón mismo del análisis filosófico el no estar nunca seguros de lo que se dice. Si lo estamos, ya dejamos de ser pensadores filosóficos para meternos a lógicos o matemáticos.
En filosofía, pensar y dudar es todo un mismo proceso. Y la duda, en el caso del lector, sólo puede disminuirse penetrando en las deducciones que el escritor ensaya y simpatizando a su vez con él, y la misión del escritor filosófico es esa, deducir correctamente, pero matizar a su vez esas deducciones con buena retórica para que el lector no se aburra o atemorice ante tanta lógica desnuda y a la intemperie. Nuestro cuerpo se sostiene por el esqueleto, pero un esqueleto andando sin piel, sin carne y sin todo lo que lo recubre causa espanto.
¿Es esto engañar al lector? De ninguna manera, mientras el escritor permanezca fiel a las deducciones que su mente le ha trazado. La retórica no se usa para filosofar, sino para aderezar una filosofía previamente masticada, rumiada y recontrarrumiada, muy desagradable a la vista, al tacto y al gusto de aquellos que no la prepararon pero que están deseosos de alimentarse con ella. ¿Quién condenará a este escritor por agregar un poco de azúcar, pimienta y sal a su bolo alimenticio y hacer con él unos buñuelos perfectamente apetecibles? Al fin y al cabo el condimento de buena calidad, en su justa sazón y medida, además de condimentar nutre y fortifica. El lector que desprecia el aderezo –un lector que admiro, por cierto— ya tiene en Aristóteles, en Descartes, en Spinoza y en tantos otros la dura y sosa polenta que requiere. Yo no escribo para él, sino para un lector de menor calidad intelectual tal vez, pero amante del arte y la ciencia en iguales partes, y que potencia su disfrute cuando estas dos colosales y excelsas manifestaciones del acontecer humano se mixturan y presentan en un solo envase. Esclarecer, sí, pero también conmover. O conmover esclareciendo; el orden de los factores no altera el producto culturoso.

[1] Según Descartes, sí: “Lo que ha sido objeto de revelación divina es más cierto que cualquier otro conocimiento: la fe […] no es un acto del espíritu o la mente, sino de la voluntad” (Ibíd., regla III).

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