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martes, 8 de julio de 2014

El excremento del diablo (segunda parte)

He aquí, citada con cierta extensión, la disertación de Giovanni Papini acerca del motivo por el cual un buen cristiano no debería, si quiere ser lógico, afanarse por conseguir, manosear o acumular dinero:

 Consideren bien los hombres que han de nacer todavía: Jesús no quiso tocar nunca con sus manos una moneda. Las manos que amasaron el polvo de la tierra para dar vista al ciego; las manos que tocaron las carnes infectas de los leprosos y los muertos; las manos que abrazaron el cuerpo de Judas --mucho más infecto que el polvo, que la lepra y que la putrefacción--; las manos blancas, puras, saludables, curadoras, que de nada podían contaminarse, jamás han soportado uno de esos discos de metal que ostentan en relieve el perfil de los amos del mundo.
[...]  La moneda lleva consigo, justamente con la grasa de las manos que la han cogido y sobado, el contagio del crimen. De todas las cosas inmundas que el hombre ha fabricado para ensuciar la tierra y ensuciarse, la moneda es, acaso, la más inmunda.
            Esos pedazos de metal acuñado, que pasan y vuelven a pasar todos los días por las manos, todavía sucias de sudor y de sangre; gastados por los dedos rapaces de los ladrones, de los comerciantes, de los banqueros, de los intermediarios, de los avaros; esos redondos y viscosos esputos de las casas de la moneda, que todo el mundo desea, busca, roba, envidia, ama más que al amor y aun que la vida; esos asquerosos pedacillos de materia historiada, que el asesino da al sicario, el usurero al hambriento, el enemigo al traidor, el estafador al cohechador, el hereje al simoníaco, el lujurioso a la mujer vendida y comprada; esos sucios y hediondos vehículos del mal, que persuaden al hijo de matar a su padre, a la esposa a traicionar a su esposo, al hermano a defraudar a su hermano, al pobre malo a acuchillar al mal rico, al criado de engañar a su amo, al malandrín a despojar al viajero, al pueblo a asaltar a otro pueblo; esos dineros, esos emblemas materiales de la materia, son los objetos más espantosos de cuantos el hombre fabrica. La moneda, que ha hecho morir a tantos cuerpos, hace morir todos los días a miles de almas. Más contagiosa que los harapos de un apestado, que el pus de una pústula, que las inmundicias de una cloaca, entra en todas las casas, brilla en los mostradores de los cambistas, se amontona en las cajas, profana la almohada del sueño, se esconde en las tinieblas fétidas de los escondrijos, ensucia las manos inocentes de los niños, tienta a las vírgenes, paga el trabajo del verdugo, circula a la faz del mundo para encender el odio, para atizar la codicia, para acelerar la corrupción y la muerte.
            El pan, santo ya en la mesa familiar, se convierte en la mesa del altar en el cuerpo inmortal de Cristo. También la moneda es el signo visible de una transubstanciación. Es la hostia infame del Demonio. Los dineros son los excrementos corruptibles del Demonio. El que pone su corazón en el dinero y lo recibe con afán, comulga visiblemente con el Demonio. Quien toca el dinero con voluptuosidad, toca, sin saberlo, el estiércol del Demonio.

            El puro no puede tocarlo; el santo no puede soportarlo. Saben con indudable certeza cuál es su repugnante esencia. Y sienten hacia la moneda el mismo horror que el rico hacia la miseria (Giovanni Papini, Historia de Cristo).

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