Las drogas
nos aburren con su paraíso. Que nos den más bien un poco de saber. No estamos
en una época de paraíso.
Henri
Michaux, Conocimiento por los abismos
La droga más utilizada para propiciar
las “visiones místicas” ha sido la mescalina. Desde que en 1897 Arthur Hefter
consiguiera aislar esta sustancia, alcaloide del peyote, fueron muchos los
científicos y los pensadores que decidieron probar sus efectos, no con motivos
recreativos como ocurre con la mayoría de la gente que se acerca a los
narcóticos, sino por curiosidad intelectual. El primero y más renombrado fue el
sexólogo Havelock Ellis, quien después de la experiencia aseguró haber
percibido “gloriosos campos de joyas”, formas monstruosas y paisajes fabulosos.
William Yeats, ansioso por vivir esa experiencia, consultó a Ellis, quien le
suministró algunos botones de mescal, los cuales hicieron efecto en una avenida
de Chelsea, en donde el poeta alucinó con dragones. El propio William James la
probó, luego de varios experimentos con gas hilarante, pero se abrumó de tal
manera con las náuseas que no pudo sacar partido de esta droga en cuanto a sus
efectos alucinógenos.
En los años 50 del pasado siglo, con
la generación beat en su apogeo,
resurgió el interés por la experiencia mescalínica, sobre todo a partir de los
ensayos de Aldous Huxley y Henri Michaux. Michaux no era un beat, era un hombre de lo más sobrio, ni
siquiera tomaba alcohol con sus comidas. Experimentó con la mescalina —y
también con la psilocibina— no para deleitarse, sino con la esperanza de saber
más, de conocer más cosas que las que ya conocía. No era un místico sino un
artista, pero se asemejaba a los místicos en esa su búsqueda de lo no revelado.
Concluyó que “toda droga modifica los puntos de apoyo. El punto de apoyo que
usted tiene en sus sentidos, el apoyo que sus sentidos tenían en el mundo, el
apoyo que usted tenía en su impresión general de ser” (Conocimiento por los abismos, p. 12). Las drogas psicodélicas,
pues, evidencian “la enorme actividad semioculta del espíritu” (ibíd., p. 144).
Pero esto mismo, a saber, sacar a la luz de la conciencia las actividades del
subconsciente, es lo que hace (o intenta hacer) el psicoanálisis, y nadie
podría calificar de místicos a los psicoanalistas. No nos hemos movido ni un
milímetro del suelo firme de la ciencia, por más que la ciencia de hoy día no
comprenda muy bien la sicología que opera por debajo de los umbrales
conscientes. Aldous Huxley opinaba lo mismo respecto de sus propias experiencias,
pese a haber sido un escritor mucho más interesado que Michaux en cuestiones
religiosas y esotéricas:
No
soy tan insensato que equipare lo que sucede bajo la influencia de la mescalina
o de cualquier otra droga, preparada ya o que se prepare en lo futuro, con la
realización del fin último y definitivo de la vida humana: el Esclarecimiento,
la Visión Beatífica (Las puertas de la percepción;
Cielo e infierno, p. 70).
Pero a la vez entendía que sus “viajes” lo habían
enriquecido:
Ser
arrancados de raíz de la percepción ordinaria y ver durante unas horas sin
tiempo el mundo exterior e interior, no como aparece a un animal obsesionado
por la supervivencia o a un ser humano obsesionado por palabras y nociones,
sino como es percibido, directa e incondicionalmente, por la Inteligencia
Libre, es una experiencia de inestimable valor para cualquiera y especialmente
para el intelectual.
La cuestión de si estas percepciones enriquecen o no al
espíritu de quien las experimenta es secundaria para mí, y ya he dicho que los
artistas pueden sacarles gran provecho —suspendo por hora el juicio del
provecho o el inconveniente que pueden traerles a los pensadores—. La cuestión
principal no es esa sino el determinar si tales percepciones nos introducen en
un universo paralelo al universo físico, al universo cerebral, y la respuesta
de Huxley, al igual que la mía, es que no:
En
cuanto a los efectos fisiológicos de la mescalina, sabemos poco. Probablemente
—no estamos seguros de ello—, causa perturbaciones en el sistema de enzimas que
regula el funcionamiento cerebral. Al obrar así, disminuye la eficiencia del
cerebro como instrumento para concretar la mente en los problemas de la vida
sobre la superficie de nuestro planeta. Esta disminución en lo que podría
llamarse la eficiencia biológica del cerebro parece permitir la entrada en la
conciencia de ciertas clases de sucesos mentales que normalmente están
excluidos, porque no poseen valor de supervivencia. La enfermedad o la fatiga
pueden originar intrusiones análogas de material biológicamente inútil, pero
estética y a veces espiritualmente valioso. Cabe también que se llegue a lo
mismo por el ayuno o por un período de confinamiento en un lugar oscuro y de
completo silencio (ibíd., p. 86).
Las palabras de Huxley son radicales. Equipara a los
ascetas ayunadores y comedores de raíces, y a los ermitaños que buscan a Dios enclavados
por años en la soledad de una cueva, con los consumidores de
mescalina, en el sentido de que las “visiones” que todas estas personas
experimentan no vienen en ningún caso del más allá escatológico, sino del más
allá cerebral, de lo que hay debajo de nuestro cerebro animal adaptado durante
millones de años a la tarea de mantenernos vivos y a poco menos que a otra
cosa. La mescalina suspende los resortes biológicos que nos obligan a diagramar
nuestras percepciones dentro del rango lógico necesario para sobrevivir.
Quedamos indefensos, pero esa indefensión tiene como contrapartida la
percepción de un mundo que, al carecer de valor para la supervivencia, se hizo
propietario de otro tipo de valores. Estos mismos valores son los que percibe
el asceta en su oscura celda, luego de una tanda de flagelaciones, y que supone
religiosos o divinos. Pero no llegan a eso: apenas son valores estéticos. Son
gollerías espirituales.
Dijo William Blake: “Si las puertas de
la percepción quedaran depuradas, todo se habría de mostrar al hombre tal cual
es: infinito”. Coincido. El problema es que para depurar estas puertas hace
falta bastante más que un botón de mescalina o una estadía con escasos víveres
en el desierto de Cachemira.