Lo que lleva a Searle a suponer que los
deseos son causa eficiente de la conducta[1]
es su apasionado posicionamiento en favor de la hipótesis del libre albedrío.
Si se admite que la conducta es causada por meras conexiones neurales y no por
deliberaciones racionales, la creencia en el libre albedrío se debilita. Según
Searle es un hecho de la experiencia que nuestras decisiones racionales
posibilitan, al menos en algunos casos, nuestros movimientos corporales, y a su
vez, para que sea posible el embarcarnos en la toma racional de decisiones,
“tenemos que suponer el libre albedrío” (Razones
para actuar, I, II, 2). Respecto de esto último estoy perfectamente de
acuerdo. Cuando yo evalúo, por ejemplo, si me voy a quedar en casa o si me
conviene ir a la biblioteca, lo hago presuponiendo, mientras tomo la decisión, que soy libre para optar por una u otra
opción. Esta presuposición es inevitable y la experimenta incluso el más
empedernido determinista. Sin embargo, esta inevitable sensación de libertad
deliberativa no dice nada en favor de la libertad misma. Sentir que somos agentes libres no es lo mismo que ser agentes libres. Esta sensación
podría ser ilusoria, como tantas otras que se nos presentan cotidianamente, y
esta posibilidad se ve robustecida por el hecho de que a cierta clase de
personas, a saber, los deterministas, esta sensación de haber deliberado
libremente se les desdibuja poco a poco ni bien la decisión tomada se aleja en
el tiempo. Mientras escribo este pequeño ensayo supongo que lo hago libremente,
que elijo esta palabra y no otra por propia voluntad, sin ser coaccionado por
ninguna fuerza interna o externa ajena a mi discernimiento y a mi literatura.
Eso pienso y supongo mientras esto escribo. Pero mañana, cuando lo lea, ya se
habrá esfumado esta ilusión y comprenderé que no había modo de que pudiera
haber escrito alguna cosa diferente[2].
El árbol no nos deja ver el bosque. La
proximidad, la proximidad temporal, no nos permite reflexionar sobre las causas
por las cuales, forzosamente, debíamos hacer lo que hicimos. Si acerco mi
lapicera demasiado a mis ojos no la veo bien, la veo borrosa. Si reflexiono
sobre mis decisiones muy cerca del momento de tomarlas no reflexionaré bien,
porque la inteligencia se pone al servicio de la decisión y no de la reflexión
sobre la decisión. Después alejo la lapicera de los ojos y veo claramente por
qué razón me decidí por tal o cual opción y no por la otra, o por qué no podía,
en rigor, hacer nada que no fuera lo que hice.
[1] No tanto a suponer como a dogmatizar. "El famoso problema
mente-cuerpo —dice— tiene una solución muy simple [...]. Tal solución es la
siguiente: los fenómenos mentales están causados por procesos neuropsicológicos
del cerebro" (El redescubrimiento de
la mente, cap. 1, secc. I). Según Searle, "todos sabemos que es
verdadera" esta su solución a la vieja controversia, y que tal solución
"debería ser obvia para una persona culta". Tanta seguridad en un
epistemólogo me abruma. ¡Qué inculto seré!
[2] Es esta una situación análoga a la que
plantea Searle en otro de sus libros. Afirma en La construcción de la realidad social (cap. 8, pp. 190 a 196) que
la existencia de los objetos materiales independientemente de nuestras
percepciones no puede probarse, pero que necesariamente la presuponemos cada
vez que realizamos un enunciado que los incluye. No sabemos si los objetos
existen fuera de nuestra conciencia, pero lo presuponemos al hablar de ellos; y
del mismo modo, no sabemos si el libre albedrío existe pero lo presuponemos
cada vez que tomamos una decisión en base a una deliberación racional. Este
argumento “trascendental”, como lo llama Searle, no es una prueba contundente
sobre la falsedad del idealismo berkeleyano sino tan solo una herramienta
metodológica, y lo mismo para el caso del libre albedrío y las deliberaciones.
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