La hipótesis que sostienen Max Horkheimer y Theodor Adorno en su Dialéctica del iluminismo es la de que la misma concepción iluminista de la vida, que comenzó allá por el siglo XVIII y se hace fuerte en nuestros días, es la responsable de la debacle moral del mundo contemporáneo y del mayor paradigma de esta debacle: el movimiento nazi.
No tenemos ninguna duda –y es nuestra petición de principio-- respecto a que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento iluminista. Pero consideramos haber descubierto con igual claridad que el concepto mismo de tal pensamiento, no menos que las formas históricas concretas y las instituciones sociales a las que se halla estrechamente ligado, implican ya el germen de la regresión que hoy se verifica por doquier. Si el iluminismo no acoge en sí la conciencia de este momento regresivo, firma su propia condena (ibíd., p. 9).
El problema radica, según estos autores, en que a partir del siglo de las luces se ha comenzado a utilizar a la razón únicamente a modo de instrumento para lograr dominar a la naturaleza (razón instrumental), olvidándose por completo el hombre de que la razón tiene otras misiones mucho más importante que cumplir. “Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es la forma de utilizarla para lograr el dominio integral de la naturaleza y de los hombres” (ibíd., pp. 16-7). Se comienza dominando a la naturaleza para luego, por inercia, dominar también a los seres que la habitan, humanos incluidos. Pero yo me pregunto, ¿es esta utilización de la inteligencia o de la razón como mero instrumento la que nos ha llevado a la decadencia ética que hoy experimenta el mundo civilizado? Ha contribuido, sin duda, a la debacle, pero ésta no se habría producido de la manera en que se produjo de no ser por otro factor, este sí fundamental y detonante: el descrédito de la metafísica, que se viene produciendo, en el ámbito de la filosofía, desde hace varios siglos, habiendo comenzado con el Renacimiento y habiéndose patentizado con sobrada fuerza a partir del positivismo. Y como la filosofía que impera en una determinada época y lugar a la postre termina indefectiblemente filtrándose hacia las masas, las que tienden a identificarse (conciente o inconcientemente) con ese pensamiento que les llega desde arriba, el descrédito de la metafísica ha concluido con el descrédito de la (hasta entonces, prácticamente universal) idea de Dios, trasmutada en la idea del azar; y muerto Dios, muertas aparecen también las concepciones de los valores éticos absolutos que en Él se apoyaban. Si la bondad ya no existe por sí misma, con independencia de los hombres, entonces ya no tiene sentido perseguirla. ¿Qué perseguiremos en su reemplazo? El propio interés, desde luego (y este es el verdadero origen, diga Max Weber lo que quiera, de la proliferación del capitalismo salvaje), o el mero placer sensitivo para las personas de menor rango intelectual. He aquí el signo, la causa, el quid del materialismo y del desprecio por el prójimo reinantes en esta desconsoladora época.
No tenemos ninguna duda –y es nuestra petición de principio-- respecto a que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento iluminista. Pero consideramos haber descubierto con igual claridad que el concepto mismo de tal pensamiento, no menos que las formas históricas concretas y las instituciones sociales a las que se halla estrechamente ligado, implican ya el germen de la regresión que hoy se verifica por doquier. Si el iluminismo no acoge en sí la conciencia de este momento regresivo, firma su propia condena (ibíd., p. 9).
El problema radica, según estos autores, en que a partir del siglo de las luces se ha comenzado a utilizar a la razón únicamente a modo de instrumento para lograr dominar a la naturaleza (razón instrumental), olvidándose por completo el hombre de que la razón tiene otras misiones mucho más importante que cumplir. “Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es la forma de utilizarla para lograr el dominio integral de la naturaleza y de los hombres” (ibíd., pp. 16-7). Se comienza dominando a la naturaleza para luego, por inercia, dominar también a los seres que la habitan, humanos incluidos. Pero yo me pregunto, ¿es esta utilización de la inteligencia o de la razón como mero instrumento la que nos ha llevado a la decadencia ética que hoy experimenta el mundo civilizado? Ha contribuido, sin duda, a la debacle, pero ésta no se habría producido de la manera en que se produjo de no ser por otro factor, este sí fundamental y detonante: el descrédito de la metafísica, que se viene produciendo, en el ámbito de la filosofía, desde hace varios siglos, habiendo comenzado con el Renacimiento y habiéndose patentizado con sobrada fuerza a partir del positivismo. Y como la filosofía que impera en una determinada época y lugar a la postre termina indefectiblemente filtrándose hacia las masas, las que tienden a identificarse (conciente o inconcientemente) con ese pensamiento que les llega desde arriba, el descrédito de la metafísica ha concluido con el descrédito de la (hasta entonces, prácticamente universal) idea de Dios, trasmutada en la idea del azar; y muerto Dios, muertas aparecen también las concepciones de los valores éticos absolutos que en Él se apoyaban. Si la bondad ya no existe por sí misma, con independencia de los hombres, entonces ya no tiene sentido perseguirla. ¿Qué perseguiremos en su reemplazo? El propio interés, desde luego (y este es el verdadero origen, diga Max Weber lo que quiera, de la proliferación del capitalismo salvaje), o el mero placer sensitivo para las personas de menor rango intelectual. He aquí el signo, la causa, el quid del materialismo y del desprecio por el prójimo reinantes en esta desconsoladora época.
Las masas no leen filosofía, pero se empapan de ella a través de sus poros sin siquiera notarlo. Todas las mañanas se dan un baño de filosofía contemporánea ni bien leen el diario, encienden la televisión o conversan con sus vecinos. Pero este baño de filosofía, ¿es higiénico? Pues eso dependerá del líquido elemento que utilicen para hidratarse. Y ahí está el problema, porque las aguas filosóficas con la que hoy se acicala Occidente distan mucho de asemejarse a las de un arroyo cristalino. Se parecen, más bien, a las empetroladas aguas de Riachuelo. Y así anda nuestra gente, impermeabilizada de pies a cabeza y con sus poros axiológicos bien tapados.
¿Y será imposible limpiar de una vez el Riachuelo? Muchos lo han prometido, ninguno lo ha logrado. Pero no perdamos las esperanzas. Algunas grúas siguen trabajando allí, y de vez en cuando logran pescar el oxidado esqueleto de alguno de los viejos barcos hundidos que todavía siguen emponzoñando la cuenca.
No voy a analizar en profundidad su entrada, sólo quiero hacer una anotación sobre el punto que más me llama la atención. Para usted (o para Horkheimer o Adorno, según su interpretación), la razón consiste en la facultad de comprender los acontecimientos e idear una manera de controlarlos para obtener un provecho o beneficio. Considera que esto es negativo porque lleva a que unos hombres tomen a otros hombres para someterlos y controlarlos. Dos cosas quiero decir al respecto. Mucho antes de que el concepto de razón adquiriera el significado que alcanzó en el iluminismo, ya los hombres buscaban el dominio de la naturaleza y de otros hombres. Así que, dificilmente podrá atribuirse a la razón sola el hecho de que sucedan barbaries como el holocausto nazi. Además, leyendo un poco de historia, no solo la de Europa, puede uno sorprenderse con la cantidad de formas en que los hombres sometían y trataban a otros hombres una vez lo lograban. Por otro lado, cuando dos bandos contrarios, digamoslo así, calculadores ambos, instrumentalistas, racionalistas (en el sentido en que usted le da) entran en confrontación, lo más probable es que lleguen a una negociación o un pacto en algún momento si estiman que dicha confrontación les está trayendo costos muy grandes. Así, pues, la razón instrumental al servicio de ciertos intereses puede conducir a un estado de paz y civilización no por alguna moral o ética, sino por la lógica y la dinámica misma que impone la igualdad o equivalencia de poderes.
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