Puesto que los sabios viven próximos a los dioses, comparten las dichas de
aquéllos; en el caso de los dioses hablaremos de ofrendas; en el de los sabios,
de limosna.
Juan Luis López, La mendicidad de Diógenes y el tonel de Zeus
“¡Maldición para aquel que no ha mendigado! Nada hay más grande que mendigar”, decía León Bloy. Y es que el auténtico cristiano, el cristiano de pura cepa, no puede ser otra cosa más que un mendigo. He aquí otro parangón importantísimo, fundamental, entre la doctrina cristiana y el budismo:
aquéllos; en el caso de los dioses hablaremos de ofrendas; en el de los sabios,
de limosna.
Juan Luis López, La mendicidad de Diógenes y el tonel de Zeus
“¡Maldición para aquel que no ha mendigado! Nada hay más grande que mendigar”, decía León Bloy. Y es que el auténtico cristiano, el cristiano de pura cepa, no puede ser otra cosa más que un mendigo. He aquí otro parangón importantísimo, fundamental, entre la doctrina cristiana y el budismo:
La pobreza, el celibato y la inofensividad eran los tres rasgos esenciales de la vida monástica [budista]. Un monje casi no poseía ninguna propiedad privada. Se le permitía tener sus vestimentas, una escudilla para las limosnas, una aguja, un rosario, una navaja para afeitarse la cabeza cada quince días y un filtro que servía para sacar las alimañas del agua que bebía. Originalmente, la ropa consistía en harapos que se sacaban de los montones de basura de las aldeas, y que se cosían y teñían de un color azafrán uniforme. […] En teoría y en intención, un monje no debía tener casa ni refugio permanente. La vida del monje es descrita como la vida sin hogar, y para entrar en ella debía dejar el hogar, lleno de fe. El rigor original de las reglas monásticas parece haber exigido que un monje viviera en la selva, al aire libre, al pie de un árbol. El Vinaya habla de la vida en conventos, santuarios, templos, casas y cuevas como un lujo permisible pero lleno de peligros. El alimento se debe obtener como limosna.
En realidad, un monje debía depender de la limosna para satisfacer todas sus necesidades. […] La posesión de dinero fue prohibida durante largo tiempo. […]
La escudilla de la limosna es el distintivo de soberanía del Buda. Muchas estatuas muestran al Buda con su escudilla de limosna, indicando que la obtuvo como recompensa por desechar la posición de gobernante del mundo. Los maestros con frecuencia daban su escudilla de limosna a su sucesor como señal de la transmisión de autoridad. Claro está, debe recordarse que en los países asiáticos la mendicidad siempre ha sido una forma aceptable de ganarse la vida. Tendemos a olvidar que, durante la Edad Media, a través de toda Europa las órdenes monásticas se mantuvieron por medio de la limosna, y en realidad sólo fue el sistema económico de la industrialización naciente el que encontró que el mendigar era incompatible con su necesidad de trabajadores industriales y promulgó las leyes sobre la vagancia como una de sus primeras medidas. […] Los budistas consideraban la práctica de la mendicidad como origen de muchas virtudes. El monje no tenía ningún sentido de inferioridad en relación con esta forma de vida. Sentía que de ninguna manera era ocioso, sino que llevaba una vida dura, dominando sus deseos y desarrollando sus meditaciones. Como la generosidad es una de las virtudes principales, los monjes sentían que al aceptar las limosnas daban a los jefes de familia una oportunidad de hacer méritos. En la actualidad, la sociedad se inclina a considerar a los seres contemplativos como parásitos. Desde el punto de vista budista, la existencia de los seres contemplativos es la única justificación de la sociedad humana.
Cuando salían a mendigar, los monjes frecuentemente se enfrentaban a experiencias humillantes. Los llamaban “coco calvo” y otras cosas semejantes, y esa dominación del orgullo se considera entre las ventajas de la mendicidad. Por añadidura, uno aprende a tener pocos deseos, a contentarse con facilidad, y a dominar los sentimientos de ira y decepción. El mendigar tiene resultados inciertos y uno se adiestra para arreglárselas, durante un tiempo, incluso sin las cosas necesarias para la vida. La indiferencia de los monjes mendicantes frente a los bienes mundanos, su conducta calmada y digna, ayudan a convertir a los no creyentes y a fortalecer la fe de los creyentes.
[…]
Por último, la falta de ligas, la gran independencia, la posibilidad de ir y venir libremente constituían una de las mayores ventajas de la mendicidad. En comparación con la vida del monje errante, la vida casera del jefe de familia parecía estrecha y sofocante. […]
Con el paso del tiempo, particularmente fuera de la India se interrumpió la práctica de la mendicidad. Las razones que da Asanga en su Yogashastra para explicar la abrogación de la antigua pobreza son muy nobles y altruistas; en la actualidad, se oyen con frecuencia en boca de cristianos acomodados. Según Asanga, los monjes pueden poseer riqueza y propiedades, incluso oro, plata y vestidos de seda, porque tales posesiones les permiten ser más útiles a los demás y poder ayudarlos (Edward Conze, El budismo, cap. II, secc. 2).
El budismo “evolucionó”, lo mismo que el cristianismo, y por eso ya no hay monjes mendicantes ni en un bando ni en el otro. Pero esto, amigos míos, no es evolución sino degeneramiento, cobardía o puro relajo. El monje, aunque se vista de seda, monje queda. No asciende a la categoría de santo, porque para ello debería mendigar y vestirse con harapos. Y es que el arte de mendigar, la profesión de mendigo de Dios, sigue constituyéndose como el verdadero camino a la salvación, por más que ningún sacerdote católico ni ningún monje budista quiera seguirlo en estos tiempos.
Algunos mendigos lo son voluntariamente, algunos incluso puede que sean felices, pero la gran mayoría lo son porque cayeron en el desastre. Somos muy frágiles, si la vida se tuerce podemos pender de un hilo.
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