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miércoles, 27 de junio de 2018

Leer mucho o leer con atención


A los diecinueve años, Fernando Pessoa se propuso una meta utópica: determino que de ahora en adelante leeré por lo menos dos libros cada día —uno de poesía, o literatura, otros de ciencia o filosofía— (entrada de su diario íntimo del 25/5/1908, citado en Escritos autobiográficos, automáticos y de reflexión personal, p. 27). Utópica, porque ¿qué sucedería si el libro a leer en el día fuese La guerra y la paz? ¿Cómo podría leerse en una sola jornada El mundo como voluntad y representación, o El origen de las especies? No es aconsejable leer con un cronómetro en la mano. La lectura profunda pide tiempo, y es mejor leer en un mes un solo libro, pero bueno, que no sesenta que no nos aporten gran cosa.
De más está decir que Pessoa no cumplió ni por asomo ese juvenil propósito. De cumplirlo, habría terminado siendo un lector a lo Hitler.

martes, 26 de junio de 2018

Hitler como escritor


Las personas que leen poco por lo general no escriben bien, como es el caso de la mayoría de los periodistas, pero también están los que no escriben bien habiendo leído mucho, y este es el caso de Hitler. Mi lucha, su gran libro autobiográfico, es la prueba tangible de la baja intelectualidad y del rudimentario manejo de las letras que tenía este siniestro personaje.

En los trozos que se conservan del manuscrito original [...], el autor, que a la sazón contaba treinta y cinco años, aparece como un hombre de poca cultura que no ha llegado a dominar siquiera la ortografía básica ni muestra un conocimiento normal de la gramática. Estos textos inéditos están plagados de errores léxicos y sintácticos, por no hablar de la puntuación o del criterio para las mayúsculas, tan precaria la una como inexistente el otro (Timothy Ryback, Los libros de gran dictador, p. 105).

No se puede sacar aceite de las piedras. El que nace para pito, por mucho que lea, nunca llega a ser corneta.

lunes, 25 de junio de 2018

Hitler como lector


En Los libros de gran dictador, Timothy Ryback analiza los gustos literarios de Hitler a través de un minucioso análisis de su biblioteca privada. Llega a la conclusión de que Hitler era un lector furibundo e insaciable, pero intelectualmente muy pobre. Leía muy poco sobre política y mucho menos sobre filosofía. Se jactaba de haber leído a Schopenhauer, pero escribía su apellido con dos pes, “como atestiguan las notas que escribió para sus discursos” (p. 81). Leía mucho sobre astrología, espiritismo, dietética, cuestiones eclesiásticas y le fascinaban sobre todo las novelas populares, policíacas, de aventuras y románticas. Era sin dudas un lector diletante. Diletante es aquel lector que se deleita leyendo y que lo hace por mera afición, sin que lo mueva un interés profesional, pero también es diletante quien cultiva una actividad de manera superficial o esporádica. Hitler era un lector diletante en ambos sentidos. No hay nada de malo en leer por afición y por placer y no por interés profesional; lo malo es leer cosas indignas de ser leídas, y Hitler, la mayoría de las veces, leía simplonerías.
Dime qué lees y te diré quién eres. Leyendo Los libros de gran dictador pude comprender mejor el alcance y la potencialidad que tienen los libros para formar y deformar el pensamiento de una persona[1].

domingo, 17 de diciembre de 2017

Hitler y los intelectuales

Escribió Adolfo Hitler:

El Estado Racista debe partir del punto de vista de que un hombre, si bien de instrucción modesta pero de cuerpo sano y de carácter firme, rebosante de voluntad y de espíritu de acción, vale más para la comunidad del pueblo que un superintelectual enclenque (Mi lucha, II, 2).

Fue por sentencias como esta que Albert Einstein, que tenía mucho de superintelectual y también mucho de enclenque, huyó de la Alemania nazi y se instaló en los Estados Unidos. Según Hitler, cualquier mozo de cuerda era más útil para su país que el autor de la teoría de la relatividad. Tal vez haya comprendido, sobre el final de su vida, que es más útil para una comunidad, y que también es más útil para ganar una guerra, una persona que piensa que mil personas que tiran de una soga. 

lunes, 6 de agosto de 2012

Hitler, previo a la guerra, como benefactor de su pueblo

Leamos a Pío Baroja, "el precursor del fascismo español", tal como lo bautizó Giménez caballero, desde un ensayo que data de 1938:

Yo he estado un momento en Alemania, únicamente en pueblos próximos a Suiza. Suiza produce una impresión de orden, de confort y de arreglo, llegando de Francia. La Alemania actual la produce mayor.
Todo está hecho allí para el pueblo y, naturalmente, el pueblo está entusiasmado con un régimen de esa clase, que le va sacando del pantano en donde estaba hundido por la guerra mundial. La aristocracia de allí va desapareciendo, y la burguesía también: todo se hace en beneficio del que trabaja: del ingeniero, del mecánico, del labrador, del obrero, del pequeño empleado, de la criada de servir. Las grandes propiedades se acabaron, y los municipios han tomado de ellas para parques, para jardines escolares o para caminos lo que ha necesitado, sin indemnización alguna.
Los obreros gozan de vacaciones pagadas y viajan por todo el país; las criadas de servir tienen libre todo el domingo y no tienen que hacer la comida, ni nada, en los días de fiesta, disfrutan de la tarde del jueves, y todos los días, al acabar su trabajo, a las ocho u ocho y media de la noche, se retiran a su cuarto a leer o a coser. He oído hablar de disposiciones sorprendentes. Los solteros no pueden tener criados, los matrimonios tampoco, por ricos que sean, si no tienen hijos. Cierto que no hay allí mítines, ni manifestaciones, ni se canta la Internacional, ni hay banderas rojas; pero la vida está más colectivizada que en parte alguna. Aquello es la República de Platón, con la absorción del individuo por el Estado. Es Esparta idealizada. A un español, acostumbrado al desorden, le tiene que producir un poco de espanto un régimen así; pero hay que reconocer que es ultra-popular (Comunistas, judíos y demás ralea, VIII).

¿Era tan así, como la pinta Baroja, la realidad política y económica de la Alemania nazi anterior a la segunda guerra? Sería importante averiguarlo, porque entonces podríamos decir de Hitler que, antes de que se le deschavetara el moño completamente con sus persecusiones, asesinatos y ansias expansionistas, había sido un estadista que había entendido --he implementado-- el socialismo de un modo aceptable, mucho más aceptable que otros socialismos más explícitos que habían aparecido o que luego aparecieron. Pero recalco que Baroja no me merece gran confianza, de modo que intentaré recabar mayor información al respecto.

jueves, 7 de julio de 2011

Filosofía y retórica (parte III)


Volviendo a Hitler y a la mala retórica –que no es mala porque no funcione sino porque se aparta de la lógica o de la ética--, cabe la siguiente pregunta: ¿Era Hitler quien persuadía a su auditorio, o el auditorio ya venía persuadido y lo que hacía Hitler era sólo adularlo y confirmarle la sensatez de sus pervertidas ideas e instintos? Si Demóstenes viviera, entendería que no fue Hitler quien contagió su antisemitismo y su belicosidad a los alemanes, sino que se valió de ellos para llegar al poder:

En ningún momento los oradores os hacen perversos u hombre de provecho, sino vosotros los hacéis ser de un extremo o del otro, según queráis. Pues no sois vosotros los que aspiráis a lo que ellos desean, sino que son ellos los que aspiran a lo que estimen que vosotros deseáis. Así pues, es necesario que seáis vosotros los primeros en fomentar nobles deseos, y todo irá bien; pues, en ese caso, o nadie propondrá ningún mal consejo, o bien ningún interés le reportará el proponerlo por no disponer de quienes le hagan caso (Demóstenes, Discursos políticos, tomo I, párrafo final del discurso titulado “Sobre la organización financiera”).

¡Brillante observación! Y es que es muy difícil educar a la masa, o a un auditorio más o menos ignorante, valiéndose de un discurso, pero es muy fácil adularlo[1] y confirmarle sus creencias, sobre todo si tienen éstas una raíz instintiva. En eso consiste la demagogia, en ir a favor de las ideas del pueblo y nunca en contra por más que dichas ideas sean política o económicamente disparatadas o redondamente inmorales. La buena retórica, por el contrario, se cuida muy poco de las opiniones y los prejuicios de tal o cual auditorio particular, porque se dirige a un auditorio universal, a la totalidad de los seres pensantes existentes y, sobre todo, por existir, sin importar que en el preciso momento en que se gesta el discurso o el escrito haya tales o cuales sujetos percibiéndolo, o no haya ninguno. El auditorio siempre estará presente en la mente del orador o del ensayista, pero cuanto más abstracto y extendido lo imagine, menos riesgo habrá de que la lógica y la ética inherente a la buena retórica termine interceptada y mancillada por ese deseo, tan arraigado en todos nosotros, de que nuestro mensaje sea coronado con un aplauso.
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Mi apología de la retórica escrita le habría caído muy mal a Sócrates. Según él, el conocimiento no debe adquirirse –o, mejor dicho, concienciarse, puesto que el conocimiento está siempre dentro de nosotros-- mediante la lectura sino cara a cara, dialogando con el maestro y utilizando lo que los griegos denominaban mayéutica, que es el arte de hacer parir a las ideas. Sócrates reniega de la palabra escrita porque, dice, actúa en contra de la formación de la memoria, ya que si confiamos en tener a mano en cualquier libro el conocimiento que necesitamos, nos olvidamos de ejercitar nuestra memoria personal y ésta se atrofia. El erudito, el hombre de letras, posee “la apariencia de la sabiduría”, pero de ningún modo es sabio, y además “su compañía será difícil de soportar” por la pedantería que suelen manifestar estos personajes (Fedro, 275)[2]. Hace Sócrates a continuación un parangón entre la escritura y la pintura:

Este es, mi querido Fedro, el inconveniente de la escritura y de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero analízalas y verás que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos; al oírlos o leerlos crees que piensan, pero pídeles explicación sobre el objeto que contienen y responden siempre lo mismo. Lo que está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra y no sabiendo, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, siempre necesita del socorro de su padre; porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.

Este es, lo admito, un grave defecto de la letra escrita: el no poder interactuar con el alumno. En contraposición está el discurso verdaderamente provechoso, que es

aquel que se escribe con ciencia en el alma del que aprende, discurso que es capaz de defenderse a sí mismo, y que sabe hablar y guardar silencio ante quienes debe hacerlo (276).

Los libros van a parar a cualquier mano indiscriminadamente y por eso mismo muchos de ellos serán condenados a la esterilidad perpetua, engrosando bibliotecas que nadie lee ni leerá jamás, o que leerán sin provecho, porque no entenderán nada de lo que allí se dice. Serán como semillas frutales esparcidas en el desierto:

Un jardinero inteligente que tuviera unas semillas que estimara mucho y que quisiera ver fructificar, ¿las plantaría juiciosamente en verano en los jardines de Adonis para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días? O más bien, si tal hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por una pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, seguiría sin duda las reglas de la agricultura, y las sembraría en un terreno conveniente, conformándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.


El escritor es un sembrador imprudente que reparte semillas a discreción sin importar en dónde caigan. Se la pasa

sembrando discursos incapaces de prestarse ayuda a sí mismos mediante la palabra, e incapaces también de enseñar adecuadamente la verdad.

El escritor no discrimina: su libro no se amolda al carácter y a la inteligencia del que lo lee. En cambio con la dialéctica se puede presentar “al alma abigarrada discursos también abigarrados […], y discursos sencillos al alma sencilla” (277).
Sabios son los dioses, y amigos de la sabiduría los filósofos. ¿A qué título podrán aspirar entonces los oradores públicos y los escritores?

El que no posee nada de más valor que lo que compuso o escribió, […] ¿no lo llamarás con justicia poeta, o compositor de discursos, o autor de leyes? (278).

Títulos todos, desde luego, de inferior jerarquía que el título de filósofo.
La conclusión de Sócrates es que si se quiere aprender filosofía no hay que leer, sino que hay que recurrir a un filósofo y dialogar con él para que pueda ayudarnos a parir esas ideas que dormitan eternamente dentro de nuestro subconsciente; y si se quiere enseñar, no hay que escribir tratados que deambulen sin ton ni son por las estanterías de quienes no sabrán aprovecharlos, sino que hay que buscar individuos de carne y hueso y dialogar con ellos, y obligarlos a preguntar una y otra vez hasta que caigan por fin en la cuenta de que ya dominan el tema y que la luz ha llegado al umbral de su conciencia.
Yo coincido con Sócrates en que las ideas viven dentro de nosotros y que lo que hay que hacer es, simplemente, despertarlas para que salgan a la superficie, y coincido también con él en que un buen sistema, tal vez el mejor, para llegar a ese propósito es el diálogo. Pero ¿con quién dialogar? Con alguien idóneo, desde luego, si lo que se busca es instruirse, y con alguien deseoso de aprender filosofía si lo que se busca es enseñar. Ahora bien, tengo que hablar de mi propio caso para poder defenderme del cargo que, como mero escribidor, Sócrates me imputa, y entonces digo que si deseo aprender valiéndome de la mayéutica, debo necesariamente inscribirme en la universidad, porque Buenos Aires no es, como la Grecia de Pericles, un lugar en donde los filósofos aparezcan hasta por las alcantarillas y se presten a dialogar con cualquier transeúnte. Los filósofos escasean en las calles porteñas; me atrevería a decir incluso que no existen. Los que existen son los pensadores filosóficos, pero ellos se dejan ver únicamente dentro del ambiente universitario, y para ser universitario y poder dialogar con ellos necesito dinero y no lo tengo. Sí, los pensadores filosóficos de hoy actúan como actuaban los sofistas: cobran por enseñar. Si Sócrates viviera hoy en Buenos Aires, no el Sócrates filósofo hecho y derecho sino el joven Sócrates, en vías de desarrollo, tendría que recurrir a uno de estos dos métodos para cultivarse y comenzar a parir sus propias ideas: la educación mercenaria o los libros. De los libros desconfía, como ya hemos visto, pero también desconfía de quienes lucran con el conocimiento, y fue ésta una de sus luchas mayores, si no me engaño. Y aunque se decidiera por la universidad no podría ir debido a su pobreza, pues un Sócrates adinerado es una contradicción en los términos. ¿Qué habría hecho entonces? ¿Se habría puesto a charlar con el primer estúpido que apareciese delante suyo? ¿Podría, el habitante promedio de Buenos Aires, hacerle parir alguna idea a este diamante en bruto? Difícil lo veo. No hay filósofos de carne y hueso a la vista; pero hay bibliotecas, y en ellas los filósofos y los pensadores abundan, aunque no sean reales. Yo daría cualquier cosa por hablar cara a cara con Sócrates, con Epicteto, con Diógenes o con Jesús, pero me es imposible hacerlo, y los sujetos con los que podría hablar no tienen nada para ofrecerme, al tiempo que son completamente impermeables a mis enseñanzas. ¿No me será entonces de más provecho escuchar lo que los grandes filósofos tienen para decirme, aunque sea por intermediación del papel, que lo que tiene para decirme la gente con la que dialogo habitualmente? Es verdad que no puedo interactuar con un libro, no puedo hacerle preguntas específicas, pero sí puedo encontrar esbozos de respuestas a las miles de preguntas que, endémicamente, me rondan por la cabeza. De todos los personajes que trato asiduamente no hay ni uno solo, ni uno, que pueda evacuarme alguna duda epistemológica, por ejemplo. Preguntar a mis amigos o familiares sobre el tema es perder el tiempo y ponerme en ridículo. Voy entonces a la biblioteca y les pregunto a los libros, los cuales, en algunas puntuales ocasiones, me han respondido, lo que ya es decir mucho en comparación con mis experiencias dialécticas. Esto en cuanto a mi desempeño como aprendiz. En cuanto a la docencia, lo mejor, ciertamente, sería que distribuyese yo mis conocimientos dialogando, pero para que la dialéctica fructifique se necesitan fundamentalmente dos cosas: facilidad de palabra oral y personas deseosas de instruirse acerca de los asuntos que trata la filosofía, y yo no poseo a la primera ni tengo mano a las segundas. Soy, como Moisés, “torpe de lengua”. Difícilmente una persona deseosa de asimilar mis conocimientos pueda lograrlo interrogándome personalmente, porque mi discurso, sobre todo si el tema es abstruso, se deshilachará inexorablemente. Pero el caso es que nadie de mis conocidos se interesa en absoluto por lo que yo pudiera saber, nadie dialoga conmigo sobre cuestiones trascendentes, de modo que aunque supiese hablar con propiedad de nada me serviría, porque hoy día la filosofía no interesa a casi nadie. Ante semejante panorama, la dialéctica se me aparece como el sistema ideal… para el filósofo ideal y para los ciudadanos ideales: para Sócrates y los atenienses. No teniendo yo la facilidad de palabra de Sócrates y no teniendo los habitantes de Buenos Aires las inquietudes filosóficas que desbordaban a los atenienses del siglo de Pericles, lo mejor que puedo hacer como partero de ideas es alejarme de mi tiempo y de mi lugar e ir en busca de otros públicos más abiertos a los temas que a mí me interesan. Siendo que no se ha inventado aún la traslación metafísica y no puedo emigrar hacia otras latitudes y otros tiempos intelectualmente más venturosos, sólo me queda el recurso de la letra escrita, que puede deambular como semilla que lleva el viento por cualquier tierra, por distante que sea, y que puede aguardar, inerme y sin echar sólidas raíces, siglos y siglos hasta que por fin encuentra el abono adecuado y el árbol surge. No hay que desparramar semillas por cualquier lado sin plan ni provecho, opina Sócrates, y opina así porque sus semillas son escasas, porque su voz, su voz oral, no es eterna y su saliva se seca de tanto hablar con el final del día, por lo que debe apuntar su mensaje hacia oídos lúcidos solamente. Lo suyo es cultivo orgánico, cultivo artesanal y pormenorizado; lo mío, en cambio, es agricultura intensiva. Yo no aspiro a ser como el elefante, que por ser sus crías –sus semillas-- tan escasas, las cuida como tesoros; yo soy un salmón: mis huevos se cuentan por millares y van a la deriva por el río de los tiempos a la espera de que alguien de mi misma especie los fertilice. Se perderán muchos de ellos, la gran mayoría, pero eso no tiene importancia, porque me cuesta muy poco engendrarlos. Y en esta táctica del fuego a discreción me siento corroborado por la propia selección natural: los salmones proliferan, mientras que los elefantes están extinguiéndose. Decía yo en alguna parte que mis escritos son mis hijos, pero esto no es verdad; mis escritos son mis óvulos, y los esparzo profusamente por doquier para que mis probabilidades de engendrar un verdadero hijo, un discípulo, se incrementen. Sólo en este terreno la promiscuidad es virtuosa y tiene su recompensa.
Una última reflexión dialéctica: ¿qué sería de la semilla socrática y del socrático árbol, que hoy ya forma un bosque inmenso y salvífico, si platón se hubiese atenido a las enseñanzas de su maestro y hubiese renegado de la escritura?


[1] Según expresa Platón en el Gorgias (466a), la retórica constituye “una parte de la adulación”.
[2] En los diálogos platónicos suele ocurrir que platón pone en boca de Sócrates argumentos que el Sócrates histórico jamás habría levantado. No es éste el caso, me parece. Aquí el que argumenta es verdaderamente Sócrates, pues fue Sócrates y no Platón el verdadero abanderado de la mayéutica y la dialéctica.

miércoles, 6 de julio de 2011

Filosofía y retórica (parte II)


Abro el libro Los fundamentos de la Retórica de Antonio López y leo desde el capítulo 1, sección 5:

La Retórica, la buena Retórica, es consustancial con la democracia y el estado de derecho, pues sólo en esas condiciones políticas el orador no está solo, sino que cuenta con oponentes y es un tercero quien decide entre su opción y las de los demás.

Lo que sugiere López es que la buena retórica debería ser consustancial con la forma de gobierno denominada democracia, pero la realidad nos indica que en la inmensa mayoría de los casos no es la buena sino la mala retórica la que dirige los discursos políticos de los que gobiernan y, en menor grado, de los que aspiran a gobernar.


¿Por qué sucede que la democracia, cuando está enmarcada en un sistema económico capitalista y tercermundista, no puede valerse de la buena retórica para medrar y auxiliar al pueblo de un modo cabal en la consecución de sus necesidades materiales? Porque la buena retórica es aquella que prioriza la lógica como centro de su estructura, aquella que busca, como dice López, “convertir en persuasivo todo discurso que nosotros tengamos por verdadero” (Ibíd., 4, 11), y lo que suele suceder es que aquellos políticos que intentan esta conversión con la mayor honestidad no logran realizarla, porque carecen de los medios adecuados para ello. La democracia de hoy, en los países del tercer mundo como el mío, es un mero sistema títere de las grandes corporaciones y de los monopolios económicos cuya única finalidad prioritaria es esquilmar al pueblo de la manera más acabada posible --aunque sin apelar a la violencia y a la estafa explícitas para evitar levantamientos. Aquel político ansioso de justicia social que pretendiera llegar al poder para poner las cosas en su lugar, sería acallado, no con un tiro en la cabeza o haciéndolo desaparecer como se estilaba años atrás, sino de un modo políticamente inteligente: se lo priva de los medios de comunicación necesarios para que su buena retórica llegue al corazón de la gente. En un sistema económico capitalista, los medios de difusión masivos son, sin excepciones, capitalistas, y nadie es tan loco como para tirarse tierra a sí mismo y enterrarse solo. La retórica de quienes defienden este sistema económico no está estructurada, como la buena retórica, alrededor de un esqueleto lógico bien definido, sino que es una retórica abogadesca, dedicada solamente a defender ciertos principios-bandera a como dé lugar, apelando fundamentalmente a la emoción y teniendo como aliados imprescindibles la ignorancia y el atrofiamiento intelectual del pueblo, que no pudiendo discernir en el discurso de sus gobernantes qué parte corresponde a la verdad o se acerca a ella y qué parte se le opone, se deja seducir por una dialéctica vacía de contenido o con contenido espurio. Atentos a la devastación de la verdad, los políticos utilizan en prácticamente todos los casos el discurso hablado y evitan el discurso escrito, porque en el discurso hablado existe algo fundamental a la hora del engaño: la entonación. Un hábil entonador puede convencer a la masa casi de cualquier cosa. La improvisación oral es el arma predilecta del mal retórico, del retórico sin lógica, pero aun valiéndose de un discurso previamente escrito, el hecho de leerlo en público y de darle la entonación adecuada ya es bastante para dar comienzo al engaño, engaño que no sería factible si ese mismo discurso se publicara en papel prensa. Y es que amén de la entonación[1], el acto de pensar, el discernimiento, requiere tiempo, tiempo que no nos ofrece el orador y sí el discurso escrito. La mentira se ornamenta para la ocasión y pasa de largo en la oratoria, mientras que, por muy adornada que se presente, leyéndola podemos detenernos en ella cuanto tiempo queramos y analizarla una y otra vez para descubrirla.
Dice Aristóteles:

La expresión apropiada presta probabilidad a lo que se dice, porque lleva a los ánimos a la falsa conclusión de que uno está diciendo la verdad […], de modo tal que creen que los hechos son como uno los cuenta, aunque no lo sean, ya que el oyente se solidariza siempre con el que habla con sentimiento, aunque no diga nada de provecho. Por eso muchos impresionan a sus oyentes sobre la base del alboroto (Retórica, 1408a, 20).

¿Hacen falta ejemplos? Adolfo Hitler, y está todo dicho.
Llego entonces a la conclusión de que la buena retórica huye del discurso hablado, en especial de la improvisación, como si de una peste se tratara, y se refugia en el discurso escrito, porque el discurso hablado es sinónimo de manipulación. ¡Cuánto ganaría la justicia ordinaria si los abogados, en vez de ofrecer sus alegatos a voz en cuello, tuviesen que transcribirlos en una hoja para que una voz computarizada los leyera! Y bien dice Aristóteles en un esclarecido pasaje de su Retórica (1355a) que el filósofo debe ser capaz de convencer a un auditorio de una proposición y a otro auditorio de la proposición contraria, no para utilizar, ciertamente, esta cualidad como la utilizan los políticos y los abogados, sino para estar entrenado y saber detectar estos engaños cuando se presentan ante sus ojos y fundamentalmente ante sus oídos.

Nombré recién a Hitler, y cierro con él esta argumentación retórica en favor de la retórica escrita y en contra de la hablada: escúchense primero los discursos de Hitler, si es posible acompañados por una multitud enardecida que los escucha junto a nosotros, y luego léase Mi lucha serenamente sentados frente a un escritorio y en completo silencio. Comprendo y disculpo a quien se convierta al nazismo en el primero de los casos, pero sólo a un retrasado mental puede persuadir este demonio con la pluma.
La mentira, dicen, tiene patas cortas, lo cual es mentira, a menos que la mentira se vista con letras de molde.
[1] Entonación que los buenos políticos y los buenos abogados acompañan, como enseña Cicerón (De Oratore, libro III), con una correcta gesticulación, propia del más expresivo de los actores.

sábado, 22 de enero de 2011

Una semejanza entre el marxismo y el nazismo

Mis objeciones a Marx obedecen a dos motivos: uno, que era una mentalidad confusa; otro, que su pensamiento estaba casi enteramente inspirado por el odio. [...] Marx está completamente satisfecho con el resultado [de su explicación de la plusvalía], no porque se amolde a los hechos o porque sea lógicamente coherente, sino porque está calculado para hacer surgir la cólera de los asalariados. [...] su principal deseo era el de ver el castigo de sus enemigos, sin tener en cuenta lo que sucediera, en la coyuntura, a sus amigos.
Bertrand Russell, "Por qué no soy comunista", ensayo incluido en Retratos de memoria y otros ensayos

¿En qué se asemejan el marxismo y el nazismo? En que ambas doctrinas nacen del odio y se sostienen por él, por el odio al burgués en la primera y por el odio al judío en la segunda.
Comencemos por el marxismo. Esto dijo el hijo pródigo, el héroe, el marxista literal e incorruptible por antonomasia:

 El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal. [...] ¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos, tres, muchos Viet-Nam florecieran en la superficie del globo, con su cuota de muerte y sus tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus golpes repetidos al imperialismo, con la obligación que entraña para éste de dispersar sus fuerzas, bajo el embate del odio creciente de los pueblos del mundo! (Ernesto Che Guevara, “Crear dos, tres..., muchos Viet-Nam, es la consigna”, artículo publicado el 16 de abril de 1967 en un suplemento especial de la revista Tricontinental, mientras Guevara estaba ya (en secreto) en Bolivia, organizando la guerrilla).

Del otro lado del mostrador está el nazismo, que necesita al judío tanto como el marxismo al burgués, y algunos sostienen que los ideólogos nazis exacerbaron el odio del pueblo alemán al judío sin que les fuera en ello nada personal, simplemente para poder crecer y nutrirse con ese curioso alimento; así lo entendía, al menos, cierto propagandista nazi anterior al holocausto:

Ya con atención a la lucha hitleriana contra el marxismo, es preciso proclamar el antisemitismo en una forma vulgar y aun grosera. ¿Por qué? Cuando el obrero ha cambiado su mentalidad marxista por la nazista, el judío toma el lugar del “burgués”, del patrón, una sustitución que parece necesaria desde el punto de vista psicológico. El hombre sencillo necesita y busca símbolos concretos de su amor y de su odio. No le basta con “ismos”, de ahí que siempre al marxista el “burgués” le hace falta como símbolo de odio. No renunciaría sin resistencia a dicho símbolo, que le ha sido familiar durante décadas, si no se le ofreciese otro símbolo en cambio: el judío (Ludwig Battenberg, ¿Fiebre malsana o comienzo de una nueva era?, 1931, citado por Bela Szekely en El antisemitismo, XIX, 6).

El pueblo alemán, parece, venía ya con el cerebro prelavado por los activistas del marxismo; todo lo que tuvo que hacer Hitler fue calibrar la mira y apuntar hacia un rival más indefenso y accesible[1].



[1] (Nota añadida el 13/5/14.) Habiendo publicado esta entrada de mi diario en feisbuc, recibí severas críticas de algunos marxistas o filomarxistas que niegan la supuesta conexión entre tal ideología y el odio hacia la burguesía o al burgués de carne y hueso. Marx y el marxismo, según ellos, no se han alimentado del odio, sino del amor al pobre y del deseo de protegerlo; y no han promovido necesariamente la revolución violenta y el asesinato para cumplir sus propósitos. Esta fue mi respuesta a dicho planteamiento. A quien me pedía que citara algún pasaje de la obra de Marx en donde se hablara de odio hacia la burguesía: "Si vamos a buscar un texto de Marx en el que diga: «¡cómo odio los burgueses!», difícilmente lo encontraremos. Hay que leer entre líneas. Leyendo así, es casi obvio que el estado de ánimo de Marx al escribir algunos de sus textos era el odio. La famosa lucha de clases, ¿qué implica? Cualquier guerrero sabe que se lucha mejor, que se adquiere más valor, más coraje, cuando se ha incentivado el odio hacia el enemigo al que se atacará. La lucha de clases funciona mucho mejor cuando se odia a los integrantes de la clase que queremos erradicar.  Eso de asesinar con amor, me parece, habría que circunscribirlo a la Inquisición o a algún que otro grupo religioso desquiciado, pero no creo que deba aplicarse a las diferentes revoluciones marxistas". Y a otro, que insistía en que hablara yo del odio marxista «texto en mano», le respondí: "Texto en mano: Karl Marx, La cuestión judía. Dijo Marx: «¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta. ¿Cuál es el culto secular practicado por el judío? La usura. ¿Cuál es su dios secular? El dinero». «El dinero es el celoso Dios de Israel, ante el que no puede legítimamente prevalecer ningún otro dios». «El Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido en Dios universal. La letra de cambio es el dios real del judío» (La cuestión judía, pp. 11, 15 y 16). Llamemos a un psicólogo y preguntémosle en qué estado psicológico emotivo se escriben estas frases. Por lo demás, estas palabras vienen a cuento respecto de las similitudes que creíamos ver entre el marxismo y el nazismo. Parece que no solo odiaba Marx a los burgueses, sino también a los judíos, a sus propios compadres, entre los cuales veía al burgués prototípico. Se me dirá que este escrito, lo mismo que el Manifiesto comunista, en el cual escribe: «Los comunistas no se cuidan de disimular sus opiniones y sus proyectos. Proclaman abiertamente que sus propósitos no pueden ser alcanzados sino por el derrumbamiento violento de todo el orden social tradicional. ¡Que las clases directoras tiemblen ante la idea de una revolución comunista!»; se me dirá que estos arrebatos pertenecen a la juventud de Marx, y que después este pensador se fue «pacificando» y entrando en calma consigo mismo a la hora de escribir. Démoslo por hecho; pero lo escrito, escrito está. Y yo no reduzco todo el marxismo a una cuestión de odio hacia los burgueses (incluso he llegado a decir --ver la entrada del 29/9/6-- que la compasión que sintió Marx por los obreros ingleses del siglo XIX fue la verdadera cuna del marxismo); simplemente afirmo que este odio es un componente fundamental del marxismo, sobre todo a la hora de reclutar adeptos y armar grupos de choque. Tal vez no de Marx en su madurez, pero sí de todos los movimientos marxistas que levantaron sus banderas. Nómbreseme un movimiento marxista que no haya esparcido el odio en su campo de acción. Y eso de que el odio es moralismo subjetivo, explíquenselo a la persona que, bien objetivamente, recibe un real y objetivo tiro en la frente o es objetivamente fusilada en un paredón. El tema está en ser marxista y timorato a la vez, lo cual es una inconsecuencia. Si Marx dio a entender en su documento principal (el Manifiesto) que hay que pasar a degüello a toda la burguesía, ¿por qué tratan de esconder esto algunos de sus seguidores? Su más fiel seguidor en América Latina, el Che Guevara, siguió a rajatabla las enseñanzas de San Carlos (tal como él lo llamaba) y ejecutó sin ningún resquemor a cuanto burgués se le puso en el camino (cf. su discurso en la ONU del 11 de diciembre de 1964: “Sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando”). Pero parece que hoy día sus seguidores, los seguidores del marxismo, no se animan a tanto, entonces pretenden que Marx no quería esto. Lenin lo entendió, Stalin lo entendió, Castro y el Che Guevara también y lo mismo Mao; ¿por qué no lo entienden ustedes?"