En esto de ir al grano, sin vueltas y sin mayores
contemplaciones (y con menoscabo, se entiende y se contempla, de algún
rigorismo metodológico), en esto me parezco yo a los pensadores del siglo XVIII
y XIX y me alejo rotundamente de los de los siglos XX y XXI. ¡Aquellos eran
auténticos pensadores! Porque iban de frente hacia el problema, chocaban con
él, lo detallaban y efectuaban su pronóstico. Se jugaban. Escribían su verdad
sin medias tintas y sin que esto significara, ni mucho menos, que estuvieran
dogmáticamente seguros de lo que decían. Nuestros actuales pensadores tildan a
sus predecesores de ingenuos por estas osadías, los reconvienen, los llaman al
orden. ¡Y yo los llamo al orden a ellos por ser tan vuelteros y timoratos! Y en
este mi llamamiento me acompaña Ferrater Mora, que no es un diccionario sino un
pensador español que supo entrever las causas que han llevado a la filosofía de
nuestro tiempo a ese cuadro desolador de anemia perniciosa que padece:
Nuestra época que [...] dispara desde la altura de su enorme
petulancia los más despectivos requiebros sobre el siglo XIX, al cual, por lo
menos, suele calificar de estúpido, y sobre el siglo XVIII, al que, a lo sumo,
y haciendo grandes concesiones, acostumbra a llamar, con notable olvido de las
propias miserias, ridículo e incomprensivo, nuestra época tiene bastante que
aprender de aquellos bienintencionados filósofos, que tal vez filosofaban mal,
que acaso eran, es cierto, un poco vanidosos, que iban sin muchas
contemplaciones a lo suyo, pero que en ningún momento dejaron de ser lo que
nuestros intelectuales son cada día menos: verdaderos hombres. Y claro está que
por ser hombre no ha de entenderse ahora lanzarse todos los minutos a la calle
para acuchillar al prójimo; ser hombre, hombre verdadero, es para el
intelectual tener el valor de decir clara y distintamente lo que él cree ser
verdad. Solo esta enorme e ingenua confianza en la verdad de lo que se dice,
prescindiendo de que esta verdad sea superficial o profunda, utópica o
plenamente realizable, exige que el propósito de "leer la historia en
filósofo", en filósofo que cree en la razón y tiene la buena ventura de
proclamarlo, merezca algo más que la despectiva suficiencia de nuestros
complicados y quizá un tanto resentidos historicistas (José Ferrater Mora, Cuatro visiones de la historia universal
pp. 126-7).
Hay excepciones por supuesto (Max Scheler, Bertrand Russell, por
nombrar a los primeros que me vienen a la mente), pero en general el siglo XX y
lo poco que va del XXI han conformado la era de la pusilanimidad en filosofía.
Porque si vamos a esperar a estar seguros de lo que creemos, completamente
seguros, para gritarlo a los cuatro vientos, entonces no diremos nunca nada
relevante y nos mantendremos en la periferia de los grandes problemas,
abocándonos entonces a otros temas menores (la política, la economía, la
lingüística) en los cuales la razón no derrapa con tanta facilidad y se puede
llegar a una que otra conclusión valedera. Yo prefiero escalar el Aconcagua
pese a tener claro que, por no ser un trepador experimentado y no contar con
las herramientas adecuadas, me será imposible llegar a la cima, prefiero esto a
escalar el cerro Uritorco hasta su altura máxima y desde allí burlarme de los
andinistas que se han extraviado o han desfallecido antes de clavar la bandera.
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