He aquí, citada con cierta
extensión, la disertación de Giovanni Papini acerca del motivo por el cual un
buen cristiano no debería, si quiere ser lógico, afanarse por conseguir,
manosear o acumular dinero:
Consideren bien los
hombres que han de nacer todavía: Jesús no quiso tocar nunca con sus manos una
moneda. Las manos que amasaron el polvo de la tierra para dar vista al ciego;
las manos que tocaron las carnes infectas de los leprosos y los muertos; las
manos que abrazaron el cuerpo de Judas --mucho más infecto que el polvo, que la
lepra y que la putrefacción--; las manos blancas, puras, saludables, curadoras,
que de nada podían contaminarse, jamás han soportado uno de esos discos de
metal que ostentan en relieve el perfil de los amos del mundo.
[...] La moneda lleva
consigo, justamente con la grasa de las manos que la han cogido y sobado, el
contagio del crimen. De todas las cosas inmundas que el hombre ha fabricado
para ensuciar la tierra y ensuciarse, la moneda es, acaso, la más inmunda.
Esos pedazos de metal acuñado, que
pasan y vuelven a pasar todos los días por las manos, todavía sucias de sudor y
de sangre; gastados por los dedos rapaces de los ladrones, de los comerciantes,
de los banqueros, de los intermediarios, de los avaros; esos redondos y
viscosos esputos de las casas de la moneda, que todo el mundo desea, busca,
roba, envidia, ama más que al amor y aun que la vida; esos asquerosos
pedacillos de materia historiada, que el asesino da al sicario, el usurero al
hambriento, el enemigo al traidor, el estafador al cohechador, el hereje al
simoníaco, el lujurioso a la mujer vendida y comprada; esos sucios y hediondos
vehículos del mal, que persuaden al hijo de matar a su padre, a la esposa a
traicionar a su esposo, al hermano a defraudar a su hermano, al pobre malo a
acuchillar al mal rico, al criado de engañar a su amo, al malandrín a despojar
al viajero, al pueblo a asaltar a otro pueblo; esos dineros, esos emblemas
materiales de la materia, son los objetos más espantosos de cuantos el hombre
fabrica. La moneda, que ha hecho morir a tantos cuerpos, hace morir todos los
días a miles de almas. Más contagiosa que los harapos de un apestado, que el
pus de una pústula, que las inmundicias de una cloaca, entra en todas las
casas, brilla en los mostradores de los cambistas, se amontona en las cajas,
profana la almohada del sueño, se esconde en las tinieblas fétidas de los
escondrijos, ensucia las manos inocentes de los niños, tienta a las vírgenes,
paga el trabajo del verdugo, circula a la faz del mundo para encender el odio,
para atizar la codicia, para acelerar la corrupción y la muerte.
El pan, santo ya en la mesa familiar,
se convierte en la mesa del altar en el cuerpo inmortal de Cristo. También la
moneda es el signo visible de una transubstanciación. Es la hostia infame del
Demonio. Los dineros son los excrementos corruptibles del Demonio. El que pone
su corazón en el dinero y lo recibe con afán, comulga visiblemente con el
Demonio. Quien toca el dinero con voluptuosidad, toca, sin saberlo, el
estiércol del Demonio.
El puro no puede tocarlo; el santo no
puede soportarlo. Saben con indudable certeza cuál es su repugnante esencia. Y
sienten hacia la moneda el mismo horror que el rico hacia la miseria (Giovanni Papini, Historia de Cristo).
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