Si el libre albedrío
significa tanto para nosotros, debe ser porque no tenerlo sería terrible y
porque puede haber razones para dudar de su existencia (Daniel Dennett, La libertad de acción, p. 18).
No tenerlo, o mejor
dicho, tener la certeza de no tenerlo, no sólo no sería terrible sino que nos
haría participar de lo sublime que mora en lo eterno. Y eso de que "puede
haber razones para dudar de su existencia" es muy tibio: hay muchísimas razones,
o si se quiere infinitas razones, y sobre todo muchísimas (o infinitas)
intuiciones, que nos sugieren que la libertad de acción es una quimera.
Tenemos experiencia de
cosas que son indiscutiblemente horribles y tememos que algunas de ellas
constituyan nuestro destino; por eso, nos asusta la falta de libre albedrío (ibíd., p. 18).
Precisamente: el
libre albedrío les interesa sólo a los cagones. El estoicismo, la resignación
ante lo inevitable, muestra, en la otra punta, el grado de valentía de una persona.
Las cárceles son
horribles. Hay que evitar las cárceles. El que no lo entiende así no es uno de
los nuestros (p. 20).
Sí, las cárceles son
horribles. Pero ¿no son los partidarios del libre albedrío, con su sentido de
la responsabilidad a cuestas, los que más se preocupan por encarcelar a todos
esos criminales que "por propia voluntad" "eligen" ser
idiotas e infelices? Las cárceles son horribles, por eso el determinista las
desdeña mientras que el albedrista, el supuesto ideólogo de la libertad, las
necesita para acomodar en ellas, sin piedad ninguna, a las piezas sueltas que
nunca encajan en su sistema.
Nozick escribe: «Sin
libre arbitrio nos sentimos disminuidos, meros juguetes de fuerzas externas».
¡Qué indigno, no ser más que un juguete!
(p. 21).
Mi sobrinito Franco
tiene muchos juguetes, pero ninguno de ellos me merecería el calificativo de
"indigno". Sí calificaría de indigno, o por lo menos de poco
criterioso, al juguete que, despertando de su inercia, quisiese convencerme de
que el trencito maneja a Franco y no Franco al trencito.
Si la ciencia nos
demostrara que no hay, en verdad, oportunidades, ¿no nos conduciría esto --o
debería conducirnos-- a abandonar todo tipo de deliberación? (p. 27).
¡Sí! Si el
determinismo se demostrase, ya nadie se preocuparía por nada, trataría cada uno
de vivir lo más placenteramente posible al saberse incapaz de torcer su
destino. ¿Es esto indeseable? ¡Es maravilloso! Porque vivir para el placer no
es dormir veinte horas y atragantarse de hamburguesas en las cuatro restantes
como algunos suponen. El verdadero placer es el placer de amar, y a eso nos
dedicaremos cuando abandonemos la soberbia pretensión de querer mejorar el
mundo.
¿Qué efecto tendría, o
debería tener, la aceptación de una tesis general del determinismo sobre
nuestras actitudes normales de participación en relaciones interpersonales,
tales como la gratitud o el resentimiento?
(p. 28).
Elemental: nadie
estaría agradecido a nadie de nada, con lo que desaparecerían los insufribles
zalameros, y nadie estaría resentido con nadie por nada, con lo que
desaparecería el odio. Un panorama desolador, ¿no, Daniel?
Vivir en un mundo
determinista sería lo mismo que convertirse en el espectador de una obra
teatral en la que también se participa, sin otra opción que la de desempeñar el
papel asignado (Alfred Ayer, citado por Dennett en p. 49).
Pero no es tan así,
porque si bien somos meros actores imposibilitados de modificar el libreto, hay
una diferencia entre la gente común y los actores teatrales, ya que éstos
conocen muy bien el rol del personaje que están siguiendo y del cual no pueden
apartarse, mientras que nosotros, no pudiendo tampoco apartarnos, no tenemos
sino una muy escasa idea del papel que representaremos en el escenario de la
vida. Esta diferencia es esencial. Es como si a un actor se le dijese que haga
lo que se le cante durante el desarrollo de la obra. Si el actor preguntase:
"¿Pero cómo? ¿No era que había que seguir un libreto?", se le
responderá: "Haz lo que se te cante, porque haciendo lo que se te cante
automáticamente seguirás el libreto, aunque no lo conozcas. Aquí lo tengo, aquí
tengo el libreto. ¿Quieres que te lo muestre? Es muy sencillo. Y muy
breve..." Entonces el actor, completamente intrigado, abrirá el manuscrito,
que constará de una sola página, y en esa página existirá una sola frase, una
frase de seis palabras que será la totalidad del libreto. El actor leerá:
"Haz lo que se te cante".
En cierta ocasión le
preguntaron a Hobbes: «Si la voluntad de las
personas está determinada, ¿para qué presentarles razones?»; Hobbes respondió:
«Porque de esa manera pensamos que los induciremos a tener la voluntad que no
tienen» (pp. 49-50).
A ver si nos
entendemos, muchachos. Si yo le presento razones a alguien, es muy posible que
ese alguien, persuadido por mis argumentos, modifique la tendencia con la que
hasta entonces guiaba (o creía que guiaba) su voluntad. Esto es perfectamente
compatible con la teoría determinista, porque el individuo solamente modificó
la tendencia que parecía dominar a su voluntad, pero de ningún modo
modificó su voluntad misma, la cual se seguirá cumpliendo inexorablemente a
pesar de que ayer deseaba ser malo y hoy desea ser bueno o viceversa. Alguien
me preguntará: "Pero en el caso de los argumentos morales, que es lo mismo
que decir argumentos a secas, ya que todo argumento se endereza a procurar el
bien o el mal de determinado grupo; en el caso de estos argumentos, decía,
¿para qué un partidario del determinismo debería molestarse en enunciarlos o
mismo en cumplirlos, si total, según él, todo está ya determinado, o sea que
nada cambiará realmente si él o los demás se portan bien o mal ante su
prójimo?" Gran pregunta, y felicito al que me la haya hecho, porque en su
respuesta se centra el quid de toda la cuestión del determinismo. En primer
lugar, la teoría del determinismo es sólo eso, una teoría, y por lo tanto
ningún partidario de ella, por fanático que sea, está completamente seguro de
que el determinismo estricto se cumple siempre. Admitiendo entonces la
posibilidad, por pequeña que nos parezca, de que nuestras decisiones puedan
realmente mejorar o empeorar la vida de los vivos en su conjunto en el tiempo y
en el espacio, admitiendo esta posibilidad el determinista se ve coaccionado
por su propia conciencia a los efectos de ir en busca de la moral universal
para luego aplicarla en su propia vida y también para darla a conocer a quien
no la perciba en forma clara y definida y por lo tanto, teniendo deseos de
aplicarla, no la aplica. Pero el determinista, en tanto que determinista, es
amoral, y por lo tanto no le interesa (racionalmente) la felicidad del prójimo.
¿Qué es lo que le interesa entonces al determinista puro? Sencillo: sabiendo, o
creyendo saber, que nada modifica nada, el determinista puro se pre ocupa --que
no es lo mismo que decir que se preocupa, ya que el determinista puro no conoce
la preocupación--, se pre ocupa sólo de su propio bienestar, no tiene ningún
otro objetivo más que el de experimentar los mayores y más refinados placeres.
Pero ¿cuáles son los mayores y más refinados placeres que un ser pueda
experimentar? Nuevamente sencillo: son los que nos asaltan inmediata o
mediatamente al procurarle un placer mayor o más refinado a nuestro prójimo, ya
sea a un prójimo individual y presente como a otro infinito en número y en
duración. En resumen, lo que tenemos de albedristas nos guía hacia el Bien a
fuerza del temor al remordimiento, mientras que lo que tenemos de deterministas
nos guía también hacia el Bien, pero no por coacción, sino por el puro placer
de experimentarlo. Si la teoría del determinismo es verdadera, esta diferencia
de medios a emplear para llegar al mismo fin se debe a que el determinista es
sabio respecto del funcionamiento del universo y en consecuencia sabe optar por
el medio correcto para llegar a su Vértice, que es el Bien, mientras que el
albedrista desconoce o reniega de este funcionamiento, y en su ignorancia o
rebeldía se ciega cuando elige el camino de la obligación moral suponiendo que
por él se llega con menos tropiezos a la meta suprema.
De acuerdo con la
ortodoxia actual, reina el indeterminismo en el nivel subatómico de la mecánica
cuántica (p. 156).
Pero este
indeterminismo subatómico, según creo, no tiene jurisdicción ni en la macrofísica
ni en nuestro cerebro. Einstein nunca se convenció de que el supuesto azar reinante
en la microfísica pudiera trasladarse a la cadena de causas y efectos y
desbaratarla; y Russell, también partidario del determinismo, graficó la
relación entre la física cuántica y la macrofísica diciendo que los electrones
que conforman una determinada porción de materia se comportan como un grupo de
danzarines dentro de una habitación cerrada: podrán bailar a su antojo en
cualquier dirección, pero no por eso la habitación se moverá también según sus
caprichos[1]. La
microfísica podrá ser todo lo azarosa que se quiera[2], pero
esto, a la macrofísica, incluidos en ella los procesos cerebrales, no le
incumbe ni la desestabiliza.
La pregunta metafísica
tradicional [sobre si alguien, bajo las
mismas circunstancias en que hizo algo, tendría entera libertad de haber hecho
algo distinto] no sólo es imposible de responder: la respuesta, si la
hubiera, sería inútil (p. 157).
Puede que sea
imposible de responder basándonos en la lógica, pero puede acertarse si nos
atenemos a nuestras intuiciones. Y eso de que la respuesta, de saberse, sería
inútil, es tener muy poca consideración para con una inmensidad de personas, y
sobre todo para con los condenados a muerte por los diferentes sistemas
judiciales imperantes.
Supongamos que he
cometido un acto deleznable. ¿A quién le importa si podría haber hecho otra
cosa exactamente en las mismas circunstancias y en el mismo estado mental? No
pude hacerlo y es demasiado tarde para reparar el daño (p. 163).
Pero si quien se
siente agredido por mi acto es un determinista, no me considerará responsable,
y entonces no me guardará rencor, y entonces no querrá vengarse, con lo que se
pone punto final a la cadena de efectos dañinos que culminó con mi detestable
acto. En cambio, si el individuo agredido me juzga responsable, seguramente
(salvo que sea un santo) me odiará, me guardará rencor y querrá vengarse de mí,
con lo que la cadena de efectos dañinos no habrá terminado sino comenzado (o
recomenzado) a partir de mi acto detestable. Todo acto tiene infinidad de
consecuencias, pero en una sociedad que crea más en el determinismo que en el
libre albedrío, estas consecuencias serán más benéficas que perjudiciales aun
si el acto es detestable, mientras que en una sociedad albedrista --como todas
las que existen y han existido[3]--,
las consecuencias del mal suelen ser males mayores y se distribuyen como
perdigones disparados con una escopeta en la propia conciencia de sus habitantes
--excepto que sus habitantes sean además de albedristas, mayormente santos,
pero esto es más improbable aún que la instalación, en la conciencia de la masa
del pueblo, de la creencia en el determinismo.
¿Por qué desearemos con
tanta vehemencia que los demás sean responsables? ¿Podría tratarse de un rasgo
inherente a nuestra persona, un rasgo vengativo racionalizado y presentado bajo
una apariencia civilizada gracias al barniz de una doctrina moral? (p. 176).
Creo que sí.
La decisión de escribir
un libro [...] puede parecer una petición de principio en favor del libre
albedrío. Si este es el caso, entonces quienes han escrito artículos y libros
negando la realidad del libre albedrío se hallan en una situación aún más
embarazosa: tienen que aconsejar al lector (o al menos simular que lo hacen)
que aconsejar es inútil (p. 177).
Quien niega la
realidad del libre albedrío, hace siempre lo que más en gana le viene, lo que
sospecha que le proporcionará un mayor placer. Si sospecha que el escribir
libros negando la realidad del libre albedrío es algo que le provocará grandes
placeres o le evitará grandes dolores, entonces los escribe, independientemente
de su creencia en que con esta escritura no se modificará nada de lo que ya
está establecido universalmente[4].
Si el nihilismo fuera
verdadero, todos los juicios de valor serían ilusorios. Hechos concretos tales
como el dolor o la desgracia de las personas no significarían nada y
lamentarnos de los problemas sería tan desatinado como lamentarnos de que la
raíz cuadrada de dos no sea uno y medio (p.
178).
Lamentarnos de los
problemas de los demás es malo, porque nos hace sufrir, y todo lo que nos hace
sufrir, según creo, es malo[5]. Pero
no lamentarnos de la situación de los que sufren no significa no sentir
compasión por ellos. La compasión tiene dos propiedades muy significativas: es
irracional, no podemos elegir a quién con padeceremos y a quién no, ni podemos
determinar en qué circunstancias nos sentiremos compasivos ante una desgracia y
en cuáles no. Esta irracionalidad es la que hace de la compasión algo
independiente de toda creencia, incluida la creencia en el determinismo. La
segunda propiedad de la compasión es que, contrariamente a lo que sucede con la
lamentación, le procura placer al que la experimenta. Esto es algo que muchos
refutarán, pero quien ha sentido verdadera compasión ante algún dolor sufrido
por otro sabe que esa es una de las sensaciones más indescriptibles que puedan
existir, y que si bien su gusto es agridulce, su base de sustentación, que es
el amor, es netamente placentera. El determinista no se mueve merced a juicios
de valor, que son enteramente racionales, ni merced a dolorosas lamentaciones;
al determinista lo guía el impulso deliciosamente irracional de la compasión[6].
¿Somos igualmente
responsables de nuestras buenas y malas acciones? Según Kant, existe una asimetría:
sólo somos responsables de lo que hacemos bien[7].
Sócrates fue el primero en
plantear el tema en su afirmación «paradójica» de que nadie desea hacer el mal
a sabiendas. Desde entonces, se ha convertido en un tema perenne del debate
filosófico, aunque se lo haya planteado de una manera indirecta y caprichosa.
¿De qué tenemos miedo? Tememos, ciertamente, que nadie merezca el castigo que
la sociedad le inflige, ya que todos los malhechores ipso facto se
engañan, padecen desórdenes mentales o son, en cierto sentido, radicalmente
ignorantes (p. 179).
Pero ¿quiénes son los
que temen que los criminales anden sueltos? Si no tengo propiedades, no temeré
a los ladrones, porque nada pueden robarme; si no creo en el infierno ni en el
aniquilamiento total de los seres después de la muerte corporal, no temeré a
los asesinos, porque no me importará demasiado que me maten o que maten a mis
seres más queridos; si soy lo suficientemente valiente como para soportar sin
quebrantos los padecimientos físicos, no temeré a los sádicos, porque sus
torturas no determinarán mi estado de ánimo. En resumen, sólo los propietarios,
los ingenuos, los ateos y los cobardes temen que los criminales anden sueltos,
y racionalizan este temor bajo la forma del libre albedrío para tener una
excusa que avale las cárceles y la pena de muerte[8].
Podemos individualizar
con rapidez la clase de males que nos gustaría reducir a un mínimo; tenemos motivos
para suponer que si se prohíben las causas y se refuerza la prohibición
mediante sanciones, disminuirá seguramente la frecuencia de esos males en
nuestra sociedad (p. 181).
Sí, es muy probable
que si les prohibiésemos a las personas realizar determinado acto indecoroso
valiéndonos de una ley y las amenazásemos con sanciones si no la cumplieren,
estas personas cumplan esa ley y se comporten bien en esa circunstancia; pero
se habrán comportado bien por obligación, no por deseo, y por lo tanto su deseo
de comportarse mal, habiendo encontrado cerrada esa válvula específica, se
canalizará mediante otra faceta de su comportamiento, que nadie garantiza que
será menos dañina que la que acabamos de clausurar mediante amenazas. Ejemplo:
un ladrón de autos se topa con la desagradable novedad de que se ha inventado
un dispositivo infalible que electrocuta sin miramientos a todo aquel que
maneje un auto sin su correspondiente chip antielectrocución, que es un módulo
que se inserta en el cerebro del conductor ni bien compra legalmente su auto.
El ladrón de autos, figurándosele ya imposible continuar con su trabajo
habitual, ¿se volverá sólo por eso una buena persona y dejará de sentir deseos
de robar? Creo que no. Más bien, se dedicará de ahí en adelante a robarles la
jubilación a las viejas que salen del banco, delito que a lo sumo le propiciará
un carterazo pero nunca una descarga de cinco mil voltios. Ahora bien; ¿qué era
mejor, o, para decirlo con mayor propiedad, qué era menos malo: que el ladrón
se dedicase a robar a quienes disponen de un cierto poder adquisitivo, como los
propietarios de un automóvil, o que se dedicase a sacarles a las viejas el
único sustento de que disponían para comprar su comida? Eso, ni más ni menos,
es lo que hace todo sistema legislativo coercitivo: protege del crimen al
poderoso a costa de canalizar el accionar criminal hacia las capas sociales
menos influyentes. Los crímenes contra las propiedades automotrices habrán
mermado, pero el crimen, en el sentido lato de la palabra, no habrá decrecido
(probablemente habrá aumentado), y se habrá vuelto más insensible socialmente.
Y lo más importante: el carácter del criminal no habrá mejorado; todo indica
que la coacción de la ley lo habrá empeorado.
En un mundo ideal, las
personas disciernen cuanto es correcto hacer y lo hacen sólo por esa razón [por la razón, digo yo, de que les provoca placer
comportarse correctamente]. No se necesitan leyes ni tampoco un
sistema de sanciones. Todos se comportan como ángeles. En una palabra, es el
cielo en la tierra. En un mundo un poco menos ideal (digamos «un peldaño más
abajo») necesitaremos un sistema de leyes a causa de la agresividad y el
egoísmo de las personas (si son como nosotros). Pero el sistema será
perfectamente disuasorio porque las personas serán muy racionales (a diferencia
de nosotros). Todo el mundo considerará obvio, tan obvio como tener una nariz
en el medio de la cara, que el delito no produce beneficios y, por lo tanto, no
se cometerán delitos (pp. 181-2).
Rescato la idea de un
sistema legal disuasivo-persuasivo. No siempre estamos en condiciones de saber
qué es lo que nos conviene hacer o no hacer ante determinada circunstancia; por
eso en una sociedad anarquista no perfecta la legislación será indispensable,
ya que los legisladores se especializarán en un determinado rubro (educación
infantil, control del tránsito vehicular, alimentación, etc.) y entonces
estarán en condiciones de opinar sobre su tema con mayor autoridad que el
ciudadano común no especializado. Pero he dicho la palabra clave: opinar,
sin que haya ningún tipo de coacción que obligue al ciudadano a comportarse tal
como el legislador sugiere. Las leyes serán, en esta sociedad anarquista,
meramente persuasivas (cuando sugieran al ciudadano la conveniencia de hacer
algo) o meramente disuasivas (cuando sugieran al ciudadano la conveniencia de
no hacer algo). En la actualidad, hay carteles en algunos parques que rezan:
"Prohibido pisar el césped". En una sociedad anarquista no perfecta
estos carteles dirían: "Este césped decrecerá si se pisa; se sugiere no
hacerlo", dejando entera libertad a las personas para pisarlo o abstenerse
de ello. Del mismo modo, los legisladores especializados en educación infantil
sugerirán a los padres que manden a sus hijos a la escuela, pero no los obligarán
a ello, porque cada padre tiene el derecho de decidir la educación que recibirá
su hijo, y muchos habrá con el tiempo y el talento suficientes como para educar
a sus propios hijos de manera más completa y efectiva que la utilizada por los
colegios. Los contreras suelen graficar una sociedad anarquista como una ciudad
repleta de automóviles y sin semáforos. Pero una sociedad anarquista no
aboliría los semáforos; los dejaría tal como están, sólo que le daría al
conductor entera libertad para obedecerlos o violarlos. Si los conductores
tienen dos dedos de frente y aman la vida, los obedecerán; si son estúpidos y
aman la muerte... no viene al caso el ejemplo, porque con esa clase de gentes
nunca sería posible que una sociedad anarquista naciese.
Desde luego, cabe esperar
objeciones a nuestra convicción de que tenemos libre albedrío, y serán
bienvenidas pues lo que nos interesa, en definitiva, es conocer la verdad (p. 195).
Más que conocer la
verdad, me late que lo que a vos te interesa, Daniel (bien que inconcientemente
según creo), es lo mismo que les interesa a muchos de tus compatriotas
norteamericanos: seguir siendo rico y poderoso a costa de castigar a quienes no
lo son. Si no es así, lo siento; de todos modos no me creo responsable de lo
dicho --aunque vos y tú "justicia" seguramente me apalearían por
decir tantas inmoralidades...
[1] Cf. Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano, cap. 2, secc. 6:
“Bajo la influencia de esta reacción contra la ley natural, algunos apologistas
cristianos se han valido de las últimas doctrinas del átomo, que tienden a
mostrar que las leyes físicas en las cuales habíamos creído hasta ahora tienen
sólo una verdad relativa y aproximada al aplicarse a grandes números de átomos,
mientras que el electrón individual procede como le agrada. Mi creencia es que
esta es una fase temporal, y que los físicos descubrirán con el tiempo las
leyes que gobiernan los fenómenos minúsculos, aunque estas leyes varíen mucho
de las de la física tradicional. Sea como fuere, merece la pena observar que
las doctrinas modernas con respecto a los fenómenos menudos no tienen
influencia sobre nada que tenga importancia práctica. Los movimientos visibles,
y en realidad todos los movimientos que constituyen alguna diferencia para
alguien, suponen tal cantidad de átomos que entran dentro del alcance de las
viejas leyes. Para escribir un poema o cometer un asesinato (volviendo a la
anterior ilustración) es necesario mover una masa apreciable de tinta o plomo.
Los electrones que componen la tinta pueden bailar libremente en torno de su
saloncito de baile, pero el salón de baile en general se mueve de acuerdo con
las leyes de la física, y sólo esto es lo que concierne al poeta y a su editor.
Por lo tanto, las doctrinas modernas no tienen influencia apreciable sobre
ninguno de los problemas de interés humano que preocupan al teólogo. Por
consiguiente, la cuestión del libre albedrío sigue como antes”.
[2] Pero dudo de que lo sea, y en mi duda me acompañan
eminentes pensadores. El uruguayo Vaz Ferreira --quien por otra parte creía en la libertad de la
voluntad humana--, en su libro Los problemas de la libertad y los del
determinismo, p. 167, negó con las siguientes palabras que el principio de
incertidumbre de Heisenberg tuviese "un alcance ontológico" respecto de
la teoría determinista: "De la imposibilidad, o, si se quiere hacer
reservas, de la impotencia para determinar al mismo tiempo la posición del
corpúsculo y su estado de movimiento, debido a que, en esa micro-escala, la
observación altera las condiciones del fenómeno; de esto, que es sólo de hecho,
o de posibilidades prácticas --o sea de ciencia--, se sacaría en consecuencia
el indeterminismo en sí --o metafísico-- que es de posibilidades en sí;
metafísico, ontológico: la trascendentalización ilegítima".Y asimismo, el
físico Albert Einstein calificaba de "falta de sentido objetable"
la utilización de la mecánica cuántica en apoyo de la hipótesis del libre
albedrío: "El indeterminismo es un concepto completamente ilógico. ¿Qué es
lo que se quiere significar con indeterminismo? Si yo digo que la duración
vital media de un átomo radioactivo es tal y cual, trátase de un juicio que
expresa cierto orden, Gesetzlichkeit. Pero esta idea no envuelve en sí
la idea de la causalidad. Nosotros le llamamos ley de promedios; pero no toda
ley de este tipo necesita tener una significación causal. Al mismo tiempo, si
yo digo que la duración media de la vida de tal átomo es indeterminada, en el
sentido de no ser causada, estoy diciendo una falta de sentido. Puedo decir que
yo me encontraré con usted en el día de mañana en algún tiempo indeterminado.
Pero esto no significa que el tiempo no esté determinado. Llegue yo o no, el
tiempo llegará. Aquí existe una confusión del mundo subjetivo con el objetivo.
El indeterminismo que pertenece la física de los cuantos es un indeterminismo
subjetivo. Debe estar relacionado con algo, otro indeterminismo carece de
significación y está relacionado con nuestra propia incapacidad para seguir el
curso de los átomos individuales y prever sus actividades. Decir que la llegada
de un tren a Berlín es indeterminada, es afirmar un contrasentido, a no ser que
usted lo diga refiriéndose a que no conocemos en qué momento llegará. Si llega,
está determinado por algo. Y otro tanto ocurre cuando se trata del curso de los
átomos" (citado por Max Plank en ¿Adónde va la ciencia?, p. 221).
[3] Hay
algunas sociedades hinduistas o musulmanas en cuyo seno la idea del fatalismo,
que es algo muy parecido al determinismo, está muy arraigada; pero,
desgraciadamente, muy pocos de estos habitantes emparentan su fatalismo con la
ley de causa y efecto, que es la que verdaderamente induce a suponer que nadie
es responsable de sus actos.
[4] Y respecto de aquello de que "aconsejar es
inútil" en el marco de una ideología determinista, no lo creo tan así, y
tampoco lo creía Bertrand Russell: "El hecho de que juzguemos una dirección de
actuación objetivamente justa, puede ser la causa de que la elijamos. Así,
antes de que hayamos decidido cuál de los acciones consideramos justa,
cualquiera de las dos es posible, en el sentido de que una u otra resultará de
nuestra decisión de lo que consideramos justo. Este sentido de posibilidad es
importante para el moralista e ilustra el hecho de que el determinismo no hace
inútil la deliberación moral" (Ensayos
filosóficos., p. 55).
[5] (Nota
añadida el 28/6/5.) Esto es erróneo: no todo lo que nos hace sufrir es
malo. El amor, por ejemplo, suele ser la causa de innumerables padecimientos.
[6] (Nota añadida
el 27/2/13.) "¿Cómo es posible? --se
preguntarán algunos--, ¿me causará placer el hecho de ver a mi esposa o a mi
hija enfermas?" Respondo a eso que no, que no me causará placer, y no me
causará placer porque no es en estos casos en donde yo ubico a la compasión. Lo
que siento al ver a mi hija o a mi esposa enferma es tristeza y abatimiento,
pero no compasión. La compasión la reservaría para esos acontecimientos en que
el shock doloroso percibido por el individuo compasivo se presenta de forma
aguda y sorpresiva. En esos casos, y sólo en esos, aparecería esa sensación
agridulce de la que estaba hablando.
[7] (Nota
añadida el 25/1/10.) Esta no era la verdadera opinión de Kant, y por hacerle caso a este
señor tuve durante muchos años una idea equivocada de lo que significaba el
libre albedrío a los ojos del pensador de Königsberg. Remito a los interesados
en este asunto a las anotaciones de mi diario del día 17/10/7.
[8] (Nota añadida
el 4/3/13.) Habiendo publicado esta cita y esta nota en feisbuc, recibí la
siguiente crítica: « ¿Es en serio?... ¿Los
cobardes tienen miedo? Vaya descubrimiento. Y los ateos: "racionalizan
este temor bajo la forma del libre albedrío". ¿Los "ateos"?...
¿Libre albedrío?...Me perdí en tu salto explicativo; déjame ponerlo así:
1.-Daniel Dennett (según la cita) hace dos preguntas: a) ¿Somos igualmente
responsables de nuestras buenas y malas acciones?, y b) ¿De qué tenemos miedo?
La pregunta "b" se relaciona directamente con la respuesta que da de
la pregunta "a"; y tu te quedas tan sólo con la pregunta
"b" y tu mala lectura de la respuesta para dar el salto explicativo
hacia el miedo al delincuente...que según tu interpretación, el miedo proviene
de que ciertas personas por sus "naturalezas" intrínsecas temen algo,
a saber: "En resumen, sólo los propietarios, los ingenuos, los ateos y los
cobardes temen". Explícame esta referencia: Lo que realmente dice Dennett,
y lo que tú crees que dice, y la conclusión, o más bien juicio, a que llegas».
A esto respondí lo siguiente: «Se me acusa de afirmar una perogrullada:
"los cobardes tienen miedo". Este aserto es, efectivamente,
tautológico, sólo que yo no dije eso. Yo dije: "los cobardes temen que los
criminales anden sueltos". Este aserto no es tautológico, porque un
cobarde, en tanto que cobarde, no necesariamente debe temer a todo lo que
existe. Podrían existir cobardes que no temiesen que los criminales anden
sueltos; que temiesen al coco, a la policía, a las arañas, a las viejas que
caminan por la calle, etc., pero no a los criminales. Luego, mi aserto no es
una tautología». «Ahora las preguntas de Dennett. A Dennett no le interesa si
somos o no responsables de hacer el bien, sino si somos o no responsables de hacer
el mal, porque ahí está la cuestión del castigo. Dice que para Kant existe
asimetría: somos responsables al hacer el bien pero no al hacer el mal. Aquí
Dennett comete un error imperdonable para un pensador filosófico, como es el
adjudicar posiciones a otro filósofo que tal filósofo nunca barajó. En efecto,
para Kant no hay asimetría ninguna: somos tanto responsables al hacer el bien
como al hacer el mal (cf. su ensayo "La
religión dentro de los límites de la mera razón"). Pero como Dennett
supone que para Kant no somos libres al hacer el mal, se pregunta: "¿de
qué tenemos miedo?", es decir, ¿por qué tememos que los hombres no sean
responsables al hacer el mal? Y se responde: tememos que los malhechores no
sean responsables y por ende sea injusto castigarlos. Es decir, deseo castigar
a los malhechores, pero deseo hacerlo con justicia, y si ellos no son
responsables de hacer maldades, entonces los castigaría sin justicia; a eso
tenemos miedo según Dennett». «Entonces yo digo: si tenemos miedo de castigar a
gente que no es responsable en absoluto, entonces no la castiguemos y listo.
Quedarían los crímenes impunes y las calles se llenarían de delincuentes.
¿Cundiría el pánico en esta hipotética situación? Yo digo que predominaría el
pánico sólo en aquellos que temen a los delincuentes, y entonces comento
quiénes son estas personas, los que temen a los delincuentes. ¿Qué hacen los
delincuentes? 1) Roban cosas; ergo, si no poseo nada que puedan robarme, no los
temeré por este lado. 2) Asesinan gente; ergo, si me interesa muy poco mi vida
y la vida de mis seres queridos, por estar realmente convencido que esta vida
es pasajera y que nos espera un más allá eterno en donde los delincuentes no
existen, no temeré a estos delincuentes por este lado. 3) Les agrada torturar e
infligir dolor; ergo, si soy partidario de la filosofía estoica en la teoría y
en la práctica, y me he preparado concienzudamente, a la manera de Epicteto,
para soportar sin quebranto los más terribles padecimientos, entonces no temeré
a los criminales por este lado. Si soy propietario, temeré a los criminales; si
no creo en la vida después de la muerte y pienso que esta vida terrenal lo es
todo, también temeré a los criminales que quieren arrebatármela; si me aterran
los padecimientos físicos, también temeré a los criminales que se solazan con
estas prácticas. ». «Respecto
de que el libre albedrío es un término teológico y no debe utilizarse en
psicología, o que los ateos, por definición, no pueden creer en el libre
albedrío, ante todo esto cito la definición del libre albedrío de la real
academia española: "Potestad de obrar por reflexión y elección; libertad
de resolución". No hay ninguna mención a Dios, ni a la teología ni a nada
que se le parezca, sólo a la reflexión y a la elección. Ergo, un ateo puede
perfectamente creer en el libre albedrío. Espero haber sido lo
suficientemente claro ».
Y a otros que me preguntaban si yo nunca le he temido a un
delincuente, y si cumplo al pie de la letra todos estos preceptos que postulo,
les contesté lo siguiente: «¡Por supuesto que yo también temo a los delincuentes! Y es
que lo que yo planteo es un ideal, el ideal de la persona perfectamente santa,
sabia y revolucionaria. ¿Está mal plantear ideales? Y no, yo no siempre actúo
de acuerdo a lo que profeso; soy lo que se dice un reverendo hipócrita. ¿Y por
qué no actúo así? Porque mis ideas son demasiado elevadas para mí, porque me
quedan grandes. Pero en vez de rebajar mis ideas para que coincidan con mi
pobre persona, que es lo que se estila en estos casos, mantengo mis ideas y mis
ideales bien en lo alto y no me desespero demasiado por no poder alcanzarlos en
la práctica. Y me parecen muy sensatos vuestros campesinos mexicanos que temen
a Dios y a la vez a los criminales, me parecen sensatos y buena gente, pero están
muy lejos de ser las personas ideales que yo concibo, que concibo en la teoría,
que parece que últimamente la teoría no tiene cabida en este foro y sólo hay
que atenerse a lo que la práctica dice. La práctica dice que todo el mundo le
teme a los criminales, entonces ¡a temerles nosotros también, y a sentirnos
orgullosos de ese temor! y entonces, a actuar en consecuencia, encarcelándolos,
condenándolos a muerte o directamente linchándolos, práctica que, tengo
entendido, todavía no ha sido erradicada de vuestro país. Sigan ustedes en esa
tesitura y yo en la mía, que ni ustedes ni yo cambiaremos de opinión de un día
para el otro».
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