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jueves, 10 de abril de 2014

La tragedia de Tolstoi: no haber nacido para la santidad

Me pesa mucho esta vida mala, vacía, urbana, lujosa.
León Tolstoi, Diarios, 6/4/1895

Lo que más le une a cada uno consigo mismo, lo que hace la unidad íntima de nuestra vida, son nuestras discordias íntimas, las contradicciones interiores de nuestras discordias. Sólo se pone uno en paz consigo mismo, como Don Quijote, para morir.
Miguel de Unamuno, La agonía del cristianismo [p. 18]


Tolstoi admiraba a Schopenhauer. A tal punto lo admiraba que en su antedespacho, a la derecha del retrato de Dickens, aparecía el del gran pesimista alemán. ¿Y por qué lo admiraría tanto? No lo sé a ciencia cierta. Tal vez por su estilo, imposible de no admirar; tal vez por situar a la compasión en el más alto de los rangos dentro de su sistema ético. O tal vez --y aquí se engancha mi asunto-- por tratar temas relacionados con la vida práctica y exponerlos en una tan elevada idealidad que a posteriori, cuando uno tiene que mostrar consecuencia con esos postulados para evitar la hipocresía, la cuesta arriba se hace tan empinada que resulta imposible llegar a esa cima intelectual, en donde llegó la cabeza, con los propios pies y con la propia carne. En el caso de Tolstoi, esa cima intelectual estaba dada por sus pensamientos acerca de la irresistencia al mal; en el caso de Schopenhauer, por su ideal del anonadamiento de la voluntad. Ambas ideas son harto difíciles de practicar, y ambos pensadores fracasaron rotundamente al querer trasladarlas al terreno de la propia casuística. Pero se diferenciaron en una cosa: mientras que Tolstoi vivió profundamente amargado por esta inconsecuencia entre sus áureos ideales éticos y su vulgar comportamiento, Schopenhauer, sabiendo perfectamente que su vida no se correspondía con estos ideales, no se hizo mayor problema por eso. Ahora bien; ¿quién fue más astuto en este sentido? ¿Lo fue más quién luchó toda su vida por ser un santo sin tener "pasta" para serlo, arruinando su salud y su bonhomía en este desigual combate que de todos modos perdería, ganándose así la animadversión de casi todos sus seres queridos, o fue más astuto aquel que, comprendiendo sus limitaciones prácticas, pero perfectamente consciente de su potencial teorético, no pretendió ir más allá de sus fueros y se conformó con señalar el camino en lugar de, además de señalarlo, recorrerlo?
Leo a Tolstoi desde su diario, entrada del 28/5/1896:

Hace ya varios días que lucho con mi trabajo y no avanzo. Duermo. Quería terminarlo aunque fuera en borrador, pero sencillamente no puedo [se refiere al tratado La doctrina cristiana]. Mala disposición de ánimo, agravada por la ociosidad, la miseria, la arrogancia y la fría vaciedad de la vida que me rodea.

A Tolstoi se le complica escribir. ¿Y por qué se le complica? Porque la conciencia de su hipocresía no lo deja en paz, no lo deja realizar su trabajo, no lo deja progresar en el ámbito que mejor maneja y por el cual es y será conocido y reconocido durante siglos y siglos. Mucho escribió sobre la doctrina cristiana, pero seguramente habría escrito mucho más, y con mayor profundidad, gracia y sensatez, de haber estado un poco más en paz consigo mismo al momento de escribir sobre estos magnos temas. Y digo "un poco más" y no en paz completa consigo mismo porque concuerdo con lo que nos dice Unamuno desde el epígrafe previo a este ensayo; pero una cosa es una lucha pareja, cuerpo a cuerpo, contra un adversario de similares características a las nuestras, y otra muy distinta es la lucha contra un Goliat insuperable --y sabiendo de antemano que no somos David ni tenemos su coraje. ¿Luchar por ser una persona mejor? Totalmente de acuerdo, pero esa lucha tiene que ser natural, alegre y decidida, no forzada artificiosamente. No inducida desde afuera por nuestros pensamientos acerca de lo que se debe hacer, sino excitada desde nuestros mismos deseos de hacer el bien, deseos que no se presentan como arrastrando por la fuerza a la voluntad, sino arrebatándola e integrándola, no dando lugar a indecisiones, con un impulso que, lo repito, es de alegría y no de trabada contienda[1].
Rüdiger Safranski, sobre el final de su monumental ensayo sobre Schopenhauer, nos cuenta lo que todos ya sabemos, que el mayor sueño de este pensador, su más alto ideal, fue la negación de la voluntad de vivir:

Lo soñó a base de asociar la tradición occidental de la mística con las doctrinas de la sabiduría de Oriente. Y lo hizo de un modo como nadie lo había hecho antes de él. En su vida, hubo instantes de desvanecimiento del yo, lo que él llamaba su "conscien­cia mejor", instantes que le permitieron vivir aquello de lo que, por lo demás, sólo podía hablar y escribir (Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, p. 471).

Ese fue su sueño mayor, su ideal teorético. Pero era un hombre y no un ente incorpóreo, y un hombre --como la mayoría de los escritores-- mucho más vanidoso que el promedio del común de las gentes. De ahí que cuando, ya sobre el final de su vida, pudo ser reconocido como el genial pensador y estilista que en realidad era, en lugar de entristecerse por esta potenciación de su voluntad, la disfrutó al máximo, sin interesarse por esta inconsecuencia.

Pretendía romper el "velo de Maya" con su obra y al mismo tiempo --ironía máxima-- quedó atrapado por medio de esa obra en el principio de individuación. Él, que había penetrado en ámbitos en los que todo debe quedar sin decir y sin oír, pretendía a toda costa ser escuchado.

He ahí la gran diferencia: mientras que Tolstoi quiso imitar a su héroe, a Jesús, a como dé lugar (sin lograrlo, por supuesto), Schopenhauer nunca quiso imitar a Buda, a pesar de su admiración por él. "Soporta con dificultad --comenta Safranski-- el muro de silencio que le rodea. Exige respuesta y acecha los sig­nos de aplauso: cuando éstos se convierten en estruendo, puede morir ya". Y muere a pesar suyo; si por él fuera, habría vivido muchos años más en esas condiciones, arropado por la gloria, acariciado por la fama. Se murió en el momento en que más deseoso estaba de vivir. Muy pocas veces le pasó por la cabeza, en esos últimos tiempos menos pero en el resto de su vida no fue tan distinto, pocas veces le pasó por la cabeza seriamente la idea de anonadar su voluntad de vivir. Como dijo Ramón de Campoamor en una de sus humoradas:

Vive con la manía
de maldecir de su feliz estrella,
y cual buen pesimista en teoría,
le va en la vida bien y habla mal de ella.

Y le fue muy bien, cada vez mejor, lo cual contradecía su doctrina. Es decir, no refutaba su comportamiento su doctrina, la cual afirmaba que al ser la compasión dolorosa, y al ser los individuos compasivos los seres más elevados moralmente que puedan existir en este mundo, la calidad moral de una persona y el dolor espiritual experimentado correrían necesariamente parejos. Pero Schopenhauer no experimentaba grandes dolores espirituales; muy por el contrario. Esto indicaba no que su doctrina era falsa, sino que él no estaba a su altura, a la altura de su doctrina, que era una persona de mediocres miras morales en el sentido práctico del término. Esto era precisamente lo que le costaba admitir a Tolstoi y lo que lo llevó a la gran tragedia que fue su vida, sobre todo en sus últimos años; pero a Schopenhauer esta constatación nunca le produjo gran zozobra. Tenía bien claro cuál era su papel en el mundo, y gracias a eso pudo explotar al máximo su potencial como escritor y pensador. Pudo plasmar con continuidad y máxima dedicación lo que ahora nosotros, sus admiradores, disfrutamos y agradecemos.
Schopenhauer, se despacha Safranski,

no fue un Buda, y por suerte para él, no se forzó a querer serlo. Rehuyó juiciosamente la tragedia que consiste en tratar de vivir de acuerdo con las propias inspiraciones e intuicio­nes. Schopenhauer no se confundió consigo mismo. Intuiciones o inspiraciones de evidencia y fuerza determinadas son algo vivo que pasa a través de nosotros. Se trata de un acontecimiento anónimo que no puede ser apresado en el yo. Y cuando se pretende hacer esto, sólo sale de allí una escenificación, algo forzado; lo vivo se enmohece y uno, aunque no se dé cuenta, se hunde en el abismo. No, las cosas no salen bien cuando uno intenta a toda costa seguir la propia palabra inspirada, "realizarla", "establecerla", "apropiársela". Al propio yo hay que dejarlo ser. El secreto de la creatividad está en dejarlo suelto y no en apropiárselo.
[...]Él no se torturó tratando de hacer coincidir las dos vidas. Con ello, hizo probablemente un favor a ambas, a su "productividad" y a la "vida ordinaria".

Tolstoi quiso aplicar sus pensamientos a su propia vida, pero al ser estos pensamientos tan ajenos a su yo individual, el fracaso era inevitable. Ya lo dijo el propio Tolstoi: "A través de mí ha hablado la fuerza divina [...]. Tuve momentos en los que sentí que me convertía en el transmisor de la voluntad divina" (27/3/1895). La voluntad divina hablaba por él, y hablaba, como corresponde, divinamente. El problema era que la voluntad divina solo hablaba a través de él, pero se negaba a operar a través de él, tal como opera, y no puede dejar de operar, a través de los santos. Y así como sería necio exigirles a los santos que, además de hacer el bien, se dediquen a desarrollar un tratado acerca de lo que el bien significa, también parece necio exigirles a los pensadores que hayan llegado a las alturas a las que llegaron Tolstoi y Schopenhauer, exigirles que se comporten santamente; eso es a todas luces un exceso. Podrá exigírseles, en todo caso, una cierta correspondencia entre sus pensamientos y sus acciones, pero nunca una correspondencia total, porque entonces sucederá lo que casi siempre sucede con los eticistas de baja estopa: si el pensador no puede subir con sus acciones hasta su ideal teorético, y se le exige consecuencia absoluta, necesariamente bajará su ideal teorético hasta una altura conveniente, hasta donde sus manos puedan asirlo, y el ideal se desvanece como tal. Tolstoi fue demasiado grande como para cometer este delito de lesa conceptualidad, pero no fue a la vez lo suficientemente realista como para comprender que no estaba destinado a la santidad ni mucho menos. Porque es así: cada cual está destinado a ser algo en la vida, predestinado mejor dicho, y es inútil luchar contra esta predestinación. Seguramente Tolstoi suponía que con un poco de esfuerzo, o mejor aún, con un tremendo esfuerzo, cualquier hijo de vecino podría convertirse en santo. Craso error. Pintar el cuadro de la santidad, describirla pormenorizadamente, diferenciarla de otras falsas santidades, confirmar su existencia desde luego (puesto que hay gente que niega que la santidad exista o pueda perseguirse), son todos éstos méritos indiscutidos y de un valor inconmensurable que nos ha obsequiado este formidable león ruso a través de su pluma. Agregarle a eso, como si fuera poco, el obsequio de la santidad hecha y derecha, habría sido demasiado, y me parece ya ver un si es no es de soberbia en esa pretensión de serlo todo, de ser el hombre ideal, el escritor ideal, el padre ideal, el esposo ideal. Ni siquiera llegó a ser el pensador ideal. Estuvo, si a mí me lo preguntan, muy cerca de serlo, y de cierto os digo que no encuentro a nadie que haya interpretado a la ética perenne de un modo más acabado que como él la entendió; pero algo le faltó para ser el eticista ideal. Le faltó, tal vez, estar un poco más en paz consigo mismo. Es lo que a mí también me falta, y lo que trataré de solucionar de aquí en adelante para no caer en las garras de la desesperación tal como caía tan frecuentemente mi admirado y querido conde Tolstoi.





[1] En todo caso, la lucha interior entre lo que sentimos y lo que pensamos que debemos hacer difícilmente desaparece de la escena, pero los roles se invierten: la opción correcta sería la que nuestra voluntad nos muestra, lo que deseamos hacer, y no la que nuestra razón nos indica como "el deber" a cumplimentar, sintiendo nuestro espíritu desgano y repulsión ante tal idea que parece pura en la teoría (ver a este respecto la entrada del 8/6/7).

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