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lunes, 22 de abril de 2013

Lo agridulce del deber


"No es en nombre del éxito --concluyó Vaz Ferreira -- como puede predicarse la moral práctica; la recompensa no es esa". Pero ¿es que hay recompensa? Sí, afirma el pensador uruguayo: la recompensa es la satisfacción del deber cumplido, por más que dicha satisfacción no sea tan pura o tan "dulce" como algunos la imaginan:

Entendámonos; porque aquí hay también otra mistificación que importa desvanecer; hay que saber en qué sentido ha de entenderse esa llamada satisfacción del cumplimiento del deber.
Para las ficciones optimistas, es satisfacción pura, tranquilidad absoluta, serenidad completa, puro placer; el hombre recto, ni sufre ni duda; su estado es de serenidad y beatitud. Eso es falso; es falso, y tiene que serlo (Moral para intelectuales, p. 149).

Tiene que serlo hoy, porque la persona que cumple con su deber es necesariamente imperfecta. El hombre perfecto, el perfecto santo, si alguna vez existiese, viviría perpetuamente tal beatitud del deber cumplido; lo que no implica, desde luego, que no ha de sufrir, pero sus sufrimientos aparecerán enmarcados en ese halo de beatitud que los hará sucumbir rápidamente. Cito a Max Scheler:

El hombre «dichoso» puede sufrir alegremente la miseria y el infortunio, sin que por esto sufra un embotamiento para el dolor y el placer del estrato periférico. [...] la gran innovación de la doctrina cristiana de la vida fue que no consideró como buena la apatía, es decir el embotamiento para el sentimiento sensible, tal como había hecho la stoa [...], sino que, por el contrario, marcó un camino en el que se podía sufrir el dolor y el infortunio sin dejar por ello de ser dichoso. [...] la liberación del dolor y del mal no constituye para la ética cristiana –como en el budismo-- la beatitud, sino únicamente la consecuencia de la beatitud; y esta liberación no consiste en una ausencia del dolor y la pena, sino en el arte de sufrirlos de la «manera justa», es decir, de un modo dichoso (Ética, tomo ll, pp. 130-1).

Repito aquí lo dicho hace cinco años, en mi entrada del 2/7/8: "No debe interpretarse con respecto a la beatitud que el santo sea incapaz de sufrir o de captar disvalores. Sufre y se apesadumbra lo mismo que cualquier no beato, pero sus pesares acaecen siempre con el telón de fondo de su estado endémico espiritual. Así, el santo se retorcerá ante la tortura, pero ni bien finalice recobrará la calma y el éxtasis y todo será para él color de rosa".
Sin embargo, para Vaz Ferreira, la impureza de la satisfacción del deber cumplido se relaciona no tanto con los dolores personales a que nos enfrentamos cuando cumplimos nuestro deber, sino con la necesidad de infligir un cierto dolor a otros seres durante ese trance:

El funcionario que debe destituir de su puesto a un inferior por una falta cometida; el legislador que debe tomar una medida que hará sufrir a muchos hombres... no necesito seguir citando: continuamente el cumplimiento de nuestro deber se traduce en sufrimientos ajenos. Eso sólo bastaría para que lo que se llama la satisfacción del deber cumplido no fuera una satisfacción tal como generalmente es descrita (Vaz Ferreira, ibíd., p. 149).

Y aquí viene lo genial, lo que me pareció genial o al menos deslumbrante dentro de esta aportación Vaz Ferreira al tema de la ética, y es su analogía entre la satisfacción del deber cumplido y la capacidad del hombre hecho y derecho para la degustación de los manjares culinarios:

A los niños les gusta el dulce; el sabor más agradable para ellos, es el azúcar, la dulzura pura; después, cuando nuestro paladar se hace más formado y más viril, empieza a agradarnos un poco de agrio, de ardiente, y hasta de francamente amargo. Al ponderar la satisfacción del deber cumplido, podemos, pues, ser sinceros, como será sincero el hombre que diga a un niño que le gusta el limón o el bíter, pero mentiría si dijera a ese niño que el limón o el bíter tienen gusto a azúcar.
La mistificación a que me refiero, consiste, pues, en azucarar la "satisfacción del deber cumplido". No: ¡es acre, es ardiente, es amargo! Contiene, mezclada a inefable dulzura, una considerable proporción de dolor, de indignación, hasta de orgullo; y con todo eso, el alma superior y fuerte se compone el más estimulante y viril de los placeres, que, una vez bien gustado, ya no se puede abandonar ni sustituir por otro alguno (ibíd., p. 150).

Lo único que quitaría yo de las anteriores palabras sería la indignación, que a mi juicio no tiene cabida dentro del alma del santo, ni cuando cumple con su deber ni cuando se está quieto. El hombre que al cumplir con su deber, o suponiendo que lo cumple, experimenta indignación, está confundiendo el sentimiento del deber con el sentimiento de venganza, y eso jamás ocurre dentro de los estratos superiores del comportamiento ético.

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