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sábado, 29 de abril de 2017

Las visiones extáticas y la mescalina

Las drogas nos aburren con su paraíso. Que nos den más bien un poco de saber. No estamos en una época de paraíso.
Henri Michaux, Conocimiento por los abismos

La droga más utilizada para propiciar las “visiones místicas” ha sido la mescalina. Desde que en 1897 Arthur Hefter consiguiera aislar esta sustancia, alcaloide del peyote, fueron muchos los científicos y los pensadores que decidieron probar sus efectos, no con motivos recreativos como ocurre con la mayoría de la gente que se acerca a los narcóticos, sino por curiosidad intelectual. El primero y más renombrado fue el sexólogo Havelock Ellis, quien después de la experiencia aseguró haber percibido “gloriosos campos de joyas”, formas monstruosas y paisajes fabulosos. William Yeats, ansioso por vivir esa experiencia, consultó a Ellis, quien le suministró algunos botones de mescal, los cuales hicieron efecto en una avenida de Chelsea, en donde el poeta alucinó con dragones. El propio William James la probó, luego de varios experimentos con gas hilarante, pero se abrumó de tal manera con las náuseas que no pudo sacar partido de esta droga en cuanto a sus efectos alucinógenos.
En los años 50 del pasado siglo, con la generación beat en su apogeo, resurgió el interés por la experiencia mescalínica, sobre todo a partir de los ensayos de Aldous Huxley y Henri Michaux. Michaux no era un beat, era un hombre de lo más sobrio, ni siquiera tomaba alcohol con sus comidas. Experimentó con la mescalina —y también con la psilocibina— no para deleitarse, sino con la esperanza de saber más, de conocer más cosas que las que ya conocía. No era un místico sino un artista, pero se asemejaba a los místicos en esa su búsqueda de lo no revelado. Concluyó que “toda droga modifica los puntos de apoyo. El punto de apoyo que usted tiene en sus sentidos, el apoyo que sus sentidos tenían en el mundo, el apoyo que usted tenía en su impresión general de ser” (Conocimiento por los abismos, p. 12). Las drogas psicodélicas, pues, evidencian “la enorme actividad semioculta del espíritu” (ibíd., p. 144). Pero esto mismo, a saber, sacar a la luz de la conciencia las actividades del subconsciente, es lo que hace (o intenta hacer) el psicoanálisis, y nadie podría calificar de místicos a los psicoanalistas. No nos hemos movido ni un milímetro del suelo firme de la ciencia, por más que la ciencia de hoy día no comprenda muy bien la sicología que opera por debajo de los umbrales conscientes. Aldous Huxley opinaba lo mismo respecto de sus propias experiencias, pese a haber sido un escritor mucho más interesado que Michaux en cuestiones religiosas y esotéricas:

No soy tan insensato que equipare lo que sucede bajo la influencia de la mescalina o de cualquier otra droga, preparada ya o que se prepare en lo futuro, con la realización del fin último y definitivo de la vida humana: el Esclarecimiento, la Visión Beatífica (Las puertas de la percepción; Cielo e infierno, p. 70).

Pero a la vez entendía que sus “viajes” lo habían enriquecido:

Ser arrancados de raíz de la percepción ordinaria y ver durante unas horas sin tiempo el mundo exterior e interior, no como aparece a un animal obsesionado por la supervivencia o a un ser humano obsesionado por palabras y nociones, sino como es percibido, directa e incondicionalmente, por la Inteligencia Libre, es una experiencia de inestimable valor para cualquiera y especialmente para el intelectual.

La cuestión de si estas percepciones enriquecen o no al espíritu de quien las experimenta es secundaria para mí, y ya he dicho que los artistas pueden sacarles gran provecho —suspendo por hora el juicio del provecho o el inconveniente que pueden traerles a los pensadores—. La cuestión principal no es esa sino el determinar si tales percepciones nos introducen en un universo paralelo al universo físico, al universo cerebral, y la respuesta de Huxley, al igual que la mía, es que no:

En cuanto a los efectos fisiológicos de la mescalina, sabemos poco. Probablemente —no estamos seguros de ello—, causa perturbaciones en el sistema de enzimas que regula el funcionamiento cerebral. Al obrar así, disminuye la eficiencia del cerebro como instrumento para concretar la mente en los problemas de la vida sobre la superficie de nuestro planeta. Esta disminución en lo que podría llamarse la eficiencia biológica del cerebro parece permitir la entrada en la conciencia de ciertas clases de sucesos mentales que normalmente están excluidos, porque no poseen valor de supervivencia. La enfermedad o la fatiga pueden originar intrusiones análogas de material biológicamente inútil, pero estética y a veces espiritualmente valioso. Cabe también que se llegue a lo mismo por el ayuno o por un período de confinamiento en un lugar oscuro y de completo silencio (ibíd., p. 86).

Las palabras de Huxley son radicales. Equipara a los ascetas ayunadores y comedores de raíces, y a los ermitaños que buscan a Dios enclavados por años en la soledad de una cueva, con los consumidores de mescalina, en el sentido de que las “visiones” que todas estas personas experimentan no vienen en ningún caso del más allá escatológico, sino del más allá cerebral, de lo que hay debajo de nuestro cerebro animal adaptado durante millones de años a la tarea de mantenernos vivos y a poco menos que a otra cosa. La mescalina suspende los resortes biológicos que nos obligan a diagramar nuestras percepciones dentro del rango lógico necesario para sobrevivir. Quedamos indefensos, pero esa indefensión tiene como contrapartida la percepción de un mundo que, al carecer de valor para la supervivencia, se hizo propietario de otro tipo de valores. Estos mismos valores son los que percibe el asceta en su oscura celda, luego de una tanda de flagelaciones, y que supone religiosos o divinos. Pero no llegan a eso: apenas son valores estéticos. Son gollerías espirituales.

Dijo William Blake: “Si las puertas de la percepción quedaran depuradas, todo se habría de mostrar al hombre tal cual es: infinito”. Coincido. El problema es que para depurar estas puertas hace falta bastante más que un botón de mescalina o una estadía con escasos víveres en el desierto de Cachemira.

lunes, 24 de abril de 2017

Diferencia entre el éxtasis y la visión mística

Digamos, de manera sucinta, que la diferencia entre las experiencias extáticas y las visiones místicas radica en que las primeras son físicas y las segundas metafísicas. Las primeras son cerebrales; las segundas, celestiales. Las primeras son de gran provecho para los artistas, porque despiertan en ellos canales diferentes de inspiración, mientras que aprovechan mejor las segundas los filósofos y los santos, y los aspirantes a tales, porque allanan el camino al pensamiento trascendente y al recto proceder.

domingo, 23 de abril de 2017

Mis éxtasis

Yo mismo he saboreado alguna vez el dulzor de estos arrebatos extáticos. Ocurrió el más prolongado y gozoso durante la noche del domingo 16 de junio de 1996, en Garuhapé y dentro de mi carpa. Afirma James que estos estados, salvo raras excepciones, no pueden prolongarse por más de dos horas, pero en aquella ocasión el éxtasis duplicó ese lapso. Luego de una jornada desgastante y sufrida de caminata con mi pesada mochila a cuestas, hice base en aquel pequeño pueblo, instalé mi carpa, encendí mi wocman y ¡voilà!: el arrobamiento musical en su máxima expresión se hizo presente. Algo parecido me sucedió, en ese mismo viaje, en Caaguazú, caminando por la ruta, con el sol a pleno bañando mi rostro y escuchando América en la versión de José Luis Perales. También el año siguiente, y en repetidas ocasiones, disfruté de estas experiencias. Ocurrían mayormente los sábados por la noche mientras caminaba por los diques de Puerto Madero, luego de salir de la biblioteca del Congreso, sobre todo después de haber escrito alguna entrada de mi diario que considerara trascendente o después de alguna lectura por demás edificante. En marzo del 2002 me asaltó un éxtasis musical breve pero poderoso escuchando Todo sigue igual del grupo Viejas Locas mientras cruzaba a pie, por vez primera, el puente Zárate-Brazo Largo. También en el 2002, en Cusco, se me promovió en el espíritu otro estado de conciencia de este tipo en el día de la celebración del Inti Raymi, caminando por hermosos y desolados senderos y al pie de magníficos restos arqueológicos y precipicios (ver anotaciones del 24/6/2). El común denominador de todas estas experiencias era la música de mi wocman (sintonizaba radios FM, no era música propia), y también la soledad. Hoy en día ya no se me producen estos arrebatos, al menos no con la intensidad de estos que acabo de citar. ¿Será porque ya no estoy casi nunca solo, o porque jubilé a mi viejo wocman y ahora escucho música grabada en mi iPhone?
No voy a compararme con Amiel, ni mucho menos con Boehme, pero creo que todos estos estados de conciencia no pasan de ser estados de beatitud, recompensas que, cada tanto, nos otorga a nosotros mismos nuestra propia conciencia cuando considera que hemos realizado una buena acción o que vamos por el buen camino. No es extraño, pues, que mis experiencias extáticas hayan mermado hasta casi desaparecer luego del año 2002: de ahí en adelante —sobre todo a partir del 2004— dejé de transitar por el buen camino. Mordí la banquina, desbarranqué y me fui al zanjón, y la golosina que la ética nos reserva no se me muestra ya. ¡Y vaya si mi paladar la extraña!
Pero no eran estas experiencias místicas. La visión mística se traduce en juicios, no en beatitudes[1].



[1] Recuerdo ahora un éxtasis muy profundo y duradero posterior al 2002, acaecido en plena etapa de desorden moral. Ocurrió en la ciudad de Salta en la noche del miércoles 3 de mayo del 2006. Estuve largo rato bailando en la enorme pileta (vacía) del camping municipal. La diferencia con los anteriores estados de conciencia extáticos radica en que aquí, además del wocman y de la soledad, eché mano del alcohol y de unas cuantas hojas de coca.

domingo, 16 de abril de 2017

La visión extática y la visión mística

Muchos creyentes afirman que el misticismo es la piedra de toque de la religiosidad. William James es uno de ellos: “Pienso que puede afirmarse que la religión personal tiene la raíz y el centro en los estados de conciencia místicos” (Las variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap. XVI, p. 419). Pero ¿cómo distinguir un estado de conciencia místico de un estado de conciencia ordinario? Según James, existen cuatro características que, cuando se presentan unidas, conforman un indicio fiable de que estamos ante una experiencia mística. La primera es la inefabilidad. Concluida la experiencia,

no puede darse en palabras ninguna información adecuada que explique su contenido. [...] No puede comunicarse ni transferirse a los demás. Por esta peculiaridad los estados místicos se parecen más a los estados afectivos que a los estados intelectuales (ibíd., p. 420).

La segunda característica es la cualidad de conocimiento:

Son estados de penetración en la verdad insondables para el intelecto discursivo. Son iluminaciones, revelaciones repletas de sentido e importancia, todas inarticuladas pero que permanecen y como norma general comportan una curiosa sensación de autoridad duradera (pp. 420-1).

La tercera es la transitoriedad:

Los estados místicos no pueden mantenerse durante mucho tiempo. Salvo en caso de excepción, media hora o como máximo una hora o dos parece ser el límite más allá del cual desaparecen (p. 421).

La cuarta y última es la pasividad:

Cuando el estado característico de conciencia se ha establecido, el místico siente como si su propia voluntad estuviese sometida y, a menudo, como si un poder superior lo arrastrase y dominase (p. 421).

Creo que es imprescindible hacer aquí un distingo entre lo que yo llamaría estados de conciencia extáticos y los estados místicos propiamente dichos. Los estados de conciencia extáticos son todo lo que dice James. Son inefables, porque no se pueden comunicar a otros de manera fiel; son portadores de conocimiento, porque nos abren una puerta perceptiva diferente de las ordinarias, lo que implica conocer algo nuevo, o al menos ayudan a contemplar lo viejo desde otras perspectivas; son transitorios, porque la emoción fuerte es incompatible con la duración prolongada, y son inmovilizantes, porque el espectáculo es tan grandioso que el sujeto ni atina ni quiere atinar a hacer nada excepto presenciarlo por temor de que con su acción se desvanezca. Ahora bien; estos estados extáticos podrán ser patológicos en algunos casos o señales de bienaventuranza en otros, pero no son, bajo ningún concepto, visiones místicas.
Tomemos como ejemplo de visión extática esta que nos describe Amiel en su diario íntimo:

¿Nunca volveré a tener alguno de aquellos prodigiosos ensueños que tenía antaño? Un día, en mi juventud, al salir el sol, sentado en las ruinas del castillo de Faucigny; otro día en las montañas, bajo el sol de mediodía, sobre Lavey, al pie de un árbol y con la compañía de tres mariposas; de nuevo, por la noche, sobre la costa pedregosa del mar del Norte, mi espalda sobre la arena y mi vista vagando por la Vía Láctea; ¡ensueños grandiosos y dilatados, inmortales y cosmogónicos, cuando se alcanzan las estrellas, cuando se posee el infinito! Momentos divinos, horas extáticas en las que nuestro pensamiento vuela de mundo en mundo, penetra el gran enigma, respira con un aliento tranquilo y profundo como el del océano, sereno y sin límites como el firmamento azul... Instantes de intuición irresistible en los que uno siente su yo inmenso como el universo y tranquilo como Dios... ¡Qué horas, qué recuerdos! Los vestigios que dejan son suficientes para llenarnos de confianza y entusiasmo, como si fuesen visitas del Espíritu Santo (citado por James en ibíd, pp. 435-6).

O esta de Jacob Boehme, de características más teológicas que la visión de Amiel:

En un cuarto de hora vi y conocí más que si hubiese pasado muchos años en la Universidad. A través de la sabiduría divina vi y conocí el ser de todas las cosas, el Abismo y la eterna generación de la Santísima Trinidad, la descendencia y el origen del mundo y de todas las criaturas. Vi y conocí en mí mismo los tres mundos, el mundo externo y visible que es una procreación o nacimiento de los mundos interno y espiritual, y vi y conocí toda la esencia creadora en el bien y en el mal [...]. De manera que no solo quedé maravillado, sino que también disfruté mucho, aunque difícilmente podía aprehenderlo con mi exterioridad humana y explicarlo con la pluma. Tuve una visión clara del universo como un caos donde todas las cosas permanecían yacientes y envueltas, pero me era imposible explicarlo (citado en ibíd, pp. 453).

Estos dos ejemplos de visión extática, el último más intelectual, el primero más emocional, tienen en común el hecho de que se han presentado de manera consciente, bien que no a través de los sentidos externos, pero sí a través de la imaginería interna, de la cavilación y la pasión. Por eso no son visiones místicas.
El capítulo 11 del libro segundo de la Subida del monte Carmelo está dedicado a resaltar lo nocivo de las aprehensiones sensitivas a los efectos de la fe y la unión con Dios. Dice San Juan de la Cruz que el creyente debe luchar, para alcanzar la perfecta caridad, con la bestia del Apocalipsis, que tiene siete cabezas. La primera cabeza que hay que cercenar está representada por “las cosas sensuales del mundo” (§ 10), que es preciso negar y aborrecer. La segunda cabeza la constituyen “las visiones del sentido”, como pueden ser las apariciones por ejemplo, que también, al igual que los deleites sensitivos, no pueden ser proporcionado medio para llegar a la unión con Dios. Y aparece entonces la tercera cabeza de la bestia, la que más nos interesa, “que es acerca de los sentidos sensitivos interiores”. Estos sentidos interiores, si se activan, también nos impiden “entrar en lo puro del espíritu”. Al estado de meditación, que es el paso previo al estado de contemplación en el que el espíritu se une a Dios y absorbe su sabiduría, se accede, pues, sin echar mano de ningún sentido externo, de ningún sentido interno y de ninguna imagen ni sensación de ningún tipo que pudiese ingresar a nuestra conciencia. “Lo que se les da a los sentidos, [...] es lo que más deroga a la fe. Luego claro está que estas visiones y aprehensiones sensitivas no pueden ser medio para la unión, pues que ninguna proporción tienen con Dios” (§ 11 y 12). Estos estados “ninguna proporción tienen con Dios”. Dios es tan excelso que ninguna imagen, externa o interna, ni ninguna emoción, puede proporcionarnos una idea fidedigna de su grandeza ni auxiliarnos en la tarea de descubrir algunos de sus secretos. La visión interior, la visión mística, está impedida de manifestársenos a través de nuestro sensorio. Sería una contradicción: una visión interior que se manifestase a través de nuestros órganos de percepción de lo exterior, ya no sería una visión interior. ¿Puede presentársenos entonces en la mente a modo de construcción intelectiva? Tampoco, ya que las construcciones intelectivas pertenecen exclusivamente al terreno de la lógica. ¿Será entonces que se nos hace real a través de la imaginación? Menos: la imaginación es auspiciada por nuestras experiencias sensoriales archivadas en la memoria y moldeadas al antojo de nuestras construcciones intelectivas. Cuando un "místico" entra en trance y afirma ver o haber visto luces de colores, imágenes divinas, melodías celestiales, voces de ultratumba, etc., yo creo que tal místico está confundido en el mejor de los casos, o está mintiendo en el peor. Si el místico se valió de sustancias alucinógenas para propiciar sus beatas percepciones, como lo hacían los chinos con el opio, los indios con el hachís o los amerindios con el peyote y el san pedro, parece correcto suponer que esas suprapercepciones no nos muestran las cosas tal cual son en sí mismas, sino que tergiversan las cosas aún más --y mucho más-- que lo que las tergiversan nuestros sentidos en estado sobrio. Algo así sucedería también con el ermitaño que, después de largos periodos de ayuno o de alimentación pobre, cree percibir realidades últimas que vienen del más allá sin darse cuenta de que la mala nutrición le ha hecho bajar su nivel de glucosa en la sangre a tal punto que ha comenzado a mezclar sus deseos íntimos con el mundo exterior que percibe, haciendo que surjan las alucinaciones, igual que lo que le sucede a quien, vagando por el desierto y muerto de sed, cree ver un oasis en donde solo hay arena. Y los gimnosofistas hindúes, que dominan el arte de retardar a voluntad el ritmo cardíaco y respiratorio, o incluso detenerlos durante cierto tiempo, andan en la misma que los ermitaños, solo que sus visiones beatíficas se les producen por falta de oxígeno en el torrente sanguíneo en lugar de por falta de glucosa, o una combinación de ambas carencias.
Según yo pienso, la verdadera visión mística no puede de ningún modo hacerse notar en nuestra conciencia. La visión mística es una visión interior, y por lo tanto se presenta en nuestro interior, en nuestro inconsciente. Por eso sostengo que los procesos de captación mística se dan mayormente mientras dormimos, y en cierta forma puede decirse que todos los seres vivos necesitan dormir no tanto para que sus órganos se recuperen del desgaste diario como para que sus espíritus puedan conectarse diariamente con el Todo. Los sueños, que se arriman a nuestra conciencia esquivamente y tienden a olvidarse con facilidad, serían, según esta teoría, parte de la visión mística que por error o no sé por qué se nos presenta en la conciencia, pero que, precisamente por ser consciente, ha perdido todo valor místico.
Pero si la visión mística no puede nunca surgir a la conciencia, ¿de qué nos sirve? Pues nos sirve de alimento, de alimento a la intuición, que es la fuerza que nos impele a creer en algo sin saber por qué creemos, o la que nos sugiere hacer algo sin saber por qué lo hacemos. Esta fuerza es absolutamente consciente, ya que sentimos su influencia en nuestra voluntad y en nuestra mente, pero sus motivos se mantienen lejos de nuestra conciencia: son motivos místicos. La intuición es la planta que vemos y la visión mística es el alimento inorgánico que la nutre y que no vemos por ser sus partículas demasiado pequeñas para nuestros órganos perceptivos. Sin minerales que la nutran, la planta moriría, y sin visiones místicas que la nutran, nuestra intuición también perecería.
Pretender que una visión mística es susceptible de apreciarse con nuestros órganos sensitivos o con nuestro intelecto consciente es como decir que nuestros estómagos están capacitados para digerir la tierra. Aquel místico que deseare continuar tragándola, que lo haga, pero sepa que así como la trague la cagará, sin provecho alguno ni para su cuerpo ni para su espíritu --con excepción de los saludables efectos purgativos que suelen acompañar a las ingestas telúricas y a los ascetismos extremos--[1].




[1] Según Vicente Fatone, en el pensamiento upanishádico, “si quiere hablarse de estados de lo real –siempre como si lo real pudiese tener estados, que no los tiene-- ha de decirse esto: los estados son cuatro: el de vigilia, el de ensoñación, el de sueño profundo y el que está más allá del sueño profundo; solo este último es el inexpresable, el inefable […]. Porque Brahman es, por así decir, el misterio: misterio tremendo para nosotros en cuanto estamos sumergidos en la ignorancia que cree ser conocimiento simplemente porque es conciencia” (Obras completas, tomo I, pp. 117-8). Según Fatone (p. 118), para los hindúes el conocimiento puro tiene su imagen en el sueño profundo, “ese sueño que, según un canto, no es «ni vivo ni muerto, sino un feto inmortal de los dioses»” (p. 134).

sábado, 15 de abril de 2017

William James y la pobreza

 Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a Mammón.
Mateo 6:19-21.

De los tres votos que exige la Iglesia Católica para ingresar a sus filas como sacerdote, el que más me simpatiza, sin dudas, es el de la pobreza. El de la castidad, como dije ayer, me resulta muy difícil de implementar, y el de la obediencia me parece contrario a las exigencias del librepensamiento, pero el voto de pobreza es poesía tanto para el laico como para el consagrado. También me resulta muy difícil de implementar; pero a diferencia del de castidad, me siento indigno, inmundo y rastrero por no poder llevarlo a la práctica. Y para mi sorpresa, el propio William James, hombre de no poca fortuna, era partidario de este voto, o al menos pretendía que el pueblo norteamericano calibrase su mira hacia otros objetivos no tan emparentados con el lucro:

Entre los pueblos de habla inglesa, especialmente, vuelve a ser necesario que se entonen con valentía alabanzas de la pobreza. Hemos crecido literalmente temiendo ser pobres. Menospreciamos a cualquiera que elige la pobreza para simplificar y preservar su vida interior. Si una persona no se une a la lucha y al anhelo general por hacer dinero, la consideramos sin espíritu y sin ambición. Incluso hemos perdido el poder de imaginar lo que la antigua idealización de la pobreza podía haber significado: la liberación de las ataduras materiales, el alma insobornable, la indiferencia viril hacia el mundo; resolver las propias necesidades por lo que se es o se hace y no por lo que se posee, el derecho a desaprovechar la vida irresponsablemente en cualquier momento, una disposición más deportiva, en resumen, la forma moral de lucha. Cuando los que pertenecemos a las llamadas clases superiores quedamos horrorizados, como ningún hombre en la historia lo ha estado, de la dureza y fealdad material, cuando aplazamos el matrimonio hasta que la casa pueda estar bien decorada y temblamos con el solo pensamiento de tener un hijo sin poseer una cuenta saludable en el banco, es el momento para que los pensadores protesten contra un estado de opinión tan poco humano e irreligioso. [...] Recomiendo que mediten seriamente sobre este tema, ya que es seguro que el temor a la pobreza que prevalece en las clases cultas es la enfermedad moral más grave que padece nuestra civilización (Las variedades de la experiencia religiosa, tomo II, capXIV, pp 407-8).


Es lástima que los intelectuales norteamericanos hayan adoptado el nudo central del pensamiento de James —el pragmatismo— y hayan dejado de lado estas refrescantes reflexiones periféricas.

lunes, 10 de abril de 2017

La virtud frente a la vanidad

Tampoco el deseo de que nos desprecien, que en sí es espiritualmente positivo, tiene que sobrepujar al deseo del comportamiento virtuoso, no sea que evitemos beneficiar al prójimo con la excusa de que nos están observando terceras personas que posiblemente nos aplaudan. Al comportamiento virtuoso no le interesan esas fruslerías, se realiza lo mismo en soledad de que ante una multitud. De preferencia en soledad, o a la vista de pocos; pero eludir una llamada de auxilio para eludir un aplauso es poner la ética patas para arriba. Si en vez del bienhechor desprecio, nos han aplaudido por nuestra conducta —o por nuestras palabras, en mi caso—, la tarea siguiente, mucho más compleja que un salvataje o que la escritura de un ensayo, será evitar el envanecimiento, el querer hacer, escribir, decir cosas con el objetivo y la intención de que los demás nos aplaudan. Si esto sucede, entonces sí habremos perdido una crucial batalla.

domingo, 9 de abril de 2017

La concupiscencia del espíritu

Eso en cuanto a la mortificación del cuerpo, pero también enseña el ascetismo la mortificación del alma. Si acallar la concupiscencia de la carne no es ocupación sencilla, más complejo aún es evitar la soberbia, que es la concupiscencia del espíritu y que es mucho más dañina que la primera[1]. Para intentarlo tenemos la receta de San Juan de la Cruz:

Lo primero, procurar obrar en su desprecio y desear que todos lo hagan. Lo segundo, procurar hablar en su desprecio y desear que todos lo hagan. Lo tercero, procurar pensar bajamente de sí en su desprecio y desear que todos lo hagan (Subida del monte Carmelo 1.13.9).

Pero estas reglas no parecen del todo acertadas. Sí me parece acertado desear que todos nos desprecien con sus acciones, sus palabras y sus pensamientos, pero este deseo de ningún modo debe incluirnos a nosotros mismos. La cosa es sencilla: si el objetivo es que nos creamos personas despreciables, los más bajos seres humanos que existen sobre la tierra, el camino perfecto para cumplimentar este anhelo, si somos personas decentes, es el comportamiento indecente. Yo solamente me siento un ser despreciable cuando actúo, hablo o pienso como un ser despreciable, de modo que la fórmula de San Juan de la Cruz, tomada al pie de la letra por quienes anhelan perfeccionarse espiritualmente, redundaría en un fenomenal acrecentamiento de la hijoputez. Gran ejercicio de humildad es agachar la cabeza y recibir el desprecio de los otros, de nuestra familia incluso, con mansedumbre y alegría; pero si nosotros mismos, luego de realizar las más abnegadas acciones, nos creemos indignos, es porque sospechamos que nuestras acciones no fueron en absoluto abnegadas. Si lo fueron, tenemos que sentirnos orgullosos de nosotros mismos, que este orgullo propio no es en absoluto incompatible con la humildad que debemos manifestar ante el prójimo. Si yo salvo una vida poniendo en riesgo la mía y, no obstante, al hacerlo me siento un hombre mezquino, no soy un santo, soy un orate. Desde ya que no iré por ahí narrando este suceso para que todos me feliciten, sino todo lo contrario; pero felicitarme yo mismo por lo acaecido es espiritualmente enaltecedor. Para llamarse uno mismo, como santa Teresa de Jesús, “el peor de los pecadores”, hay que pecar, pecar y no cansarse de pecar. O si no hay que ser un gran hipócrita. Ninguna de estas dos opciones me satisface[2].




[1] "Toda la filosofía y teología cristianas consideran que el orgullo es la raíz más fundamental y profunda del mal moral" (Dietrich von Hildebrand, Ética, cap. 35).  “Si bien todos los vicios nos alejan de Dios, solo la soberbia se opone a Él; (a ello se debe) la resistencia que Dios ofrece a los soberbios” (Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 162, a. 6).
[2] Para evitar el ensoberbecimiento de creerse uno mismo bueno, o más bueno que el resto, lo adecuado no es el autodesprecio sino la convicción de que nuestra virtud es generada por la Providencia que actúa a través de nosotros. “La soberbia es el menosprecio de Dios. Cuando alguno se atribuye las buenas acciones que ejecuta y no a Dios, ¿qué otra cosa hace más que negar a Dios?” (Teófilo, Catena Aurea). Es, pues, la creencia en el libre albedrío muy perjudicial a la hora de mantener a raya a la soberbia.

sábado, 8 de abril de 2017

El ascetismo en el mundo contemporáneo

Ya no sirve vivir para sufrir. /
Te das cuenta, sacate el mocasín. 
Charly García, No me dejan salir

Una característica insoslayable de la santidad es el ascetismo. Según la Real Academia Española, el asceta es aquella persona que, “en busca de la perfección espiritual, vive en la renuncia de lo mundano y enla disciplina de las exigencias del cuerpo”. También dice, en su segunda acepción, que un asceta es una persona que vive voluntariamente de forma austera. Acepto y apruebo estas dos definiciones y las tomo como parámetro para sugerir que ciertas conductas que describe William James en su libro, si son ascéticas, son deformaciones y exageraciones de lo que la ascesis religiosa en realidad prescribe.
Hablemos, por ejemplo, del ascetismo tal como lo entendía el teólogo y místico alemán Enrique Suso. Suso, nos cuenta James,

poseía un temperamento lleno de fuego y vida, y cuando comenzó a darse cuenta fue muy penoso para él y buscó mediante todo lo que pudo sujetar su cuerpo. Durante mucho tiempo llevó una camisa de piel rugosa y una cadena de hierro hasta que sangró y tuvo que quitársela; en secreto se hizo confeccionar ropa interior donde había tiras de piel con ciento cincuenta agujas de latón, puntiagudas y afiladas, dirigidas hacia la carne. [...] después todavía inventó algo nuevo: dos guantes de piel donde hacía adaptar un dedal lleno de tachuelas de latón muy afiladas. Se los ponía por la noche de forma que si intentaba quitarse la ropa interior durmiendo [...], las tachuelas se le clavaban en el cuerpo. Y así vivía. [...] Cuando las heridas se le curaban, al cabo de algunas semanas, se desgarraba de nuevo haciéndose nuevas heridas. Siguió con este ejercicio terrible durante siete años. [...] Suso [en su biografía] explica cómo, para emular las penas del Señor crucificado, se hizo una cruz con treinta agujas y clavos de hierro puntiagudos, la llevó sobre la espalda desnuda día y noche: La primera vez que se puso la cruz en la espalda su cuerpo se estremeció de terror y despuntó los afilados clavos contra una piedra. Pero en cuanto se arrepintió de su cobardía femenina, los afiló de nuevo con una lima y se volvió a poner sobre la espalda la cruz, haciendo que ésta le sangrara y supurara. Cuando se sentaba o agachaba parecía que tuviese una piel de erizo encima y apenas alguien le tocaba sin querer o palpaba sus ropas se desgarraba. [...] Durante el mismo tiempo, el Servidor se procuró una puerta vieja, inservible, y por la noche se acostaba sin ropa de cama que la hiciese confortable; se quitaba los zapatos y se envolvía en un abrigo recio. Tenía una almohada miserable, ya que se ponía tallos de guisantes bajo la cabeza; la cruz con los clavos enganchada a la espalda, los brazos vendados, la ropa interior de pelo de caballo encima, el abrigo demasiado pesado y la puerta demasiado dura. Así dormía [...]. En el invierno sufría mucho con las heladas, si estiraba los pies tocaban el suelo desnudo y se helaban; si los encogía, la sangre se le encendía en las piernas y le hacía sufrir grandemente. Tenía los pies completamente llagados, las piernas hidrópicas, las rodillas sangraban y supuraban, la espalda cubierta de las cicatrices de la ropa interior, su cuerpo devastado, la boca reseca por la sed y sus manos temblorosas por la fiebre. Pasaba días y noches en medio de estos tormentos [...]. Al cabo de un tiempo abandonó la penitencia de la puerta y en su lugar ocupó una celda muy pequeña usando el banco, demasiado estrecho y corto, para acostarse como si fuera una cama. Así durmió, en este agujero o en la puerta descrita durante ocho años. [...] Nunca, durante estos años, se bañó; ni siquiera un solo baño de agua o de vapor, y lo hacía para mortificar el cuerpo, que buscaba comodidades. [...] Durante un tiempo considerable intentó conseguir un grado de pureza tan elevado que no se rascaba ni tocaba parte alguna de su cuerpo excepto las manos y los pies. Les ahorro el relato de las torturas que se autoinflingía el pobre Suso con la sed. Bueno es saber que después de mortificarse cuarenta años, el Señor le dio a entender, mediante una serie de visiones, que ya había estropeado bastante al hombre natural y que debía abandonar los ejercicios (William James, Las variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap. XI, pp. 345-348).

Tenemos también el caso de San Pedro de Alcántara, quien

había pasado casi cuarenta años sin dormir más de una hora y media al día. De todas sus mortificaciones, esta era la que más le costaba. Para conseguirlo, siempre permanecía arrodillado o de pie. El poco sueño que se permitía lo tomaba sentado, con la cabeza reclinada en un trozo de madera clavada en la pared. Si hubiese querido tumbarse le habría sido imposible, ya que su habitación medía cuatro pies y medio de largo. Durante todos estos años nunca se puso la capucha, sin importarle ni el ardor del sol ni la fuerza de la lluvia. Nunca se puso un zapato. Llevaba un vestido de basta arpillera, sin nada más sobre la piel. [...] Era frecuente que solo comiese una vez cada tres días [...]. Su pobreza era extrema y su mortificación, incluso de joven, era tal [...] que había pasado tres años en una de las casas de su orden sin conocer a ninguno de los otros monjes; solo los conocía por el sonido de sus voces, ya que nunca levantó los ojos, y encontraba su camino siguiendo a los otros (ibíd., cap.XIV, pp. 399-400).

Es evidente que estos santos especímenes tenían por único Dios no a Jesucristo, sino al sufrimiento. Con santa Margarita María de Alacoque, la fundadora de la orden del Sagrado Corazón, finalizo esta muestra y confirmo mi conclusión:

Su amor por el dolor y el sufrimiento era insaciable [...]. Decía que podía vivir alegremente hasta el día del juicio, siempre que tuviese materia para sufrir por Dios, pero que vivir un solo día sin sufrimiento sería intolerable. Decía también que se sentía devorada por dos fiebres que no se podían mitigar, una por la santa comunión y otra por el sufrimiento, la humillación y la aniquilación. “Nada, excepto el dolor —repetía siempre en sus cartas— hace mi vida soportable” (ibíd. cap. XI, p. 348).

Me parece incontestable la idea de que morigerando los placeres del cuerpo, el espíritu se aviva y purifica, pero una cosa es disminuir los placeres sensitivos hasta el mínimo posible y otra muy distinta es procurarse los más agudos y variados dolores con el fin de alcanzar la pureza o la unión con la divinidad. El ascetismo bien entendido, pues, procura la austeridad extrema en cuanto a placeres carnales, pero nunca busca el dolor. La renuncia de lo mundano, si es renuncia real y no fingida, no puede aprobar esas prácticas de mortificación, justamente porque el dolor corporal es cosa de lo más mundana, de modo que quien lo busca, busca lo mundano, sépalo el mortificado o no lo sepa. Quien renuncia a lo mundano en favor de lo espiritual renuncia, desde luego, al placer mundano, pero también renuncia al dolor. Y si vive en la pobreza debido a esta renuncia, y esa pobreza le provoca sufrimientos y privaciones, los acepta con alegría, pero nunca busca estos sufrimientos y estas privaciones por sí mismos, porque esa búsqueda es señal inequívoca de mundanidad.
Hoy en día, dice James, “un beato Suso o un san Pedro de Alcántara, se nos presentan más bien como trágicos saltimbanquis que como hombres sensatos que nos inspiren respeto”. Suponían estos individuos que sus dolores eran bien vistos por la divinidad, pero “la noción de que Dios se deleita en el espectáculo de los sufrimientos autoinflingidos en su honor es abominable”. Así como ya no tiramos gente dentro de los volcanes para apaciguar a los dioses, tampoco nos autoflagelamos para complacerlos. Y esto es un avance, me parece, respecto de los pretéritos ascetismos. Pero el ascetismo, lo repito una y otra vez, no es esto. Esto es una exacerbación del espíritu ascético. Debido a esta exacerbación que se dio en siglos anteriores, “probablemente estarán ustedes dispuestos [...] a tratar la tendencia general del ascetismo como patológica” (pp. 399 a 401). Sería este un grave yerro. Si hay algo que necesita el mundo actual, y el mundo religioso en particular, es comportarse de modo ascético. El ascetismo ha quedado mal parado por causa de aquellos desbordes y es preciso reivindicarlo. Esa disciplina de las exigencias del cuerpo, tan necesaria para llegar a Dios y tan despreciada por los bien alimentados clérigos modernos, muy poco propensos a la renuncia y a la pobreza, esa disciplina está escondida bajo el barniz de la búsqueda desesperada del placer momentáneo que es el signo de estos tiempos. De un extremo espantoso como lo era esa apología del sufrimiento, hemos caído en el otro extremo, y el uno es tan pernicioso como el otro. Entre la ropa interior de Enrique Suso y el Livin’ la vida loca de Ricky Martin existe un espacio intermedio en el que la persona que anhela religiosidad debe situarse. Si se bandea demasiado hacia uno u otro extremo, su espiritualidad se verá seriamente contaminada.

lunes, 3 de abril de 2017

William James y la sociobiología

Esta conjetura de James que afirma que la santidad es conveniente, dentro de una sociedad, solo en su justa medida y nunca en demasía, presagia la opinión de la sociobiología. Esta ciencia nos dice que dentro de cualquier grupo de animales sociales existen algunos individuos predominantemente agresivos y otros predominantemente mansos, y que si dentro de dicho grupo comienzan a escasear los individuos agresivos, la sociedad que han formado, por una mera cuestión adaptativa, comienza a generarlos, y lo mismo si escasean demasiado los mansos, de manera que siempre tiende a mantenerse estable una cantidad determinada de individuos de cada grupo. Por eso nunca una sociedad animal podrá evitar los comportamientos agresivos intraespecíficos (entre miembros de la misma especie)[1]. Y en cuanto al egoísmo y al altruismo, impera claramente lo primero. Incluso el propio comportamiento altruista de los animales, como por ejemplo las alertas que da un individuo cuando se acerca un depredador y que lo exponen a él mismo a ser devorado, no es, si se lo estudia con detalle, más que un comportamiento egoísta de la especie como tal que a veces opta por sacrificar a un ejemplar en aras de la supervivencia del resto[2]. Ahora bien; mas allá de que la ética humana más acendrada funciona exactamente de ese modo, sacrificándose un individuo, dando su salud e incluso su vida para salvaguardar la salud y la vida de otros, el problema está en conocer si este equilibrio entre el comportamiento agresivo y el sumiso dentro de las sociedades animales es ley de la naturaleza y, si es ley, si puede extrapolarse al conjunto de las sociedades humanas. Y yo respondo que me parece que sí, que esta hipótesis de una “estrategia evolutivamente estable”, que equilibra la agresión y la sumisión y las mantiene parejas dentro de una especie, es una ley natural que se cumple inexorablemente dentro de cualquier sociedad animal, y por ello no puede ni podrá existir una sociedad animal cuyos miembros posean, todos o casi todos, la cualidad de la mansedumbre. Y creo también que esta ley tiene vigencia dentro de las sociedades humanas… del mismo modo en que la teoría gravitatoria de Newton tiene vigencia en el universo de la materia. La teoría de Newton funciona en casi toda ocasión, excepto en ciertos casos límite ante los cuales es preciso echar mano de la teoría de la relatividad general. A los efectos de nuestra vida ordinaria, con Newton nos basta. Algo así sucede con la ley de la estrategia evolutivamente estable: se aplica y tiene vigencia en prácticamente todas las sociedades humanas pasadas y presentes, pero esto no niega la posibilidad de que exista o pueda existir un caso-límite de sociedad humana que deje atrás este equilibrio instintivo-racional que aspira al egoísmo específico o individual y se maneje con el acicate de los valores que nuestras intuiciones prefieren y nos ordenan cumplimentar. ¿Que una sociedad así, repleta de santos y carente de demonios, no duraría ni cinco minutos ante la invasión de otra sociedad éticamente más “equilibrada”? Es posible, pero la brevedad del experimento no es una refutación de la posibilidad de su existencia, sino más bien de su deseabilidad. ¿Desearemos vivir en una sociedad como las nuestras durante largos años, con gente buena y gente mala repartidas equitativamente, o desearemos vivir en una sociedad de santos durante cinco minutos, hasta que otra sociedad más pragmática nos esclavice o nos haga papilla? Cada quien responderá esta pregunta como más le plazca.



[1] Cf. Richard Dawkins, El gen egoísta, cap. V. Dice Dawkins, siguiendo en esto a John Maynard Smith, que toda sociedad el animal se compone de “ halcones” y “palomas” en una proporción estable que no puede variar demasiado sin que su estrategia evolutiva como especie corra peligro. Los halcones son mucho más agresivos y las palomas mucho más huidizas. Agresividad no es lo mismo que maldad ni evasividad lo mismo que bondad, pero igual entiendo que mi razonamiento puede continuar por estos carriles, puesto que por experiencia podemos decir que los malos son por lo general más agresivos que los pacíficos y esquivos bonachones.
[2] Cf. ibíd., cap. X, p 251.

domingo, 2 de abril de 2017

William James y la santidad con cuentagotas

En su interesante análisis sobre Las variedades de la experiencia religiosa, William James admite que la conducta de los santos es benéfica para la sociedad… siempre y cuando se limite a una pequeña cantidad de seres. “La función general de su caridad en la evolución social es vital y esencial” (tomo II, cap. XIV, p. 397), pero solamente al modo de un remedio que tomado en su justa dosis vitaliza y en exceso envenena. Si los santos proliferasen en demasía, la sociedad colapsaría:

Toda la historia del gobierno constitucional es un apéndice sobre la excelencia de resistir al mal y cuando una mejilla es golpeada devolver el golpe y no poner también la otra mejilla. [...] a pesar del Evangelio, a pesar del cuaquerismo, a pesar de Tolstoi, aceptan ustedes combatir el fuego con el fuego, matar a los usurpadores, encerrar a los ladrones y eliminar a vagabundos y estafadores (ibíd., p. 395).


O sea que lo que hacen los gobiernos, esto es, devolver mal por mal y golpe por golpe, es lo conveniente para la buena salud social en la gran mayoría de los casos, siendo el precepto de poner la otra mejilla, típico del santo, solo conveniente en raras excepciones. Es esta una opinión que yo respetaría siempre que viniera de alguien que no hace del empirismo su leitmotiv como es el caso de James. Porque James no se cansa de decir que todos sus asertos (excepto los de orden puramente lógico o matemático) están basados en la experiencia, y ¿de qué experiencia se vale para concluir que los gobiernos punitivistas prohíjan sociedades más armónicas que los gobiernos no punitivistas, siendo que estos últimos jamás han existido? Ciertamente que hay gobiernos más punitivistas que otros, y es posible que, valiéndonos del método experimental, lleguemos a demostrar que los gobiernos que más duro castigan a las personas socialmente indeseables pertenezcan a los países en que más nos gustaría vivir. Esta afirmación, ya de por sí, es temeraria, puesto que en Cuba por ejemplo, o en los países musulmanes fundamentalistas, se suele castigar el delito de manera terminante, y no creo que a muchos occidentales les agrade la idea de vivir en aquellas regiones; pero además no estamos resolviendo el problema, porque la experiencia nos ofrece siempre gobiernos más o menos punitivistas, nunca un gobierno que no castigue en absoluto, de modo que no podemos comparar, solo podemos hacer conjeturas aventuradas. Yo estoy en mi derecho de hacerlas, porque soy un conjeturador serial, pero una persona como James, empirista radical como se autodenomina, si es lógico debería callar, porque la empiria no nos ha suministrado jamás, desde la historia de las civilizaciones, el ejemplo de un pueblo repleto de santos que no odie ni castigue a quienes trastornan sus códigos morales, sino que los ame y los perdone.