La retórica ¿busca persuadir o convencer? En el habla común se da por sentado que estos dos vocablos significan lo mismo, pero no es así en la jerga filosófica. Kant, por ejemplo, postula una fundamental diferencia entre ambos términos:
El tener algo por verdadero es un acontecimiento de nuestro entendimiento, y puede basarse en fundamentos objetivos, pero requiere también causas subjetivas en el psiquismo del que formula el juicio. Cuando éste es válido para todo ser que posea razón, su fundamento es objetivamente suficiente, y, en este caso, el tener por verdadero se llama convicción. Si sólo se basa en la índole especial del sujeto, se llama persuasión. La persuasión es una mera apariencia, ya que el fundamento del juicio, fundamento que únicamente se halla en el sujeto, se toma por objetivo. […] Sólo puedo afirmar –es decir, formular como juicio necesariamente válido para todos-- lo que produce convicción. La persuasión puedo conservarla para mí, si me siento a gusto con ella, pero no puedo ni debo pretender hacerla pasar por válida fuera de mí (Crítica de la razón pura, B 848, 849 y 850).
Si damos crédito a este punto de vista, tenemos que descartar toda persuasión como algo engañoso, como algo que no se corresponde con la realidad objetiva, o que se corresponde por casualidad y sin ningún fundamento racional. Y asimismo, de lo único que puedo estar convencido fehacientemente es de lo mismo que ya está convencida toda la humanidad pensante, lo que deja muy mal parada cualquier propedéutica filosófica que quiera incursionar más allá del ámbito de la lógica y de las ciencias exactas: intentar convencer al oyente o al lector no tiene sentido, pues ya viene convencido de antemano, y tampoco es lícito persuadirlo, pues mi persuasión es una mera apariencia de conocimiento.
El tener algo por verdadero es un acontecimiento de nuestro entendimiento, y puede basarse en fundamentos objetivos, pero requiere también causas subjetivas en el psiquismo del que formula el juicio. Cuando éste es válido para todo ser que posea razón, su fundamento es objetivamente suficiente, y, en este caso, el tener por verdadero se llama convicción. Si sólo se basa en la índole especial del sujeto, se llama persuasión. La persuasión es una mera apariencia, ya que el fundamento del juicio, fundamento que únicamente se halla en el sujeto, se toma por objetivo. […] Sólo puedo afirmar –es decir, formular como juicio necesariamente válido para todos-- lo que produce convicción. La persuasión puedo conservarla para mí, si me siento a gusto con ella, pero no puedo ni debo pretender hacerla pasar por válida fuera de mí (Crítica de la razón pura, B 848, 849 y 850).
Si damos crédito a este punto de vista, tenemos que descartar toda persuasión como algo engañoso, como algo que no se corresponde con la realidad objetiva, o que se corresponde por casualidad y sin ningún fundamento racional. Y asimismo, de lo único que puedo estar convencido fehacientemente es de lo mismo que ya está convencida toda la humanidad pensante, lo que deja muy mal parada cualquier propedéutica filosófica que quiera incursionar más allá del ámbito de la lógica y de las ciencias exactas: intentar convencer al oyente o al lector no tiene sentido, pues ya viene convencido de antemano, y tampoco es lícito persuadirlo, pues mi persuasión es una mera apariencia de conocimiento.
El genio de Königsberg no ha sabido ayudarnos en este trance, más bien ha complicado la cosa. Refugiémonos entonces en algunas definiciones menos pretenciosas y más productivas. Persuadir, dicen los pragmáticos, es un arte o una ciencia superior al convencer, porque persuadir significa mover a la acción, mientras que quien convence sólo inserta una idea en la mente del otro, sin que dicha idea tenga todavía poder sobre su voluntad. Así, yo puedo estar convencido de que masticar con lentitud es beneficioso para mi fisiología y sin embargo no hacerlo, porque mi convencimiento no llegó hasta la persuasión. Los racionalistas, en cambio, opinan que la convicción es preferible a la persuasión, justamente porque no pide acción sino conocimiento. La convicción sería el paso previo y necesario a la persuasión racional; el persuadir sin convencer sería posible, pero sin intermediación del raciocinio: gritándole, persuadimos a nuestro perro de que se siente a nuestro lado, o persuadimos a un hipnotizado, sin que comprenda nada, de que debe hacer tal o cual cosa.
Yo adoptaré, de aquí en adelante, la diferenciación propuesta por Chaïm Perelman, que no se basa en la distinción objetividad-subjetividad del conocimiento que propone Kant ni en la subordinación de la persuasión racional respecto de la convicción. Nosotros
nos proponemos llamar persuasiva a la argumentación que sólo pretende servir para un auditorio particular, y nominar convincente a la que se supone que obtiene la adhesión de todo ente de razón (Tratado de la argumentación, 6).
El político busca persuadir, porque se dirige a los electores de su distrito y sólo a ellos; el publicista busca persuadir, porque se dirige a los potenciales compradores de tal producto o servicio y sólo a ellos. El escritor filosófico, en cambio, busca convencer, porque sus argumentos tienen que ser aceptados por cualquier ser pensante y en cualquier tiempo y lugar. Tanto el político como el publicista utilizan la lógica (además de la estética y la emotividad) para procurar insertar un juicio de valor en las mentes del auditorio con el propósito de que dicho juicio de valor active una acción, a saber, el votarlo, en el caso del político, o el comprar el producto que el publicista recomienda. El escritor filosófico no se cuida tanto de sugerir comportamientos como de establecer paradigmas que, según las circunstancias temporales o espaciales, podrán aplicarse de diferente manera. Si nos la pasamos sugiriendo en nuestros escritos que “se debe hacer” tal cosa o se debe dejar de hacer tal otra, ya dejamos de ser pensadores filosóficos para ingresar al terreno de la política o la publicidad, pues nos estaremos dirigiendo por fuerza a una platea reducida y nuestro interés estará centrado en un resultado pragmático y no en una toma de conciencia universal que redundará, sí, en pragmatismo y en acciones, pero sólo como consecuencia directa del esclarecimiento intelectual de las masas, que necesitan razones encadenadas o juicios intuitivos avalados con el ejemplo y nunca órdenes o imperativos[1]. Este principio tiene cuatro excepciones, que corresponden a cada una de las cuatro virtudes cardinales que yo postulo. Los únicos imperativos pragmáticos que un pensador filosófico, en tanto que tal, puede prescribir al auditorio universal entero, sin distinción de razas, credos, nivel cultural, inserción social futurista o arcaica, etc., son los siguientes: 1) Utiliza tu bondad con discernimiento y discriminación, midiendo siempre sus posibles consecuencias; 2) sé veraz siempre y en toda circunstancia, excepto si con tu veracidad delatas a un tercero y pones en riesgo su salud física o espiritual; 3) cultiva la inteligencia trascendente en mayor medida que la inteligencia utilitaria; 4) procura crear una o varias obras de arte. Estos cuatro mandatos –tres de los cuales aparecen bastante difusos respecto de su implementación, siendo sólo el de la veracidad completamente inteligible y “fácil” de aplicar--, si es que se corresponden con la realidad ética objetiva o más o menos se le acercan, podrán y deberán ser aceptados por cualquier ente de razón en cualquier época y lugar, pero hasta aquí llegan las imposiciones. Cualquier otro “deber” estaría de más, no porque implique un juicio falso, sino porque dicho deber estaría circunscrito a una persona o grupo de personas y no a la totalidad de los entes racionales. Un pensador que aconseja “debes hacer tal cosa, no porque te beneficiarás con ello, sino porque la ética lo pide”, no está mintiendo necesariamente, a menos que dicho consejo aspire a ser universal y no esté subsumido en alguno de los cuatro casos antedichos. Pero si el concejo no tiene pretensiones universalistas, sino que va dirigido a unos pocos elegidos, ahí se intenta persuadir y no convencer, y el juicio, verdadero o falso, deja de pertenecer al ámbito de la filosofía.
Yo adoptaré, de aquí en adelante, la diferenciación propuesta por Chaïm Perelman, que no se basa en la distinción objetividad-subjetividad del conocimiento que propone Kant ni en la subordinación de la persuasión racional respecto de la convicción. Nosotros
nos proponemos llamar persuasiva a la argumentación que sólo pretende servir para un auditorio particular, y nominar convincente a la que se supone que obtiene la adhesión de todo ente de razón (Tratado de la argumentación, 6).
El político busca persuadir, porque se dirige a los electores de su distrito y sólo a ellos; el publicista busca persuadir, porque se dirige a los potenciales compradores de tal producto o servicio y sólo a ellos. El escritor filosófico, en cambio, busca convencer, porque sus argumentos tienen que ser aceptados por cualquier ser pensante y en cualquier tiempo y lugar. Tanto el político como el publicista utilizan la lógica (además de la estética y la emotividad) para procurar insertar un juicio de valor en las mentes del auditorio con el propósito de que dicho juicio de valor active una acción, a saber, el votarlo, en el caso del político, o el comprar el producto que el publicista recomienda. El escritor filosófico no se cuida tanto de sugerir comportamientos como de establecer paradigmas que, según las circunstancias temporales o espaciales, podrán aplicarse de diferente manera. Si nos la pasamos sugiriendo en nuestros escritos que “se debe hacer” tal cosa o se debe dejar de hacer tal otra, ya dejamos de ser pensadores filosóficos para ingresar al terreno de la política o la publicidad, pues nos estaremos dirigiendo por fuerza a una platea reducida y nuestro interés estará centrado en un resultado pragmático y no en una toma de conciencia universal que redundará, sí, en pragmatismo y en acciones, pero sólo como consecuencia directa del esclarecimiento intelectual de las masas, que necesitan razones encadenadas o juicios intuitivos avalados con el ejemplo y nunca órdenes o imperativos[1]. Este principio tiene cuatro excepciones, que corresponden a cada una de las cuatro virtudes cardinales que yo postulo. Los únicos imperativos pragmáticos que un pensador filosófico, en tanto que tal, puede prescribir al auditorio universal entero, sin distinción de razas, credos, nivel cultural, inserción social futurista o arcaica, etc., son los siguientes: 1) Utiliza tu bondad con discernimiento y discriminación, midiendo siempre sus posibles consecuencias; 2) sé veraz siempre y en toda circunstancia, excepto si con tu veracidad delatas a un tercero y pones en riesgo su salud física o espiritual; 3) cultiva la inteligencia trascendente en mayor medida que la inteligencia utilitaria; 4) procura crear una o varias obras de arte. Estos cuatro mandatos –tres de los cuales aparecen bastante difusos respecto de su implementación, siendo sólo el de la veracidad completamente inteligible y “fácil” de aplicar--, si es que se corresponden con la realidad ética objetiva o más o menos se le acercan, podrán y deberán ser aceptados por cualquier ente de razón en cualquier época y lugar, pero hasta aquí llegan las imposiciones. Cualquier otro “deber” estaría de más, no porque implique un juicio falso, sino porque dicho deber estaría circunscrito a una persona o grupo de personas y no a la totalidad de los entes racionales. Un pensador que aconseja “debes hacer tal cosa, no porque te beneficiarás con ello, sino porque la ética lo pide”, no está mintiendo necesariamente, a menos que dicho consejo aspire a ser universal y no esté subsumido en alguno de los cuatro casos antedichos. Pero si el concejo no tiene pretensiones universalistas, sino que va dirigido a unos pocos elegidos, ahí se intenta persuadir y no convencer, y el juicio, verdadero o falso, deja de pertenecer al ámbito de la filosofía.
[1] Esto en cuanto a la filosofía práctica, pero también está la filosofía teórica, que busca convencimientos cuya naturaleza no sugiere al convencido ningún tipo de acto o acción (verdades de orden cosmológico, epistemológico, etc.).
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