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miércoles, 6 de julio de 2011

Filosofía y retórica (parte II)


Abro el libro Los fundamentos de la Retórica de Antonio López y leo desde el capítulo 1, sección 5:

La Retórica, la buena Retórica, es consustancial con la democracia y el estado de derecho, pues sólo en esas condiciones políticas el orador no está solo, sino que cuenta con oponentes y es un tercero quien decide entre su opción y las de los demás.

Lo que sugiere López es que la buena retórica debería ser consustancial con la forma de gobierno denominada democracia, pero la realidad nos indica que en la inmensa mayoría de los casos no es la buena sino la mala retórica la que dirige los discursos políticos de los que gobiernan y, en menor grado, de los que aspiran a gobernar.


¿Por qué sucede que la democracia, cuando está enmarcada en un sistema económico capitalista y tercermundista, no puede valerse de la buena retórica para medrar y auxiliar al pueblo de un modo cabal en la consecución de sus necesidades materiales? Porque la buena retórica es aquella que prioriza la lógica como centro de su estructura, aquella que busca, como dice López, “convertir en persuasivo todo discurso que nosotros tengamos por verdadero” (Ibíd., 4, 11), y lo que suele suceder es que aquellos políticos que intentan esta conversión con la mayor honestidad no logran realizarla, porque carecen de los medios adecuados para ello. La democracia de hoy, en los países del tercer mundo como el mío, es un mero sistema títere de las grandes corporaciones y de los monopolios económicos cuya única finalidad prioritaria es esquilmar al pueblo de la manera más acabada posible --aunque sin apelar a la violencia y a la estafa explícitas para evitar levantamientos. Aquel político ansioso de justicia social que pretendiera llegar al poder para poner las cosas en su lugar, sería acallado, no con un tiro en la cabeza o haciéndolo desaparecer como se estilaba años atrás, sino de un modo políticamente inteligente: se lo priva de los medios de comunicación necesarios para que su buena retórica llegue al corazón de la gente. En un sistema económico capitalista, los medios de difusión masivos son, sin excepciones, capitalistas, y nadie es tan loco como para tirarse tierra a sí mismo y enterrarse solo. La retórica de quienes defienden este sistema económico no está estructurada, como la buena retórica, alrededor de un esqueleto lógico bien definido, sino que es una retórica abogadesca, dedicada solamente a defender ciertos principios-bandera a como dé lugar, apelando fundamentalmente a la emoción y teniendo como aliados imprescindibles la ignorancia y el atrofiamiento intelectual del pueblo, que no pudiendo discernir en el discurso de sus gobernantes qué parte corresponde a la verdad o se acerca a ella y qué parte se le opone, se deja seducir por una dialéctica vacía de contenido o con contenido espurio. Atentos a la devastación de la verdad, los políticos utilizan en prácticamente todos los casos el discurso hablado y evitan el discurso escrito, porque en el discurso hablado existe algo fundamental a la hora del engaño: la entonación. Un hábil entonador puede convencer a la masa casi de cualquier cosa. La improvisación oral es el arma predilecta del mal retórico, del retórico sin lógica, pero aun valiéndose de un discurso previamente escrito, el hecho de leerlo en público y de darle la entonación adecuada ya es bastante para dar comienzo al engaño, engaño que no sería factible si ese mismo discurso se publicara en papel prensa. Y es que amén de la entonación[1], el acto de pensar, el discernimiento, requiere tiempo, tiempo que no nos ofrece el orador y sí el discurso escrito. La mentira se ornamenta para la ocasión y pasa de largo en la oratoria, mientras que, por muy adornada que se presente, leyéndola podemos detenernos en ella cuanto tiempo queramos y analizarla una y otra vez para descubrirla.
Dice Aristóteles:

La expresión apropiada presta probabilidad a lo que se dice, porque lleva a los ánimos a la falsa conclusión de que uno está diciendo la verdad […], de modo tal que creen que los hechos son como uno los cuenta, aunque no lo sean, ya que el oyente se solidariza siempre con el que habla con sentimiento, aunque no diga nada de provecho. Por eso muchos impresionan a sus oyentes sobre la base del alboroto (Retórica, 1408a, 20).

¿Hacen falta ejemplos? Adolfo Hitler, y está todo dicho.
Llego entonces a la conclusión de que la buena retórica huye del discurso hablado, en especial de la improvisación, como si de una peste se tratara, y se refugia en el discurso escrito, porque el discurso hablado es sinónimo de manipulación. ¡Cuánto ganaría la justicia ordinaria si los abogados, en vez de ofrecer sus alegatos a voz en cuello, tuviesen que transcribirlos en una hoja para que una voz computarizada los leyera! Y bien dice Aristóteles en un esclarecido pasaje de su Retórica (1355a) que el filósofo debe ser capaz de convencer a un auditorio de una proposición y a otro auditorio de la proposición contraria, no para utilizar, ciertamente, esta cualidad como la utilizan los políticos y los abogados, sino para estar entrenado y saber detectar estos engaños cuando se presentan ante sus ojos y fundamentalmente ante sus oídos.

Nombré recién a Hitler, y cierro con él esta argumentación retórica en favor de la retórica escrita y en contra de la hablada: escúchense primero los discursos de Hitler, si es posible acompañados por una multitud enardecida que los escucha junto a nosotros, y luego léase Mi lucha serenamente sentados frente a un escritorio y en completo silencio. Comprendo y disculpo a quien se convierta al nazismo en el primero de los casos, pero sólo a un retrasado mental puede persuadir este demonio con la pluma.
La mentira, dicen, tiene patas cortas, lo cual es mentira, a menos que la mentira se vista con letras de molde.
[1] Entonación que los buenos políticos y los buenos abogados acompañan, como enseña Cicerón (De Oratore, libro III), con una correcta gesticulación, propia del más expresivo de los actores.

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