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miércoles, 23 de abril de 2014

La filosofía contemporánea y su anemia perniciosa

En esto de ir al grano, sin vueltas y sin mayores contemplaciones (y con menoscabo, se entiende y se contempla, de algún rigorismo metodológico), en esto me parezco yo a los pensadores del siglo XVIII y XIX y me alejo rotundamente de los de los siglos XX y XXI. ¡Aquellos eran auténticos pensadores! Porque iban de frente hacia el problema, chocaban con él, lo detallaban y efectuaban su pronóstico. Se jugaban. Escribían su verdad sin medias tintas y sin que esto significara, ni mucho menos, que estuvieran dogmáticamente seguros de lo que decían. Nuestros actuales pensadores tildan a sus predecesores de ingenuos por estas osadías, los reconvienen, los llaman al orden. ¡Y yo los llamo al orden a ellos por ser tan vuelteros y timoratos! Y en este mi llamamiento me acompaña Ferrater Mora, que no es un diccionario sino un pensador español que supo entrever las causas que han llevado a la filosofía de nuestro tiempo a ese cuadro desolador de anemia perniciosa que padece:

Nuestra época que [...] dispara desde la altura de su enorme petulancia los más despectivos requiebros sobre el siglo XIX, al cual, por lo menos, suele calificar de estúpido, y sobre el siglo XVIII, al que, a lo sumo, y haciendo grandes concesiones, acostumbra a llamar, con notable olvido de las propias miserias, ridículo e incomprensivo, nuestra época tiene bastante que aprender de aquellos bienintencionados filósofos, que tal vez filosofaban mal, que acaso eran, es cierto, un poco vanidosos, que iban sin muchas contemplaciones a lo suyo, pero que en ningún momento dejaron de ser lo que nuestros intelectuales son cada día menos: verdaderos hombres. Y claro está que por ser hombre no ha de entenderse ahora lanzarse todos los minutos a la calle para acuchillar al prójimo; ser hombre, hombre verdadero, es para el intelectual tener el valor de decir clara y distintamente lo que él cree ser verdad. Solo esta enorme e ingenua confianza en la verdad de lo que se dice, prescindiendo de que esta verdad sea superficial o profunda, utópica o plenamente realizable, exige que el propósito de "leer la historia en filósofo", en filósofo que cree en la razón y tiene la buena ventura de proclamarlo, merezca algo más que la despectiva suficiencia de nuestros complicados y quizá un tanto resentidos historicistas (José Ferrater Mora, Cuatro visiones de la historia universal pp. 126-7).


Hay excepciones por supuesto (Max Scheler, Bertrand Russell, por nombrar a los primeros que me vienen a la mente), pero en general el siglo XX y lo poco que va del XXI han conformado la era de la pusilanimidad en filosofía. Porque si vamos a esperar a estar seguros de lo que creemos, completamente seguros, para gritarlo a los cuatro vientos, entonces no diremos nunca nada relevante y nos mantendremos en la periferia de los grandes problemas, abocándonos entonces a otros temas menores (la política, la economía, la lingüística) en los cuales la razón no derrapa con tanta facilidad y se puede llegar a una que otra conclusión valedera. Yo prefiero escalar el Aconcagua pese a tener claro que, por no ser un trepador experimentado y no contar con las herramientas adecuadas, me será imposible llegar a la cima, prefiero esto a escalar el cerro Uritorco hasta su altura máxima y desde allí burlarme de los andinistas que se han extraviado o han desfallecido antes de clavar la bandera.

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