Voltaire era perfectamente consciente de que sus
opiniones políticas y religiosas eran subversivas para la época, y si bien fue
dos veces encarcelado en la Bastilla, siempre se cuidó de no poner en
riesgo su vida por culpa de sus ideas. "Soy un amigo sincero de la verdad,
pero no aspiro a la palma del martirio", le escribió en cierta oportunidad
a su amigo D'Alembert, y en ocasión de publicarse su Diccionario filosófico, le comentó a este mismo personaje:
"Tan pronto como se presente el menor peligro, os ruego encarecidamente
que me lo aviséis para que, con mi honradez e inocencia acostumbradas,
desautorice la obra en todos los periódicos" (citado por David Strauss en ibíd., p. 149). Sin embargo, no voy a
caer aquí sobre Voltaire, porque a mí (contrariamente, por ejemplo, a lo que
opinaba Unamuno) me interesan mucho más las ideas que carga una persona que la
persona misma, y si para continuar cargando esas ideas hace falta escudarse en
el anonimato o redondamente negarlas (como Galileo), bienvenida sea la
estratagema, siempre y cuando continuemos fogoneándolas desde la furtividad.
Continúa, pues, Voltaire bien parado en este respecto, y también yo, que si
bien carezco de popularidad, desde hace tiempo firmo con un seudónimo que
mantiene a mi persona de carne y hueso relativamente al margen de cualquier
disputa propiciada por los infaltables intolerantes.
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