Un fisicalista dirá que en el fenómeno
de la evaporación no intervienen los deseos de las moléculas evaporadas ni
ningún otro concepto que implique una vivencia, que todo puede perfectamente
explicarse con el cabal conocimiento de las leyes físicas que intervienen en el
proceso. Y yo le diría que sí, que está en lo correcto, porque lo que a él le
interesa es el costado material del suceso. Pero si este fisicalista me dijese
que tal suceso material es lo único que existe, negando el costado (y con él la
sustancia) espiritual que la evaporación pudiera presentar, ahí yo no estaría
de acuerdo. La explicación del fisicalista de este y cualquier otro suceso o
proceso tiene por fuerza que excluir lo vivencial, lo psicológico, porque la
materia y la energía no se llevan bien, no se combinan, con los atributos de la
mente. Pero si de ahí deduce que lo mental es ilusorio, se ha salido de su rol
y se ha puesto en metafísico, y su metafísica no me convence.
“No hay razón —dice Thomas Nagel— para
darle un contenido mental a la explicación de los sucesos físicos”, y a
continuación se despacha con un ejemplo muy ilustrativo:
Alguien que al considerar una sequía infiere que el dios de la lluvia
está enojado, no basa su hipótesis solo en la evidencia física, sino en una
interpretación psicológica de la sequía, basada en su conocimiento de los
motivos humanos. Cualquier inferencia de este tipo, ya sea racional o
irracional, no pertenece la física (La
muerte en cuestión, cap. XIII, p. 283).
No pertenece la física esta explicación:
el enojo de los dioses no puede causar una sequía. Pero si afirmamos que las
lágrimas de una persona se asoman a sus ojos por causa de un dolor, o del
avistamiento de un ser querido, lo mismo estamos errando el tiro y alejándonos
de lo científico, por más que la explicación sea menos mitológica y retrógrada.
La ira de los dioses no puede generar fenómenos meteorológicos, pero no porque
los dioses no existan, sino porque los fenómenos meteorológicos son materiales
y la ira, por ser una vivencia, no lo es. Y en lo que respecta a las lágrimas,
la ciencia debe buscar sus causas dentro de los fenómenos orgánicos que las
preceden y nunca en los estados mentales del llorón, porque el científico no
puede percibir esos estados en sí mismos (no son sus estados mentales), y no se debe hacer ciencia sobre lo que no
se puede ni podrá nunca percibirse. Como dice David Chalmers, “parece relativamente evidente
que puede darse una explicación física de la conducta que no recurre a, ni
implica, la existencia de la conciencia” (La mente consciente, p. 197)[1].
Vuelvo ahora al fenómeno de la
evaporación, que se explica de manera muy sencilla en su aspecto material y que
no necesita del pampsiquismo para ello. El pampsiquismo no puede formar parte
de ninguna explicación científica precisamente por involucrar aspectos
mentales. Es metafísica pura, y una metafísica que afirma, más por pura
intuición que por apuntalamiento argumentativo[2],
que las moléculas de agua que se evaporan son, a la vez que materia, espíritus
que desean o no desean ascender en busca de otros espíritus y que presentan
microgoces y microsufrimientos de acuerdo a si sus deseos son satisfechos o
contrariados. Estos ínfimos espíritus acuáticos, por disponer de un nivel de
conciencia demasiado rudimentario, se ven zangoloteados por los deseos de otros
espíritus mejor formados, como los nuestros por ejemplo, y poco pueden hacer
para contrarrestarlos. Pero si se los deja librados a su suerte, si por alguna
razón los macrodeseos que los circundan dejan de afectarlos, los espíritus
acuáticos manifiestan una brutal microalegría y ascienden hacia las nubes
—hacia el espíritu de las nubes— por propia decisión, por voluntad propia, sin
ser coaccionados por nada que no provenga de sus húmedas psicologías.
¿Queríais vosotros, señores de la curia
pontificia, y también vosotros, jueces especialistas en derecho penal, una
teoría que acredite la existencia del albedrío no condicionado? Pues aquí la
tenéis.
[1] John Searle se burla de esta afirmación
de Chalmers: “Si, por ejemplo, ustedes creen que comen porque sienten
conscientemente hambre, o si van a casarse porque están conscientemente
enamorados de su futura esposa, o si apartan la mano del fuego porque sienten
conscientemente dolor, o si en una reunión toman la palabra porque están
conscientemente en desacuerdo con el que estaba hablando, pues en todos esos
casos están ustedes en un error. En todos ellos, el efecto fue un
acontecimiento físico, y por lo tanto, tiene que haber una explicación
puramente física del mismo. Aunque la conciencia existe, no desempeña papel
alguno ni en la explicación de su conducta, ni en ninguna otra cosa. [...]
Sabemos que los cerebros de los humanos y de algunos animales son conscientes.
Esos sistemas vivos provistos de
ciertas clases de sistemas nerviosos son los únicos sistemas en el mundo de los
que sabemos, como una cuestión de hecho, que tienen conciencia” (El misterio de la conciencia, pp. 142 y
156). Razona Searle de la siguiente manera: sabe que cada vez que su espíritu
siente hambre su cuerpo se dirige hacia la comida y se la incorpora, y de aquí
deduce que su apetito es la causa de su ingesta. Pero razonando así podemos
concluir también que como siempre que canta el gallo a los pocos minutos
amanece, el canto del gallo es la causa de que el sol aparezca en el horizonte.
La ciencia dice que no, que el gallo canta porque el amanecer está próximo y, paralelamente, sin nexo causal, amanece.
Algo parecido sucede con el primer ejemplo: el hambre es a la acción de comer
lo que el canto del gallo es al amanecer. El hambre preanuncia la ingesta como
el canto del gallo preanuncia el amanecer, pero en ningún caso existe una
relación de causa-efecto. Y ahora, lo inexplicable en un epistemólogo tan
reconocido. Según Searle, que mi vecino, o mi perro, tienen conciencia de
ciertas cosas es una “cuestión de hecho”. ¿Cuestión de hecho? Cuestiones de
hecho son aquellas que podemos corroborar con nuestros sentidos, y ¿con cuál de
nuestros sentidos podemos percibir las vivencias de mi perro o de mi vecino?
Podemos percibir en ambos movimientos airados, gesticulaciones, gritos…, pero
sus dolores y sus placeres, sus pensamientos, sus emociones, es decir, sus
estados psicológicos, no podemos percibirlos de ninguna manera --a menos que
incorporemos a la discusión la telepatía, pero Searle nunca la menciona--. Luego,
el mantra favorito de Searle, “el cerebro produce la conciencia” es
un aserto metafísico de acá a la China y de ningún modo una cuestión de hecho.
Puede ser verdadero, pero la ciencia no puede decirnos nada al respecto.
Tiene a su favor Searle el sentido común. Él nos
informa que comemos porque tenemos hambre, que nos casamos porque estamos
enamorados y que quitamos la mano del fuego porque sentimos dolor. Pero el
sentido común también les decía a los humanos de la Edad Media que el sol
giraba alrededor de la tierra. Después vino la ciencia y rectificó el sentido
común. Lamentablemente, para rectificar el sentido común de que hace gala
Searle hace falta algo más que ciencia, hace falta filosofía. Aquel que no la
posea seguirá guiando sus pasos gnoseológicos con el único auxilio del sentido
común, y así le irá.
[2] Los argumentos, si nos atenemos a las hipótesis metafísicas madres, no
digo que salen sobrando, pero quedan bastante rezagados en comparación con las
intuiciones. Ya lo dijo el mismo Thomas Nagel: "Cuando aparece un
argumento decisivo para sostener una conclusión intuitivamente inaceptable,
debe suponerse como probable que hay en el argumento algo falso que no podemos
detectar” (op. cit., prefacio).
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