Pero de lo que se trata aquí no es del progreso
espiritual, sino del progreso material, y en esto no hay con qué darles a nuestros
compañeros de continente.
En la Edad Media la gente se dividía en seglares y
clericales. Los seglares eran las personas que vivían de acuerdo al mundo, a
sus preceptos y a su actualidad; los clérigos, en cambio, vivían para Dios, es
decir, para lo que está fuera del tiempo y del espacio, para lo que no es el mundo y sus preocupaciones.
Pues bien; así vistas las cosas, el pueblo de los Estados Unidos es el pueblo
seglar por antonomasia, el pueblo en el que las cosas del mundo operan
directamente sobre el espíritu de la gente, sin mayores impedimentos, casi sin
impedimento metafísico ninguno, y esto sin importar que la religión sea en esas
tierras tan próspera como en otras menos desarrolladas, porque la religiosidad
no es siempre sinónimo de espiritualidad. Es el país del aquí y del ahora. Del
aquí, porque solo les interesa lo que fronteras adentro sucede, y del ahora, porque
lo que reina es la novedad y porque todo lo nuevo, todo lo de última
generación, nace aquí y aquí se desenvuelve... hasta que algo más nuevo lo
remplace. Todos los que no vivimos en los Estados Unidos nos sentimos algo así
como trogloditas, viviendo en un tiempo pretérito y no en el presente, porque
el presente se desarrolla pura y exclusivamente en los Estados Unidos. A todos
nos atrae vivir en nuestro propio tiempo y no en un tiempo ajeno, y por eso nos
interesa conocer, hablar de, o pasear por los Estados Unidos. Y a julio Camba
también, pese a la impresión agridulce que le producían estos conocimientos y
estos paseos:
Al llegar
aquí, la primera sensación no es la de haber dejado atrás otros países, sino
otras épocas, épocas probablemente muy superiores a ésta, pero en todas las
cuales nuestra vida constituía una ficción porque ninguna de ellas era
realmente nuestra época (La ciudad
automática, p. 15).
Nuestra
época, admitámoslo sin envidia, encarnó desde hace más de un siglo en los
Estados Unidos, y esta es probablemente la causa de que este país
nos atraiga y
nos rechace a la vez de un modo tan poderoso. Nos atrae porque uno no puede
vivir al margen del tiempo, y nos rechaza por la estupidez enorme del tiempo en
que le ha tocado vivir a uno.
¿Será
por eso que (siempre que mis ocupaciones me lo permitan) trato de leer lo más
que pueda, para evadirme de ese modo de este aciago tiempo al que miro de reojo
como diciendo "a mí no me culpen, yo no tengo nada que ver con esto"?
Seguramente. Porque este tiempo presente encarnado por aquel país es otro de
los tantos productos que nos ha vendido y que ya llegó a nuestras puertas.
"Los Estados Unidos --dice Camba-- tienen un poder de expansión enorme, y
poco a poco, no solo Hispanoamérica, el mundo entero caerá bajo su
influencia" (ibíd., p. 109). Y cayó. Redondamente cayó el mundo a sus
pies, con nosotros los argentinos incluidos, y entonces ya no es necesario,
para conocer el presente, tomarse un barco o un avión y dirigirse a Nueva York.
El presente ya está en nuestras propias calles, en nuestras propias vidrieras y
en nuestros propios comportamientos. Y sigue siendo un presente tan estúpido, o
más, que el presente que vivió hace un siglo Julio Camba en los Estados Unidos
de Norteamérica.
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